Por John Acosta
Reconoce que tiene un espíritu aventurero
capaz de emprender las empresas más locas y salir airoso de ellas. Así recorrió
al país palmo a palmo cuando era miembro de la Asociación de Artesanos del
Atlántico, pero nunca pudo contra la nostalgia visceral que le carcomía el alma
cada vez que estaba lejos de su casa: le tocaba regresar a su tierra, dejando
atrás la gloria que empezaba a sonreírle en regiones lejanas para atender el
llamado de la mamitis aguda que le azotaba el corazón. De modo que tuvo que
terminar claudicando sus deseos de conocer el mundo para montar su negocio de
muebles en Barranquilla a mediados de los años 70.
Le iba bien. Pero unos tíos que viven en
Riohacha lo convencieron para que se viniera a la capital guajira a explorar
una plaza que estaba virgen en ese negocio. Cualquiera que conozca su afición
por la aventura, sabe de sobra que aquellos tíos no tuvieron que valerse de
tantas argucias para hacer que el sobrino dejara a su natal Barranquilla.
Carlos Alcalá llegó a Riohacha en septiembre
de 1994 y comenzó vendiendo cosas pequeñas, como mesas para equipo de sonido y
televisores y camas individuales, en un garaje que le alquilaron. Le tocó duro
porque las herramientas de trabajo las había dejado en Barranquilla y, para
hacer los muebles que le encargaban, tomaba las medidas en Riohacha, cortaba
los materiales en la capital del Atlántico y traía las piezas para armarlas en
La Guajira.
Empezó con dos trabajadores a quienes les
agradece el haber soportado con él las penurias de un comienzo. Del garaje pasaron
a un local más grande para exhibir los productos y alquilaron una casa para el
taller. El piso de la casa estaba un metro por debajo del nivel de la calle y
cuando llovía, se inundaba. Entonces Carlos y sus empleados debían correr, con
el agua hasta la rodilla, a tapar la madera con plástico para que no se mojara
y sacar la maquinaria para trabajar en la mitad de la calle mientras los otros
achicaban a punta de baldados de agua.
Duraron en esa casa los dos meses de
invierno. Encontraron otra más amplia y segura. Y cuando creyeron que habían solucionado
el problema, la dueña los sorprendió con un nuevo aumento de arriendo que
Carlos no estaba en capacidad de pagar. Le tocó buscar otro lugar que resultó
peor que el primero porque se inundaba más. Pero la Divina Providencia no lo
abandonó tampoco en aquella oportunidad.
La dueña de aquella segunda casa, la
amplia y segura a la que no le entraba una sola gota de agua, no encontró a
nadie que le pagara lo que ella exigía y le tocó volvérsela a arrendar a Carlos
Alcalá por el precio inicial.
Cuando se llega al local espacioso donde
queda la fábrica de muebles Jecar, diagonal a la terminal de transportes, el
cliente se topa con una señora amable y cordial que a primera vista da la
impresión de ser una experimentada empleada. Y hasta cualquier hombre se
puede permitir el atrevimiento de "lanzarle
una flor" antes de salir del error:
Eris Ayala es la esposa de Carlos,
que se vino de Barranquilla a ayudar a su marido.
"Tengo un socio, Jesús Amaya, al que
le digo socio anónimo porque casi no se aparece por aquí: sus otras ocupaciones
no le dan espacio para nada más", advierte Carlos.
Ya con el taller, ubicado en esta segunda
casa, Carlos Alcalá sintió la necesidad de más plata para ampliar su negocio. Surgió,
de inmediato, el impedimento: no tenía cómo justificarle a los bancos que él
podría pagar el crédito. "Entonces, una amiga me habló de una fundación
que, en La Guajira, prestaba dinero a personas independientes como yo y me acerqué
allá. Hice el curso de Microempresas y me hicieron un primer préstamo por
cuatro millones de pesos".
Compré una máquina para hacer figuras
decorativas sobre la madera. "Y el resto, me lo gasté en material",
dice. Ahora tiene toda su maquinaria en Riohacha. Atrás quedaron las penurias
del principio. "Ahora estoy trabajando, con la asesoría de esa fundación,
en la organización de una Asociación de Microempresarios de Riohacha".
Este Contador Público, egresado de la Universidad
Autónoma del Caribe, está feliz con su oficio. "Me va bien porque estamos
en capacidad de hacer el trabajo en madera que quiera el cliente". Ahora
sí parece que el espíritu de aventurero pudo más que la nostalgia visceral que
lo atormentaba: Carlos está amañado en Riohacha y uno se queda en donde lo
tratan como Dios manda.
Publicado en el periódico Fundicar, número 8,
diciembre de 1996
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