Por John Acosta
Angie Carolina Ruiz soñó con tener una máquina de coser, desde que tenía cuatro años de edad y veía a su tío materno pedaleando la suya para darle forma a los pantalones que cosía. Vivía en el barrio Primero de Mayo, donde nació y creció. Hoy, cuando, finalmente, posee ese aparato eléctrico, recuerda con nostalgia al difunto sastre que, sin proponérselo, le inculcó a su sobrina el amor por la costura.
Obviamente, no fue fácil hacerse a lo que siempre añoró. Antes, tuvo que dedicarse a otro oficio que, si bien le gusta, no le apasiona tanto como el que ahora ejerce. Hizo un curso básico de Repostería en el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) y ahorró, como pudo, lo que le quedaba de la venta de los postres que hacía.
Carol, como le dicen por cariño en la invasión del barrio Villa Pascuala, donde tiene su casita de tabla, no la ha tenido fácil nunca. A los 18 años quedó embarazada de su primera hija y, ya preñada de su segunda, se mudó con su marido al lote donde hoy vive, separada ya del padre de sus hijas. Empezó cosiendo las falditas y las blusitas para su par de retoño en su máquina recién comprada; y cosía los moñitos que vendía en el barrio.Hoy es la líder de 10 mujeres (nueve cabezas de hogar y una casada) y un hombre, con quienes crearon el pequeño negocio «Esperanzas»: fabrican sandalias, lazos, pulsera y los venden puerta a puerta y através de las redes sociales. Todas trabajan debajo de la ceiba que está en el lote. Tienen ocho meses de estar laborando en grupo. «Y tenemos cuatro meses de estar legalizadas», dice ella con satisfacción; es decir, de haberse registrado en la Cámara de Comercio de Valledupar.
Ahora desean con ahínco algún otro impulso de incubadoras de emprendimientos. Eso y la amenaza constante de la acequia Las Mercedes, que cuando crece insiste en llevarse, son dos grandes retos que la trasnochan. Los superará, por supuesto, «con la ayuda de Dios», dice
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