Por John Acosta

Sin embargo, estaban contentos. No sólo era lo habitual después de que regresaban del trabajo, sino que, además, ese día no llovió y el carro pudo bajar sin atollarse en los barriales que se formaban. Antes de llegar al Batallón, algunas de las mujeres que venían en el camión les advirtieron a los muchachos que se callaran, pero ellos siguieron con su gritería de adolescentes.

Mucho tiempo después, uno de los muchachos que venía esa noche en el camión, no podía recordar ni una sola estrofa de aquella inspiración repentina. Ya canoso, y sentado en la terraza de la casa materna, Jaime Enrique Añez tuvo que llamar a su mamá para que ella le trajera a la memoria algún verso de esa noche. La vieja salió del lugar donde reposaba su almuerzo. "¿Y tú para qué quieres acordarte de esas pendejadas?", le preguntó a su hijo con cierta picardía.

Señor Comandante,
tenga caridad:
tenemos mucha hambre
y déjenos pasá.
Es apenas una anécdota de aquella vida de privaciones que el destino le obligó a compartir a Jaime Enrique con sus otros tres hermanos. Se levantaban a las 4:00 de la madrugada para poder preparar el desayuno que debían llevar hasta los campos sembrados de algodón. Salían una hora después con la esperanza de coger unos kilos más que el día anterior. Su madre los acompañaba dispuesta también a sacarle a la tierra el pan de su sustento.

Hasta cuando sacó sus papeles como venezolano. Hizo un curso de mesero profesional en Caracas. Así pudo ganarse, en seis años de duro trabajo, diez mil bolívares que ahorró para regresar a su país del alma. Al volver, compró el solar en el ahora municipio de Distracción, en La Guajira, y pudo, al fin, hacerle la casa a su mamá. También puso un negocio en el pueblo. Con la tienda mantiene a su esposa y a Sarith Dayana, su pequeña hija de un año. Viaja a Maicao y a San Juan a comprar víveres para surtir el negocio. “Creo que ya disfruto de mi recompensa”, dice.
Publicado en el periódico Fundicar, número 5, octubre de 1995
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