Por John Acosta

Se bajó en el parque El Lago. Y no había terminado de descargar su
maleta recién comprada en Maicao, en su lejano
departamento de La Guajira, cuando escuchó el grito salvador: "Nojoda, Rafa, ¿y tú qué haces por aquí?", le
dijeron. Y el viejo amigo riohachero le dio el abrazo de rigor al paisano
recién llegado.
Rafael Alfonso Solano Magdaniel se había
graduado un año antes, en 1988, con todos los honores que pueda recibir un buen
estudiante."Pero nada de plata para
seguir estudiando", decía. Conoció medio país mediante el programa Bachilleres por Colombia, con el que la estatal Ecopetrol premia al
mejor bachiller de cada departamento para conocer todo el proceso del petróleo.
Al regresar a su casa, encontró un telegrama en el que la Gobernación de La Guajira le decía que debía presentarse
a una ceremonia para condecorar a los mejores bachilleres de cada municipio: le
impusieron la Orden "Andrés
Bello".
Se había propuesto ser el mejor de su
colegio para ganarse los 70 mil pesos que la Junta de Padres de Familia del
plantel otorgaba como auxilio para iniciar los estudios universitarios. Sabía
que lo lograría porque estaba acostumbrado a ocupar el primer puesto, desde que
hizo su kinder en el colegio Mi edad de oro, de Valledupar, la capital del vecino
departamento del Cesar, adonde se había ido a vivir porque su padre, que comparte su nombre, consiguió
trabajo en esa ciudad.
En 1983, Rafael Alfonso se fue a estudiar
a Lorica, en el también caribeño departamento de Córdoba,
aunque bastante alejado de su Guajira. A su padre lo trasladaron para esa localidad de Córdoba. Y desde que llegó al Colegio
Departamental de Enseñanza Media y Carreras Intermedias Lácides C. Bersal (el mismo que inmortalizara El Flecha,
personaje del escritor David Sánchez Juliao, cuando dijo que "Tronco e
nombre pa tres salones"), Rafael impuso su norma: se ganó la beca al sacar
la máxima nota en el examen de admisión que estaba programado para dos horas y
que él hizo en 40 minutos.

Después de recibir todos los honores, Rafael
Alfonso se impuso la tarea de ser un profesional. Consiguió una beca para el
primer semestre en una universidad de Medellín, la capital del departamento de
Antioquia, también enclavado en los Andes, pero la perdió porque no le había
salido la Libreta Militar. El Icetex, que es el instituto oficial encargado de otorgar
créditos para estudios en Colombia, le
gestionó una beca para estudiar en Alemania: tampoco pudo irse porque era menor
de edad. Entonces, metió papeles en el mismo instituto para estudiar una
carrera de ingeniería en Colombia.
Cansado de esperar respuesta, se fue a
Paraguachón, en la frontera con Venezuela, a rebuscar plata cambiando bolívares
bajo la canícula del sol peninsular. También le servía de mensajero a su padre,
quien había montado una droguería en ese lugar. Allá, envuelto en el calor
fantasmal de La Guajira de siempre, Rafael Alfonso recibió la ansiada respuesta
del Icetex: un fondo educativo que el instituto administraba fue su salvación.

Rafael Alfonso se aferró a aquella respuesta
alentadora. Agarró los 70 mil pesos que recibió de premio el día de su grado y
los cien mil más que había ahorrado durante los seis meses de trabajo en la
frontera. Llegó a Pereira a estudiar Ingeniería mecánica en la Universidad
Tecnológica. En esa ciudad, lo conocí, cuatro años después, detrás de un
computador del Concejo Municipal, sistematizando la corporación legislativa
local, cuando trabajé como redactor política en diario de esa ciudad. Eso me
sirvió de pretexto para ocupar media página de la sección política del
periódico pereirano, donde yo trabajaba entonces, y aliviar por ese día la
angustia rutinaria de llenar una página diaria de noticias fabricadas.
En diciembre de 1995, su alma dio a luz a su gran
sueño realizado: se graduó como estudiante distinguido, gracias a la
tranquilidad de contar siempre con los giros oportunos del Fondo Educativo. El
primero de mayo del año siguiente, inició su labor como instructor de
hidráulica en el Sena Industrial de su Riohacha querida. Y desde ahí no puede
evitar los recuerdos del día que se bajó del taxi más solo que nunca en pleno
parque El Lago de Pereira.
Publicado en la revista Rumbo Norte, número 19,
agosto de 1996
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