Por John Acosta
Isidro Antonio Romero Suárez tenía 12 años cuando se le ocurrió manejar un carro por primera vez en su vida. Su padre había cambiado la finquita de la familia por un viejo "volkswagen". Y el pequeño Isidro Antonio se levantaba todas las mañanas con las ansias de ver aquel aparato desafiante. Hasta que no aguantó más: convidó a su hermanito, Cenón José, que siempre lo acompañaba con admiración de niño en todas sus actividades, y arrancó en el automóvil sin más lecciones que las que le robaba en silencio al viejo Antonio Romero, cuando el hombre sacaba a pasear a sus dos hijos. Isidro Antonio y Cenón José pasearon felices por las polvorientas calles de El Molino. Cuando regresaron al hogar, el mayor de los hermanos descubrió en una puerta delantera del carro el rayón fatal.
Isidro Antonio Romero Suárez tenía 12 años cuando se le ocurrió manejar un carro por primera vez en su vida. Su padre había cambiado la finquita de la familia por un viejo "volkswagen". Y el pequeño Isidro Antonio se levantaba todas las mañanas con las ansias de ver aquel aparato desafiante. Hasta que no aguantó más: convidó a su hermanito, Cenón José, que siempre lo acompañaba con admiración de niño en todas sus actividades, y arrancó en el automóvil sin más lecciones que las que le robaba en silencio al viejo Antonio Romero, cuando el hombre sacaba a pasear a sus dos hijos. Isidro Antonio y Cenón José pasearon felices por las polvorientas calles de El Molino. Cuando regresaron al hogar, el mayor de los hermanos descubrió en una puerta delantera del carro el rayón fatal.
Nunca supo cómo sucedió.
Lo único que se le ocurrió al intrépido muchacho fue ir en el automóvil a buscar al papá para que el viejo Antonio, maravillado de ver a su hijo conduciendo el carro de la casa, pasara por alto el rayón que tenía el vehículo al lado izquierdo. Estuvo a punto de salirle bien la táctica al pequeño Isidro Antonio, de no haber sido porque el "volkswagen" se apagó a doscientos metros de la meta.
A esa distancia, Isidro Antonio alcanzó a ver el gesto de satisfacción que puso su padre al descubrir que el hijo ya conducía. Pero el automóvil no aguantó el ajetreo de una subida que llevaba a la Serranía del Perijá y se apagó en el sitio menos indicado de la trocha en construcción. La carretera era un camino angosto que tenía a un lado la pared de la montaña recién cortada y al otro, el abismo. De modo que no cabía sino un solo carro y no se podía dar la vuelta para el regreso.
El viejo Antonio Romero tuvo que pensar en todo eso en cuestión de segundos porque Isidro Antonio vio, desde los doscientos metros, cómo el gesto de alegría de su padre se convirtió en una cara de angustia. Tuvieron que empujar el carro hasta donde pudieron darle la vuelta para que prendiera de bajada. El cansancio iba haciendo estragos en la humanidad del papá hasta que explotó su ira en una retahíla de palabras que el pequeño Isidro Antonio escuchó con la convicción de que ese era el castigo merecido por su osadía.
Si algo le quedó claro al viejo Antonio Romero de aquel desafortunado episodio, fue que a su automóvil había que repararlo para que tuviera más fuerza.
Isidro Antonio participó en aquellas jornadas de mecánica sin pensar que esa primera experiencia lo llevaría, mucho tiempo después, a fabricar su propio carro.
Al terminar el bachillerato, en medio de la lidia permanente con los sucesivos carros que tuvo su padre, Isidro Antonio emigró hacia el vecino país de Venezuela. Tuvo la suerte de trabajar con una compañía siderúrgica que lo envió a unos cursos de electricidad. Duró año y medio atragantado por la nostalgia en un país diferente al suyo. Regresó a su tierra.
Después de estar un año sin trabajo, la empresa Morrison-Knudsen, que construyó el complejo carbonífero de Cerrejón, lo contrató para trabajar en Puerto Bolívar, allá en la alta y desértica Guajira colombiana. También estuvo en el área de la mina, donde participó en el montaje de taladros, grúas y palas.
