Por John Acosta
El frente del negocio de María del Carmen Castaño tiene piso nuevo. Se lo construyó su marido hace poco. Por eso, hubo que regresar al día siguiente para tomarle las fotos: toda la mercancía estaba guardada adentro. Pero la entrevista sí se hizo esa tarde. María del Carmen estaba haciendo la siesta. Sugey Alcira, su hija, la despertó para que atendiera la visita que acababa de llegar.
Empezó hablando poco. Después, sí se soltó. De vez en cuando se interrumpía para preguntarle a Eulises Díaz algún detalle que había olvidado. Su marido detenía su oficio momentáneo de albañil novato y le añadía a la historia los remiendos que se le quedaban a la esposa.
Llegaron a Riohacha en 1990. Se habían venido de Barranquilla en busca de la ayuda que les ofreció un hermano que Eulises tiene en la Asociación de Artesanos de La Guajira. No tuvo más remedio que ponerse a ayudar al hermano en los menesteres de aquel quehacer de paciencia. María del Carmen Castaño también empezó a trabajar con otro cuñado suyo para poder levantar el sustento diario. Ambos, María y Eulises, soñaban con laborar juntos en un negocio propio. Ya tenían dos hijos para sostener y esa situación de incertidumbre los atormentaba todas las noches, cuando podían compartir, por fin, después de una larga jornada, las penas y desdichas de no tener nada.
Por eso, María del Carmen no olvida nunca el día aquel en que un hermano suyo le preguntó cuánto necesitaba ella para montar su negocito de artesana. "Préstame cien mil pesos", le respondió. Cogió 20 mil y armó la chacita en la curva de Hatonuevo, donde está la virgencita. Con el resto, surtió su casetica. Siempre al lado de su marido. Nunca les alcanzó para pagar el arriendo, ni la alimentación, ni el lavado de ropa. Donde vivíamos no nos dejaban lavar dizque porque se gastaba mucha agua", recuerda ella.
Decidieron volver a Riohacha. Después a Maicao. Nada: ni siquiera con ese trajinar de desespero pudieron encontrar asidero para sus penas. Regresaron, entonces, a Hatonuevo, donde la gente les había dado apoyo. Alguien le consiguió trabajo a Eulises en una empresa contratista de la mina de carbón del Cerrejón: la vida lo obligó a cambiar su querido oficio de artesano. O se quedaba con eso o volvía a su deambular estéril. Prefirió hacer un alto en el camino.
María del Carmen Castaño se quedaba todos los días, atendiendo su chacita, al lado de la virgen. Luchaba contra el calor inclemente, la brisa seca y el polvo atormentador. Ahí, tostada por el sol, esperaba a que el marido regresara de la mina para poder encontrar en él un apoyo moral. No sabía que Eulises también venía con el alma hecha pedazos porque no alcanzaba para pagar el arriendo.
Edgar Pérez, un vendedor de arepa’e huevo, que siempre pasaba por el negocito de María del Carmen a llevarle su ración diaria, empezó a sugerirle a la artesana que llevara sus papeles a una fundación que prestaba dinero a personas sin vida crediticia. "A cada rato me decía lo mismo: métete en esa Fundación que ahí te ayudan". Pero ella no quería. "Me daba miedo". Temía que uno de esos vendavales de invierno le destruyera la chaza. "Imagínate cómo quedaría yo: sin negocio y con la deuda".
Hasta que un día ella misma llamó a Edgar Pérez. Ya no soportaba más la incertidumbre de aquella vida de angustias. Eulises se había retirado de la empresa, después de 9 meses. María del Carmen decidió buscar ayuda. "Recuerdo que le dije a Edgar: ‘Ajá, cómo es la cosa esa de Fundicar; yo veo que todo el mundo habla bien de eso’. Metí los papeles y me salió el primer préstamo: 120 mil pesos".
Enseguida viajó a Maicao. Trajo de todo para su negocio. Él último préstamo fue de 700 mil pesos. Ahora tiene una casa grande alquilada. Su hija, Sugey Alcira, estudia en Barrancas. El menor, que lleva el mismo nombre del papá, estudia en Hatonuevo. Ya puede dormir tranquila. Se le cumplió el viejo sueño: Eulises y ella laboran en su propio negocio.
“Hay que decirlo: esa fundación ha sido una ayuda grandísima. En los primeros días me preguntaba si yo iba a ser capaz de corresponder con el préstamo: pero esa misma plata da para todo”, dice, mientras atiende un cliente casual.
Publicado en el periódico Fundicar, número 4, julio de 1995
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