Por
John Acosta
Burros y humanos: paisaje natural |
Hasta el olor a salitre es
una caricia para el gusto. Se campea por todos los rincones con la complicidad
de la brisa. Ni siquiera el intenso sol logra apaciguarlo. La entonación,
emanada por las olas marinas, parece ser un instrumento más de la orquesta de
esa sinfonía natural, que hace volar el alma hacia lugares recónditos, pero
bellos, para regresar al cuerpo purificada, libre de los tormentos del estrés
contemporáneo. Los granos de arena de la playa, incluso, son halagos que rozan
la piel de los pies y de la espalada, si nos acostamos sobre ella.
En el interior de los kioskos, la alegría |
Y el mar. Inmenso, obvio.
Sus múltiples colores, que varían con la posición del sol, se encargan de emitir
la melodía para que los ojos humanos conozcan de entonación. Hasta el vuelo de las
gaviotas y pelícanos pareciesen conspirar para que su sincronizada actividad le
permita al espíritu regocijarse con el entorno. Esos cuatro burros, que se mezclan
con la gente por instinto propio, no es que no quieran perderse del
espectáculo: ellos hacen parte de él.
Los inmensos kioskos de
palma sirven a la complicidad de quienes no pasaron la noche durmiendo y
llegaron allí para pasar el guayabo o resaca, como lo llama la Real Academia de
la Lengua Española. También se puede colgar hamacas, claro: así se disipa más
rápido aquel malestar, no propiamente de culpa. Y ahí están los lugareños,
desde la inocencia semidesnuda que deambula al aire libre, entre viejas
construcciones de cemento sobre la arena, hasta quienes se sientan en sillas
plásticas, amparados por la sombra de un techo de placa ondulada en una terraza
colorida.
El hombre y la naturaleza |
Es Camarones, por supuesto,
una población enclavada a orillas del mar Caribe, en La Guajira colombiana. Es
un corregimiento que pertenece al municipio de Riohacha, la capital del
departamento. Allá se llega a través de la carretera Troncal del Caribe. Sus
pobladores viven de la pesca, aunque algunos se dedican al cultivo de especies
nativas, como la yuca, auyama y maíz. Indudablemente, su actividad económica
principal es el turismo.
Ese domingo, alguien sufrió
una intoxicación por una comida ingerida el día anterior en otro lugar.
Enseguida, un nativo ofreció su carro para llevarlo hasta el puesto de salud
del pueblo. Alguien se acordó, de repente, que los domingos y feriados no
prestaban servicio médico. “No importa: vamos hasta la casa de Cecilia”, dijo
el amable dueño del carro. Cecilia era la enfermera, cuyo único descanso lo
tomaba ese día.
Los lugareños reposan |
Cecilia salió de la cocina
de su casa, donde apenas servía el almuerzo para su familia, y atendió el
llamado de los recién llegados. Se acercó hasta el carro, con su indumentaria
de hacendosa ama de casa. “Con lo único que se quita eso es con dextrosa para
la deshidratación y acetaminofén para el dolor”, dijo. Dio las indicaciones de
cómo llegar hasta una de las dos droguerías del caserío y no quiso recibir ni
cinco centavos por la atención.
La verdad es que a uno le da
una enorme desolación al comprobar que, a veces, los gringos tienen razón,
cuando hacen las típicas escenas en sus películas de países tercermundistas,
pero hubo que empujar el carro para que encendiera de nuevo.
Los flamencos rosados, otro día será |
De nuevo, las anchas y
extensas playas camaroneras: la magia de su encanto, la seducción de su
coquetería natural. Y poner a disfrutar al único sentido que no había podido
hacerlo: llegan a la mesa los deliciosos platos de la cocina del mar de
Camarones. Con ellos, los lamentos de unos porque no pidieron el plato de los
otros: la incomprensión humana. Cualquier turista llega a Camarones a conocer
su Parque de Flora y Fauna de los Flamencos. Lamentablemente, ese día no hubo
tiempo para eso. Sin duda, nos perdimos de completar la maravillosa experiencia
de ese viaje a Camarones. Se hace necesario regresar, indudablemente.
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