Por John Acosta
Un hombre desenreda su red, sentado sobre una roca a la orilla del mar. Está concentrado en su oración mitológica de pescador creyente. Unos doscientos metros más allá, una cabra busca refugio bajo la sombra protectora de una lancha que se encuentra fuera del agua. Al fondo, la proyección del sol de las 10:00 de la mañana da un color plateado, al mar quieto.
Una pequeña, agradecida con el mundo por haberle regalado la libertad de vivir feliz en la soledad del desierto, que le permite andar por esas tierras con su cuerpecito frágil de niña dichosa, cubierto apenas por una pantaletica, mira al viejo que desenreda la red: dos generaciones diferentes, dos géneros opuestos y una sola raza: la altiva wayúu, capaz de enfrentar la crudeza de aquella tierra árida y sin más fortuna que la poesía derramada en su paisaje.
Sobre el suelo de esa especie de rabo de tierra que entra al mar, varias mujeres y niños sacan agua dulce de unos pozos con dueño. Es el milagro de la naturaleza que nadie se explica: muchos kilómetros hacia dentro del continente es imposible encontrar agua dulce. Por lo menos, no tan fácil como en esa zona, que queda más cerca al mar.
Más adelante, en la otra orilla de la punta, nueve burros tratan de guarecerse del inclemente sol bajo la sombra que dan las varillas oxidadas de la que era la torre del faro. Tirada sobre la arena blanca del desierto, la vieja estructura de hierro sólo sirve de refugio para los burros a cuya piel la inclemencia del clima le hizo cambiar los pelos por una eterna costra de polvo. Ellos deambulan por aquellos lugares tratando de rebuscar en la aridez de la tierra el sustento que mitigue la fatiga de sus estómagos siempre vacíos.
En cambio, levantada sobre su base de cemento, la nueva torre del faro desafía imponente la fuerte brisa de la Alta Guajira. Adentro, en una de las paredes de la base, hay una frase escrita en carbón: «Dios mío, ayúdame a no meterme en lo que no me importa», se lee. Es el mundo mágico de Punta Gallinas. Para llegar allá, se debe ir hasta Media Luna, en Puerto Bolívar, por una carretera de 150 kilómetros. Es recomendable llevar un guía porque a lo largo del camino se desprenden varios laberintos de caminos que se entrecruzan. Y entre ellos, en medio de la fogosidad del sol tropical, entre rancherías abandonadas unas, ocupadas otras, envuelto en el polvo asfixiante de las vías destapadas, se introduce el visitante a ese paisaje exuberante y exótico.
«Hay que coger siempre el camino hacia la izquierda, buscando el mar», indica el guía, mientras bordea con el visitante a Bahía Honda. Al regreso, se debe hacer lo contrario: buscar siempre el camino hacia la derecha. Cuando se llega al desierto, el guía recuerda a los viajeros que se debe ir por la vía que tiene más trilla para que el carro no se quede atollado.
En la lejanía brillante de la aridez desolada, se ve a veces algún ciclista solitario que, abrazado al sopor de las 2:00 de la tarde, cruza el desierto. O alguna mujer cortando el viento con el ondear de su manta guajira. También se bordea a Bahía Hondita. Se pasa por cementerios con bóvedas pintadas de un blanco impecable y por salinas vírgenes en donde no ha llegado todavía la ambición desmesurada del hombre.
Hasta que se llega al caño formado por la «pata de gallina» que se introduce al mar. Hay dos opciones: o atravesar en lancha o seguir en carro bordeando el caño para alcanzar el sitio de donde el rabo de tierra se desprende del continente, y llegar por tierra hasta el faro.
Es sorprendente ver cómo el paisaje de verdes manglares se une, en un extraño ritual de la naturaleza, con los barrancos áridos de la tierra desértica. Al cruzar el caño en lancha, se pueden apreciar las miles de ostras pegadas en los tallos de la vegetación marina.
Así es Punta Gallinas: inimaginable y fantástica, pero real.
