Teresa Bohórquez Orjuela |
Llegó a Valledupar enamorada de un hombre conocido en la ciudad por su jocosidad y por la honestidad y nobleza de su estirpe: Cristóbal Toba Mendoza. Teresa Bohórquez Orjuela llegó recién parida a la tierra donde el padre de su hijo había hecho una vida social admirable por la grandeza profesional de sus hijos matrimoniales y por el don de gentes de esa familia. Ella conocía a los mayores porque frecuentaba el apartamento donde ellos vivían en Bogotá, mientras realizaban sus estudios universitarios; precisamente, en la capital del país conoció al reconocido ganadero vallenato, donde llegó viudo a realizarse unos estudios médicos. Y ella lo acompañó en el hospital, sin saber que el humor espontáneo con que Toba Mendoza trataba de vencer su soledad recién adquirida la flecharía para siempre.
La cachaca, en su amado laberinto |
Hasta que, hace 15 años, un señor llegó, con la tela de algodón adornada con pequeñas flores, al taller de costura de su casa y no hubo poder humano que lo hiciera revertir su empeño de que fuera La Cachaca Tere quien le hiciera los atuendos de la célebre Danza del Pilón para su familia. Ella no tuvo más remedio que hacerlo: confeccionó sus primeros cinco vestidos de pilonera y le apasionó tanto esa actividad que hoy es el fuerte de su negocio de costurera. La entrevista para hacer esta crónica fue interrumpida varias veces por clientes que llegaban a medirse el atavío con que saldrán a bailar en grupo por las calles de Valledupar. Su casa es hoy visita obligada por coreógrafos y bailarines. Y sus vestidos han viajado a todos los rincones de Colombia, donde una fiesta folclórica invita a un grupo de la danza tradicional valduparense.
No era del todo ajeno a su estirpe. Teresa Bohórquez Orjuela nació en Ventaquemada, una población del centro de Boyacá, que le debe su nombre a que, siendo un centro comercial de la región, conocido como La Venta, unos vecinos quemaron, por rivalidad, y redujeron a cenizas La Venta de Albarracín; en realidad, La Cachaca Tere fue criada en el campo, en la finca de sus padres: María Antonia y Rodulfo, “en medio de muchas y toda clases de frutas y de flores”, recuerda. La escuela quedaba a hora y media y era jornada continua, por lo que su mamá se iba hasta la mitad del camino a llevarles el almuerzo a sus hijos porque no alcanzaban a llegar a la casa, almorzar y regresar a clases. Eran 12 hermanos, 10 mujeres (que viven todas) y Teresa es la cuarta de todos. A los siete años de edad, su madre la llevó a donde una señora que tenía su telar para hacer las famosas ruanas boyacenses.
Teresa se fue a Bogotá con su hermano Agapito (llamado así en honor a su tío abuelo, héroe guerrillero de la Huella de los Mil Días), el que la precedía a ella en nacimiento, a la casa de la española Ofelia del Carmen, que era su abuela materna. Atrás dejaron la laja, la piedra llana donde el viejo Rodulfo les enseñó escritura, lectura y matemáticas a sus hijos. En la casa de la abuela, veía esas viejas fotografías en fucsia de mujeres con faldones largos y corpiños, que recordó con vehemencia, hace quince años, cuando hacía los primeros cinco vestidos de pilonera en la ciudad donde llegó a vivir con su hijo recién nacido.
Publicado en el Semanario La Calle el martes 13 de marzo de 2024
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