Por John Acosta
Rosa Edith González está loca por
comprarse una fileteadora. Su pasión por la modistería no se le apareció de
improviso. Por el contrario: todavía recuerda cuando llegaba de la escuela
pública con su uniforme de cuadros y su bolso kaki cargado de cuadernos rayados
de 100 hojas, y, al entrar a la casa, la primera imagen con que se topaba era
la de su madre refunfuñando con su vieja máquina de coser.
"Ven a ensartarme esta aguja, que ya yo ni veo", le decía la mamá. Entonces, Rosa Edith colocaba sus libros sobre la
mesa que estaba en la sala y que servía de comedor. Se acercaba, sudorosa todavía, hasta donde estaba la madre, cortaba
con la tijera la punta deshilachada del hilo, lo humedecía con la lengua
y lo introducía por el huequito de la aguja. Después, se retiraba al aposento a quitarse el
uniforme, no sin antes desahogarse con su vieja el sofoco de media hora de
camino bajo el sol de las doce, asestándole la estocada certera: "Ni
siquiera lo dejan llegar bien a uno cuando ya le están poniendo oficio",
le decía.
Al terminar las labores domésticas que
como mujer le correspondían, Rosa Edith realizaba sus tareas escolares en la
mesa de la sala, en medio del ruido de la vieja "Singer" de su madre.
Tanta cercanía con el arte de la costura tenía que terminar llevándola a
ella a ganarse la vida, sentada frente a una máquina de coser. Eran cinco
hermanos. Y, de las tres mujeres, Rosa Edith fue la única que se dedicó a la modistería.
Empezó desde muy temprano. No había cumplido
los doce, cuando ya hacía los vestiditos de sus muñecas. "Desde entonces,
mi pensamiento ha sido siempre el de coser", diría después. Y sus
juguetes lucían tan elegantes que sus inocentes amiguitas de pilatunas querían
vestir los suyos de la misma forma. Sin proponérselo, Rosa Edith González hizo
sus pinitos en modistería
vendiendo ropita para las muñecas de sus compañeras de aventuras infantiles.
Hasta que, el pasar del tiempo, la obligó a descubrirse a sí misma como una
mujer hecha y derecha: no más chismecitos de plásticos ni muñequitas de trapo. La escuela, incluso, ya era
cosa de su pasado reciente. Tuvo que pasar de hacer vestiditos de juguetes a
remendar la ropa de la casa. Pegar una cremallera, cambiar la manga de una
camisa y hacer ojales, se fueron convirtiendo en oficios cotidianos. Ella los
hacía con la misma dedicación con que encontraba a su madre cosiendo cuando
venía sofocada de la escuela pública.
Cuando quiso cumplir
los quince, ya Rosa Edith cosía ropa ajena por encargo.
"Me dedicaba más a la sastrería",
contaría después. Por esa época, en Villanueva, su tierra natal, ubicada en el sur del
departamento de La Guajira, no se cosía sobre medida sino mediante muestra. O mejor, la medida se
hacía por muestra. Nadie sabía cortar guiándose con los datos precisos de un
metro: el cliente interesado tenía que escoger de su baúl la prenda de vestir
que mejor le quedaba y que conservaba allí con bolitas de naftalina para lucirla sólo en ocasiones
especiales; entonces, la llevaba como muestra para que el sastre o la modista cortara la
tela de acuerdo con el traje que le habían llevado.
Rosa Edith González no
estuvo ajena a los requerimientos artesanales de la época. Pero tampoco se
dejó llevar por la euforia cuando llegaron a Villanueva los primeros
profesionales a dictar charlas sobre sastrería. Eran personas del interior del país que se ponían rojos como el camarón con
el calor de la Costa y traían manuales para enseñar. Rosa Edith nunca ha hecho
un curso de nada. "Ni siquiera de modistería", dice orgullosa.
Mientras los demás aprendieron a coser con metro mediante la tutoría de los
recién llegados, "yo aprendí sin curso".
Todo lo hacía en la vieja "Singer" que
heredó de su madre. Hasta que en 1963 compró su primera máquina de coser. La sacó
fiada en el almacén del difunto Rafael Amaya y se la pagó a punta de letras
mensuales. "La verdad, es que la misma máquina se fue pagando sola. Era un
aparato sencillo. Después de pagarla, quise tener una superior", cuenta
sonriente.
Tuvo dos más. Sin embargo, no se había propuesto
antes montar un taller por tenerle miedo al compromiso. De modo que cuando
compraba la máquina nueva, le regalaba la vieja a las sobrinas. Ahora está
arrepentida: "Es que sueño con tener mi tallercito para descansar un poco".
Ahora, Rosa Edith está loca por comprarse una
fileteadora. "Siempre ha tenido esa ilusión". Lo que pasa es que
antes, con los hijos pequeños, tenía mucho gasto y no le quedaba oportunidad.
Le tocaba posponer cada rato la realización de ese viejo anhelo. "Algún
día será", se decía.
"Entonces me dijeron que aquí, a Villanueva
había llegado una fundación que le prestaba a gente que no tenía acceso a los
bancos". Primero fue con una sobrina para hacer la solicitud del préstamo.
"Pero no nos aceptaron en un mismo grupo porque éramos familiares".
No se amilanó. A los tres días se presentó con dos amigas: Tere, que tiene una
tienda, y Adela, que es mercadora. Su primer crédito fue de 150 mil pesos.
"Y pienso seguir hasta montar mi
taller". Ya sus cinco hijos son adultos; tuvo los mismos que su mamá: tres
mujeres y dos hombres. "Y ya estoy haciendo las diligencias para sacar mi
fileteadora". La tendrá, sin duda.
Publicada en el periódico Fundicar, número 7,
julio de 1996
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