En 1985 se le cumplió otro de los grandes objetivos de la época: ingresar a Intercor, empresa filial de la Exxon-Mobil que operaba la mina a cielo abierto de Cerrejón. "Desde cuando entré a Intercor, me he propuesto trabajar como si estuviera siempre en los dos meses de prueba", contaría después, sentado en una de las sillas del carro que él mismo fabricó en sus días de descanso.
Su condición de hombre hogareño le despertó el espíritu creativo que dormía en él desde el día en que se atrevió a manejar un carro por primera vez en su vida. Y esa actividad artística puede apreciarse en las obras suyas regadas en todos los rincones de la casa que comparte con su esposa Nulvis Díaz: desde una antena parabólica y un kiosko, en donde nadie creía que habría espacio para construirlo, hasta la que lo hace sentir más orgulloso de todas: un carro.
Ya le había fabricado uno a sus pequeñas hijas con el motor de una motocicleta FZ 50. Pero su conciencia en seguridad, adquirida después de años de trabajo en Intercor, le hicieron desistir de la idea de que sus muchachitas salieran en él. "Decidí hacer un carro que yo pudiera conducir y en el que mis hijas me acompañaran". Le pidió a su hermano Cenón José, quien también trabaja en Intercor, que lo acompañara en esa otra locura posible. Y compró pieza por pieza en los almacenes de San Juan del Cesar, donde hoy reside, y Valledupar.
Adaptó un motor de Renault 5 que legalizó en la época del presidente Belisario Betancur y un radiador de Chevette. "Yo no miro a mi carro como una miscelánea de marcas", dice orgulloso.
Tiene razón. Acondicionó de tal forma las dos o tres piezas de otras marcas que quedaron irreconocibles. Duró dos años y medio metido de lleno en su empeño. "Trabajaba en el descanso intermedio. Dormía el primer día y ponía manos a la obra". Hasta cuando pudo andar en el carro que él mismo fabricó.
Isidro Antonio Romero Suárez fue a Valledupar a sacarle el seguro a su carro. Cuando la joven encargada de tomar los datos le preguntó por la marca, Isidro no supo qué decir. Se puso amarillo. Entonces, en cuestiones de segundo, la Divina Providencia lo iluminó y él pudo recordar el apellido de su abuelo, un holandés que había llegado a la región con dos misiones: traer máquinas de coser "Singer" y tener hijos con cuanta jovencita se le atravesara. El viejo Antonio Romero fue uno de los retoños del europeo que tuvo que ser bautizado con el apellido de su madre.
El día en que Isidro Antonio fue a asegurar su carro recordó el apellido de su abuelo paterno. Y quiso rescatarlo para que no se perdiera en las laderas inciertas del olvido. Por eso, le respondió a la jovencita de la aseguradora con aquella palabra, extraña para muchos pero conocida para él. "Marca Jooth", dijo.
La jovencita empezó a buscar afanosamente en un libro de marcas que tenía sobre el escritorio. Isidro Antonio notó la búsqueda inútil de aquel nombre desconocido y quiso ayudar. "Señorita, ¿qué busca?", le preguntó varias veces. La mujer le respondía siempre lo mismo: "Tranquilo, señor, que lo estoy atendiendo". Hasta que llegó al final de la última hoja de aquel manual y miró a Isidro Antonio con la impotencia de quien no puede hacer nada.
"Lo siento: la marca de su vehículo no está autorizada en Colombia", le dijo. No pudo asegurar su automóvil.
Todavía espera ansioso la respuesta positiva del Instituto Nacional de Transporte a una solicitud que envió a través de la Inspección de Tránsito de La Paz, Cesar. Pero no puede evitarlo: cada vez que se sienta en la silla de su vehículo recuerda enseguida el día aquel en que tuvo el atrevimiento de manejar un carro por primera vez en su vida.
Publicado en la revista Intercor 60 Días, número 14, noviembre de 1995
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