Por John Acosta
Esa
tarde esperaba encontrarme con un anciano de más de 80 años, con su caminar
pausado, ayudado con dificultad por su bastón, y me topé con un corpulento
hombre que demostraba mucho menos de sus 74. Apenas lo había visto en tres
oportunidades en un año y medio, hace mucho
más de un cuarto de siglo, cuando los avatares de la vida tuvieron la sensatez
de ponérmelo en mi camino en una etapa de mi vida en que necesitaba asirme con
urgencia de un alma caritativa que me ayudara con el peso de sacar mi carrera
adelante. Mi padre había muerto el 25 de febrero de ese año y yo andaba con el
recibo de pago de mi matrícula en la mano, desesperado porque se vencía el
plazo y así no podría iniciar semestre en junio. Hasta que, guiado quién sabe
por qué afortunada coincidencia, fui a parar a la oficina de ese señor que
entonces rondaba los cuarenta y tantos años: pude pagar completo ese y el
siguiente semestre. En los cerca de 30 años que han pasado después de esa ayuda
desinteresada, no había vuelto a saber más nada de ese buen hombre, pero un
colega mío me hizo el favor de localizármelo en Riohacha, la capital de nuestro
departamento. Hasta allá fui esa tarde a mostrarle que, en aquella ocasión, él no
había arado sobre el inmenso mar Caribe que baña nuestra amado terruño.
La muerte de mi padre
Mi padre y yo |
A
las 7:30 de la mañana del 18 de febrero de hace unos 30 años, Marthica, la
secretaria de la Facultad de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad
de La Sabana, abrió la puerta del salón en donde estábamos dando clases de
Historia Colombiana con la profesora Carmen del Hierro de Hernández. Una vez
afuera, Marthica me hizo saber que llamara urgente a la pensión en donde yo
vivía. Fui hasta la placita del barrio Quinta Camacho, donde estaba ubicada la
universidad, y marqué del teléfono público de la esquina. Me dijeron que me
habían llamado de la casa, en Casacará, Cesar, y que si quería ver a mi papá
por última vez que cogiera un avión enseguida y me fuera para Barranquilla, en
donde los médicos dijeron que no pasaba de ese día.
Diez
días antes, yo había dejado a mi papá en el pueblo rozagante de vida, a sus 43
años de edad. De manera que lo único que se me podía ocurrir a mí esa mañana,
con semejante noticia, era que había tenido un accidente en el campero en el
que él se rebuscaba la vida, llevando pasajeros de Casacará a Codazzi, para
poder enviarme la mensualidad a Bogotá, la capital del país, en donde yo
estudiaba mi carrera. Y tuvo que ser muy grave el accidente, supuse, para que
lo hubieran llevado a Barranquilla, a más de 10 horas en carro en las
carreteras de esa época. Después, me enteré que no fue un accidente: mi padre se
desmayó mientras hacía cola frente al cajero del banco, lo llevaron al hospital
de Codazzi, de ahí lo pasaron en ambulancia a Valledupar y, en la noche, lo
trasladaron a Barranquilla. Nunca antes había subido un avión en mi vida: el
pasaje de esa mañana me lo regaló la profesora Carmen del Hierro. Duré siete
días con mi padre inconsciente en la unidad de cuidados intensivos: el derrame
cerebral se lo llevó el 25 de febrero.
Sin plata para pagar la universidad
Conversando con Guillermo Curiel, la tarde en que lo visité en su casa |
Ese
semestre terminó en medio de la comprensión y el cariño de mis amigos. Y de
Claudia, por supuesto: era la novia de esos fogosos tiempos juveniles y el paño
de lágrimas de esa dura etapa. No fui a pasar vacaciones al pueblo porque sabía
que si me iba no regresaba, pues ya no tenía a nadie que me ayudara. Pasábamos
días y noches enteros, urdiendo la forma de buscar el dinero para pagar mi
período académico siguiente. En medio del desespero porque la matrícula
ordinaria vencía en dos días, no sé todavía de dónde se me ocurrió la idea de
irnos con el recibo de pago en la mano para el edificio del Congreso de la
República. La situación de seguridad del país todavía no estaba tan grave como
para molestarle la entrada a un par de universitarios al lugar en donde los
congresistas tenían su oficina.
Caminamos
por los pasillos del edificio, inspeccionando el aviso de entrada a cada
oficina. Éramos consciente que teníamos que buscar uno que fuera de la costa Caribe,
ya que solo un paisano sería capaz de ayudar a otro, incluso, sin conocerlo.
Entonces, me topé de sopetón, al terminar de subir unas escaleras con lo que,
consideramos Claudia y yo, sería el perfecto: “Guillermo Curiel. Representante
a la Cámara por La Guajira. Partido Conservador Colombiano”, decía el aviso. No
solo era del mismo departamento de mi familia sino que, además, era
conservador, como mi familia.
