El Chiche Maestre, un poco más joven |
Por
John Acosta
Más de 45 años después, recuerdo aquel momento como si
fuera ahora: el niño tocaba el acordeón en la tarima, mientras su hermano (o
primo hermano, no sé: eran iguales en todo caso) cantaba. El público delirante
aplaudía el coraje de aquellos infantes que le sacaban notas y sentimientos a
la caja, guacharaca y acordeón. Era, por su puesto, un espectáculo digno de
admirar por todos, que se desarrollaba en una media mañana del mes de julio,
que era cuando se realizaba el Festival Folclórico del Fique, en la muy amada
población de La Junta, allá en La Guajira indomable de Colombia. Yo presenciaba
ahí, entre el público, la gallardía en tarima de aquellos muchachos de mi edad.
Me evoco en pantaloncito corto, a pies descalzos y sin camisa, que era la única
manera como me le podía escapar de la casa a mi abuela sobreprotectora. Se
trataba del pequeño José Alfonso El Chiche Maestre y su conjunto, integrado por
niños de la vecina población de Patillal, en el departamento del Cesar, así sin
tilde en la e. Esa mañana, obviamente, me fui para la casa sin saludar
personalmente a los ídolos de mi edad porque los adultos se los llevaron,
seguramente a amenizar parrandas en sus patios traseros. Hubo de pasar más de
10 años para volverme a encontrar con El Chiche y hacernos amigos de
compincherías universitarias.
Sucedió en Bogotá, en la
fría capital del país. Por cosas del destino, ambos atinamos a caer en el mismo
grupo, de los tres que había en primer semestre de Comunicación Social y
Periodismo de la Universidad de La Sabana. Esa gélida mañana de principios de
agosto de 1984, todos los primíparos llegamos cumplidos: a las 7 de la mañana, ya
estaba lleno el salón 102 de la sede L, ubicada en la calle 70, entre carreras
11 y 12, del barrio Quinta Camacho, un sector de hermosas casas de estilo
inglés. El profesor de ese día hizo lo que hacen todos en la primera clase;
cada uno debió presentarse y ahí fue donde me di cuenta de que El Chiche
Maestre estaba entre mis más de 40 compañeros de curso. “Todo el mundo me dice
El Chiche; el que quiera, aquí puede llamarme así también”, dijo, después de
decir su nombre de pila. Por supuesto, nadie más lo llamó José Alfonso, ni
siquiera el más encopetado de los profesores cachacos.
El Chiche actual, la guitarra que lo ha acompañado durante toda su vida |
Desde entonces, El Chiche
amenizaba con su guitarra nuestras parrandas juveniles, que no eran pocas en
esa época de frenesí universitario. Recuerdo, muy especialmente, cuando él,
Julio César Bonilla (el negro grande de Buenaventura) y yo nos metíamos a la
sede O, donde había un hermoso piano en el primer piso. El Chiche interpretaba
en él las hermosas canciones vallenatas de su autoría, que, ya para entonces,
el mundo musical empezaba a conocer. Creo que en esas jornadas apacibles fue en
donde Julio César aprendió a querer el vallenato, junto con la música que se
escucha en su tierra, la salsa.
En una ocasión, fuimos El
Chiche, Julio César y yo a la grabación del, en ese entonces, famoso Show de
Jimmy. Llegamos a los estudios de Inravisión de la Avenida El Dorado, tipo seis
de la tarde. Había un concurso de talentos musicales y El Chiche aspiraba a
quedarse con el primer lugar. Salimos después de las nueve de la noche, sin
haber podido participar en la grabación porque algunos problemas técnicos
impidieron grabar el programa completo en esa oportunidad. Fueron más de tres
horas desesperantes, en las que conocimos las distintas facetas del famoso
personaje de la televisión colombiana: no podíamos entender cómo vociferaba
cosas a la gente de producción y, al segundo, apenas reiniciaba la grabación,
cambiaba intempestivamente de actitud y seguía hablando sonriente, como si instantes
antes no hubiese estado gritando de ira. Lo que sí compartíamos esa noche con
Jimmy Salcedo era la admiración por la hermosa modelo de su programa, a la que
él no perdía oportunidad para galantearle.
Jimmy Salcedo: esa primera vez no se pudo |
El Chiche decidió retirarse
de la carrera que estudiábamos. “Lo mío es la música, viejo John”, me dijo esa
vez. Habíamos terminado el tercer semestre y nos perdimos entre los vericuetos
de la vida: él triunfando con sus canciones y yo arañándole a la vida la posibilidad
de ser un profesional. El destino nos dio, a partir de entonces, encuentros
esporádicos que nosotros aprovechábamos para ponernos al día sobre los avatares
de nuestro trasegar por este mundo. En 1991 entré a trabajar al diario El
Heraldo, de Barranquilla, como redactor de la página política, sin haberme
graduado aún. Y, estando allí, en dos ocasiones llegó El Chiche a que la
redactora de la página de farándula le promoviera su programa de televisión en
el canal regional TeleCaribe.
Después de esa fugaz
experiencia mía en El Heraldo, no volví a saber de este afanado compositor de
canciones vallenatas, sino a través de sus exitosas melodías que le grababan
los más prestigiosos intérpretes de este género musical. Una tarde, el colega
Anuar Saad y yo veníamos de las minas carboníferas de Cerrejón y decidimos
pasar por La Junta, mi pueblo. En medio día siguiente, nos fuimos para
Valledupar, vía Carrizal (la finca del difunto Diomedes Díaz)-Patillal. Y,
cuando íbamos por esta población, tuve la grata sorpresa de encontrarme con El
Chiche, que conversaba animadamente con unos coterráneos suyos, amparados por
la sombra de un frondoso palo de mango. No perdimos la feliz oportunidad para ponernos
al día, después de mucho tiempo, sobre los quehaceres de nuestras vidas.
Los grados del colegio Gimnasio del Norte, de Valledupar, en 2014 |
Hace cuatro años, un paisano
y amigo de infancia me invitó al grado de secundaria de su hija menor, que es
mi ahijada. El evento se llevó a cabo en el Club Valledupar de la capital
mundial del vallenato. Iba yo caminando entre el enjambre de mesas al aire
libre, ocupadas por los padres, tíos, hermanos orgullosos y bachilleres felices,
cuando sentí el grito familiar e inconfundible del compañero perdido: era El
Chiche, con su barriga prominente y sus entradas pronunciadas en la frente,
pero con su espíritu intacto. Un hijo suyo también se graduó esa noche. Entre
los artistas musicales que animaban esa jornada de jolgorio, estaba El Caballero
del vallenato, Peter Manjarrés. En la mitad de su presentación, Peter insistió
en que El Chiche se subiera a la tarima. Al ver que la gente lo aclamaba, José
Alfonso El Chiche Maestre subió e interpretó con el alma, como lo suele hacer
siempre, muchos de sus éxitos, en una velada inolvidable para todos.
No lo he vuelto a ver desde
esa vez, pero tengo la certeza de que la próxima oportunidad no está muy lejos.
Y debe ser esta vez en La Junta para entablar la conversación que no pudimos la
primera vez que lo vi tocar acordeón en ese pueblo del alma, mientras yo
soportaba la arena caliente que me quemaba la planta de mis pies descalzos.
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