Por John AcostaGraciela Jayariyú
Desde muy niña, Sandra Aguilar supo lo que quería ser: Artesana; por eso, cuando su mamá le llevaba muñecas para que jugara, “yo cogía rabia”, recuerda. Desde que tenía esos deseos, no era consciente de que pertenecían a la tradición artística y cultural de su raza, cuenta hoy con el brillo de satisfacción en sus ojos. Llevada por el impulso de sus anhelos infantiles, la pequeña Sandra recogía los pedazos de hilos de distintos colores que su madre desechaba en la fabricación de chinchorros y tejedura de mochila y hacía sus bolitas con las sobras de sus codicias inocentes. Se iba, entonces, para su casa de ensueño: debajo de la mata de monte (kashushirra), en cuya sombra construyó el pequeño telar, versión en miniatura del de su mama: dos horquetas y el travesaño. Ahí desplegaba, con su aguja, lo que había aprendido observando a su progenitora.
Sandra Aguilar |
La pureza ancestral
Contrario a su amiga Sandra Aguilar, Graciela Jayariyú nunca conoció una muñeca en su niñez, ya que nació y se crió en Euleuka, una lejana ranchera de la Alta Guajira, donde la ancestralidad de la estirpe se respira por todos lados. Las casas son de barro y yotojoro, amarradas con la “tripa” (tiras) del caucho. “Yo nunca supe lo que era un zapato”, dice orgullosa de haber usado siempre las guaireñas de su raza. “Mi abuela tenía dos ollas de barro y cocinaba con eso. Ella nunca aceptó que nos pusieran un apellido distinto. Gracias a ella, soy lo que soy”, dice.
Y es una artesana feliz, que llega todos los días a exponer sus productos en el malecón de la Calle Primera, de Riohacha. Aprendió a tejer cuando su abuela la sentaba a su lado y le mostraba cómo se metía la aguja. Ella ha tratado de hacer lo mismo: inculcarles a sus tres hijos el orgullo por la raza: las dos mujeres y el hombre también trabajan con las artesanías. En un día bueno (sobre todo, en temporadas), se puede hacer, “si es muy bueno”, dos millones de pesos; en un día malo, 20 mil o 30 mil pesos. “Aunque hay días, en que uno se va sin nada: regresar a pie a la pieza donde vivo alquilada”, dice.Tía Conchita
Su tía Conchita fue pionera en la venta de artesanías de la Calle Primera. Ella vive a 7 kilómetros del batallón del Ejército, que queda en la salida a Maicao. Y, a sus 88 años, la mayoría de veces se va y se viene a pie, desde y hasta su ranchería. Su sobrina, en cambio, cuya ranchería en la alta guajira queda a siete horas de viaje en carro, desde Riohacha, no puede ir a menudo. “A veces, en la escasa, pero intensa temporada de lluvia, cobran hasta 200 mil pesos de pasaje porque la trocha se pone difícil”, dice. En tiempos normales, paga 60 mil u 80 mil pesos.
Lo cierto es que, desde su puesto de artesana en el malecón, ella ha conseguido mucho por su gente. Saca su celular y muestra a influencers extranjeros donando cosas para su gente.”Ellos van y comen de todo”, dice. Para hacer una mochila, Graciela se puede demorar hasta una semana. “Aunque, si me dedico de tiempo completo, la puedo sacar hasta en cuatro días”, asegura.
Parte de la vida cotidiana e historia de nuestros hermanos Wayúu, luciendo orgullosos su talento en lo artesanal. Lástima que sean tan ignorados y engañados, sobre todo, en el agua potable: fuente de vida de la humanidad.
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