Llegó la ayuda oportuna
Fue muy grato reencontrarlo, 30 años después |
Entramos
a la oficina, le conté mi situación al asistente, un joven alto y blanco, con
aspecto bonachón, que se condolió y me hizo pasar al despacho del congresista. “Yo
no voté por usted, no lo conozco, es la primera vez que lo veo, soy su paisano
y copartidario”, le dije a Guillermo Curiel. Me preguntó por un diputado a la
Asamblea Departamental de La Guajira, que era de mi pueblo, La Junta, y tenía
mi mismo apellido, pero era del Partido Liberal. “Es hijo de un primo de mi
abuelo, pero mis tíos y primos somos
conservadores”, le respondí. Me pidió la orden de pago de mi matrícula. “Ahh,
es en la Universidad de La Sabana. Nosotros tenemos una partida allá”, me expresó
con alegría. Le pidió a su asistente que me elaborara la carta para la
universidad en donde me daba una beca del 100% para el pago de ese semestre.
Por supuesto, Claudia y yo salimos felices de esa primera oficina que visitamos
para nuestro propósito.
Nos
pareció tan fácil el asunto que apenas salimos de ahí, se nos ocurrió ir a
otras oficinas de congresistas de Cundinamarca y Bogotá para solicitarle una beca
a Claudia, pues ella era de Bogotá. Entramos a cinco. Y logramos la misma
respuesta decepcionante: “A usted no la conocemos. Como comprenderá, esta beca
es para quienes nos ayudaron y apoyaron en
nuestra campaña política”. Solo hasta entonces comprendimos la magnitud
de lo que acababa de hacer Guillermo Curiel conmigo. Y lo repitió al siguiente
semestre. Ya para la tercera oportunidad, solo pudo autorizarme media beca
porque la partida había mermado. Después, no regresó al Congreso y no volví a
saber de él hasta la tarde en que fui a visitarlo a su casa de Riohacha, 30
años después de que él me ayudara desinteresadamente.
Para
mi sostenimiento en Bogotá es otra historia dura, que retraté en un cuento
triste escrito en medio de la desesperanza que atravesaba: Aquí puede leer ese cuento. La misma universidad
me ayudó con un empleo de bibliotecario hasta que me fui a hacer mis prácticas
a Cerrejón y esta empresa me dio el último empujón para culminar mi carrera de
cinco años, que pude terminar en 10 años y no por mal estudiante.
La nueva política en La Guajira
Mi abrazo de agradecimiento por siempre, señor Guillermo Curiel |
A
los guajiros honestos nos duele en lo que se ha convertido la política en nuestra
tierra. Es un negocio sucio que únicamente les sirve a los ladrones de siempre,
en detrimento de la población vulnerable de esta península premiada por los
paisajes exóticos. Hace muchos años que las arcas de esta región se diluyen en
las manos insaciables de las mafias electorales que se apoderaron del poder
local con el silencio cómplice de sus jefes políticos de la capital del país.
Esa
tarde, me senté con Guillermo Curiel en la terraza de su casa. Él fue un
político diferente, indudablemente. Nació en Riohacha en 1942. Inició su
bachillerato en el Liceo Padilla de su ciudad, lo siguió en la Divina Pastora,
también de Riohacha, y lo culminó en el colegio Fernández Baena, de Cartagena.
Es abogado penal dela Universidad Libre, seccional Barranquilla. Fue juez en el
municipio de Fonseca de su departamento. Inició su carrera política como
Diputado a la Asamblea de La Guajira y llegó hasta el Senado de la República,
en una coalición entre liberales y conservadores, liderada por Amílkar Acosta.
Karina Navas, diputada |
Ahora
está en uso de buen retiro. Un colega periodista, que me acompañó esa tarde a
la casa de Guillermo Curiel, le preguntó que a quién le había dejado su legado.
“A mi sobrino Rafael Navas Curiel”, le respondió. Precisamente, la hija de este
heredero de Guillermo Curiel, es ahora diputada. Se trata de Karina Navas.
Complace mucho que esta joven diputada fue una de los tres que
votaron en contra de la tristemente célebre Proposición número 022 de Asamblea
de La Guajira, que a mediados de octubre de este año promovía un examen para
determinar “la discapacidad mental” del entonces gobernador encargado Jorge
Enrique Vélez García “para celebrar negocios jurídicos en nombre del
Departamento de La Guajira”. Era un intento de algunos ´políticos guajiros para
sacar del poder a quien les resultaba incómodo para sus oscuros propósitos. La
endogamia fue aprobada por ocho votos contra tres.
Y
Karina Navas, pariente de Guillermo Curiel, consideró que esa proposición era
una falta de respeto contra el gobernador encargado. “Quien recibe respeto,
primero debe respetar”, dijo entonces la diputada Karina. Valió la pena todo
este tiempo en que anduve tratando de localizar desde la distancia al hombre
que hace 30 años me ayudó a seguir mi carrera universitaria. Mi abrazo sincero
para él y mi eterno agradecimiento.
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Feliz día, papá
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