Por John Acosta
Los muchachos traían la algarabía de siempre. Allá arriba, en el firmamento, la luna brillaba en todo su esplendor. Las nubes de polvo que levantaba el camión, en su andar tortuoso por la carretera sin pavimento, se posaban en los montículos que estaban a los lados de la vía. Esa noche, la gente estaba más feliz que de costumbre porque les había ido bien en los campos algodoneros. Eran las nueve pasaditas. Y la mayoría de los pasajeros venía sin almorzar todavía.
Sin embargo, estaban contentos. No sólo era lo habitual después de que regresaban del trabajo, sino que, además, ese día no llovió y el carro pudo bajar sin atollarse en los barriales que se formaban. Antes de llegar al Batallón, algunas de las mujeres que venían en el camión les advirtieron a los muchachos que se callaran, pero ellos siguieron con su gritería de adolescentes.
Cuando pasaron frente al batallón, el Comandante los detuvo. La noche avanzaba a pasos agigantados y el camión continuaba detenido. La gente empezó a desesperarse, pero el Comandante no daba muestras de ceder en su castigo. Entonces, la señora Niña, una mujer que después se hizo rica, sacó de su alma provinciana los versos para convencer al militar de que los dejara pasar.
Mucho tiempo después, uno de los muchachos que venía esa noche en el camión, no podía recordar ni una sola estrofa de aquella inspiración repentina. Ya canoso, y sentado en la terraza de la casa materna, Jaime Enrique Añez tuvo que llamar a su mamá para que ella le trajera a la memoria algún verso de esa noche. La vieja salió del lugar donde reposaba su almuerzo. "¿Y tú para qué quieres acordarte de esas pendejadas?", le preguntó a su hijo con cierta picardía.
Jaime le devolvió el mismo semblante pícaro a su madre. "Es que voy a salir en el periódico Fundicar", le respondió. Entonces, la mamá soltó su carcajada sonora y echó al aire las cuatro frases del único verso que pudo rescatar su memoria en los basureros inciertos del olvido:
Señor Comandante,
tenga caridad:
tenemos mucha hambre
y déjenos pasá.
Es apenas una anécdota de aquella vida de privaciones que el destino le obligó a compartir a Jaime Enrique con sus otros tres hermanos. Se levantaban a las 4:00 de la madrugada para poder preparar el desayuno que debían llevar hasta los campos sembrados de algodón. Salían una hora después con la esperanza de coger unos kilos más que el día anterior. Su madre los acompañaba dispuesta también a sacarle a la tierra el pan de su sustento.
Cuando se hicieron adultos, empezaron a sembrar sus propios cultivos en las tierras que les prestaban los hacendados para que los hermanos las civilizaran. A Jaime Enrique nunca le alcanzó para cumplir su sueño más preciado: construirle una casita a su vieja. Entonces, decidió irse por la trocha para Venezuela. Allá trabajó en platanales, fue ordeñador de vacas.
Hasta cuando sacó sus papeles como venezolano. Hizo un curso de mesero profesional en Caracas. Así pudo ganarse, en seis años de duro trabajo, diez mil bolívares que ahorró para regresar a su país del alma. Al volver, compró el solar en el ahora municipio de Distracción, en La Guajira, y pudo, al fin, hacerle la casa a su mamá. También puso un negocio en el pueblo. Con la tienda mantiene a su esposa y a Sarith Dayana, su pequeña hija de un año. Viaja a Maicao y a San Juan a comprar víveres para surtir el negocio. “Creo que ya disfruto de mi recompensa”, dice.
Publicado en el periódico Fundicar, número 5, octubre de 1995
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