Por
John Acosta
Por el bien del país, lo
primero que debe hacer el candidato que pierda las elecciones a la Presidencia
de la República es reconocer, públicamente, su derrota. Tiene que hacerlo con
la gallardía de un contrincante digno, sin respirar por la herida, sin mostrar
la amargura del fracaso. Y debe actuar con la urgencia debida para que se
empiecen a deponer los ánimos, exaltados a la enésima potencia por culpa de una
campaña de improperios, de verdades a medias, de mentiras, de señalamientos sin
pruebas, en fin ¡Qué bueno que ya estamos ad portas de que culmine esta
horrible noche en la que nos sumieron los estrategas políticos!
El colombiano común quiere
verse su telenovela, tranquilo, acostado en su cama, sin el bendito celular en
la mano para pasar por la angustia de responder el sablazo venenoso que su mejor
amigo le lanzó sobre el estado político que el televidente colocó en su muro
virtual. No desea volver a sentir el martillazo sobre su conciencia con la cuña
salida de tono de su propio candidato o la del candidato opositor al suyo.
Añora volver a salir a la tienda a tomarse unas cervezas con sus amigos, sin el
temor de terminar a gritos irracionales por cuenta de las contradicciones
ideológicas.
El candidato perdedor tiene
la obligación de ayudar a cicatrizar heridas, tiene la enorme responsabilidad
de allanar el camino para que regrese la reconciliación cotidiana a la calle, al
trabajo, a la casa. No se trata de unirse al ganador para que el unimismo nos
aniquile la diversidad. No, se trata de cesar los ataques, de bajar el tono, de
reconocer el triunfo del contrario, de no incentivar más el odio entre
compatriotas.
Uno quiere levantarse el
lunes 16 de junio y mirar el amanecer distinto: lleno de esperanza, de reiniciar
con energía la vida nacional, de abrazar a sus hijos, a su pareja, a sus
amigos, feliz de no percibir más el ambiente nauseabundo que terminó la noche
anterior. No le importará si su candidato ganó o perdió: para él, ganará el
país, sin importar qué candidato triunfó. Y gana el país porque se distensionan
las bravuras, retorna la tranquilidad, se despejan los nubarrones mentales que
obstaculizaron la claridad de las ideas.
Nunca antes se había añorado
con vehemencia que llegara pronto el día de las elecciones, no tanto para tener el
placer de votar por el candidato de sus entrañas, sino para que retornara la
paz espiritual. Por supuesto, para completar ese tránsito a la normalidad se
necesita de la gentileza del perdedor: su capacidad de asimilar la derrota debe
ser tal, que hasta nos puede hacer arrepentir de no haber votado por él para
que nos representara desde el solio presidencial.
Gracias a Dios, el esperado domingo
15 de junio está a la vuelta de la esquina. Ahora sí, a ocuparnos de los
asuntos habituales. Solo nos resta augurarle éxitos al ganador, así no sea por
el quien hayamos votado, porque si le va bien a él en su gobierno, le va bien
al país. Y así, ganamos todos.
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