Crónica publicada en la revista Rumbo Norte número. 7, mayo de 1994
Un hombre desenreda su red, sentado sobre una roca a la orilla del mar. Está concentrado en su oración mitológica de pescador creyente. Unos doscientos metros más allá, una cabra busca refugio bajo la sombra protectora de una lancha que se encuentra fuera del agua. Al fondo, la proyección del sol de las 10:00 de la mañana da un color plateado, al mar quieto.
Una pequeña, agradecida con el mundo por haberle regalado la libertad de vivir feliz en la soledad del desierto, que le permite andar por esas tierras con su cuerpecito frágil de niña dichosa, cubierto apenas por una pantaletica, mira al viejo que desenreda la red: dos generaciones diferentes, dos géneros opuestos y una sola raza: la altiva wayúu, capaz de enfrentar la crudeza de aquella tierra árida y sin más fortuna que la poesía derramada en su paisaje.
Sobre el suelo de esa especie de rabo de tierra que entra al mar, varias mujeres y niños sacan agua dulce de unos pozos con dueño. Es el milagro de la naturaleza que nadie se explica: muchos kilómetros hacia dentro del continente es imposible encontrar agua dulce. Por lo menos, no tan fácil como en esa zona, que queda más cerca al mar.
Más adelante, en la otra orilla de la punta, nueve burros tratan de guarecerse del inclemente sol bajo la sombra que dan las varillas oxidadas de la que era la torre del faro. Tirada sobre la arena blanca del desierto, la vieja estructura de hierro sólo sirve de refugio para los burros a cuya piel la inclemencia del clima le hizo cambiar los pelos por una eterna costra de polvo. Ellos deambulan por aquellos lugares tratando de rebuscar en la aridez de la tierra el sustento que mitigue la fatiga de sus estómagos siempre vacíos.
En cambio, levantada sobre su base de cemento, la nueva torre del faro desafía imponente la fuerte brisa de la Alta Guajira. Adentro, en una de las paredes de la base, hay una frase escrita en carbón: «Dios mío, ayúdame a no meterme en lo que no me importa», se lee. Es el mundo mágico de Punta Gallinas. Para llegar allá, se debe ir hasta Media Luna, en Puerto Bolívar, por una carretera de 150 kilómetros. Es recomendable llevar un guía porque a lo largo del camino se desprenden varios laberintos de caminos que se entrecruzan. Y entre ellos, en medio de la fogosidad del sol tropical, entre rancherías abandonadas unas, ocupadas otras, envuelto en el polvo asfixiante de las vías destapadas, se introduce el visitante a ese paisaje exuberante y exótico.
«Hay que coger siempre el camino hacia la izquierda, buscando el mar», indica el guía, mientras bordea con el visitante a Bahía Honda. Al regreso, se debe hacer lo contrario: buscar siempre el camino hacia la derecha. Cuando se llega al desierto, el guía recuerda a los viajeros que se debe ir por la vía que tiene más trilla para que el carro no se quede atollado.
En la lejanía brillante de la aridez desolada, se ve a veces algún ciclista solitario que, abrazado al sopor de las 2:00 de la tarde, cruza el desierto. O alguna mujer cortando el viento con el ondear de su manta guajira. También se bordea a Bahía Hondita. Se pasa por cementerios con bóvedas pintadas de un blanco impecable y por salinas vírgenes en donde no ha llegado todavía la ambición desmesurada del hombre.
Hasta que se llega al caño formado por la «pata de gallina» que se introduce al mar. Hay dos opciones: o atravesar en lancha o seguir en carro bordeando el caño para alcanzar el sitio de donde el rabo de tierra se desprende del continente, y llegar por tierra hasta el faro.
Es sorprendente ver cómo el paisaje de verdes manglares se une, en un extraño ritual de la naturaleza, con los barrancos áridos de la tierra desértica. Al cruzar el caño en lancha, se pueden apreciar las miles de ostras pegadas en los tallos de la vegetación marina.
Así es Punta Gallinas: inimaginable y fantástica, pero real.
Crónica publicada en la revista Rumbo Norte número. 7, mayo de 1994
Con la tecnología global, poco a poco van apareciendo los territorios olvidados de Colombia donde solo ahora arenen incorporarse a la vida nacional
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