Por John Acosta
Por eso, siempre van a la granja. El tío Efraín es el que más trabaja la tierra. El pequeño Jean Carlos lo ve desde la sombra de un palo de corazón fino. Así, con sus pantaloncitos cortos, sus costillas al aire y sus pies descalzos, Jean Carlos acompaña a Teresa Ipuana, su madre, cuando en las tardes ella pasa por los cultivos y arranca un tallo de cebolla larga o una berenjena o un ají, en fin, lo que está dispuesto para la comida de la noche.
En la ranchería Aulaulia, todos los sembrados están bonitos. El único problema que deben afrontar es el de los pájaros ociosos: no pueden ver que un pimentón está rojo porque vuelan a comérselo. Alexandra Navarrete, coordinadora del programa de ayuda a los indígenas de la fundación que hace préstamos a estas comunidades indígenas, espera solucionarlo con un gavilán disecado que pondrá en la mitad de la huerta. Con los ajíes no se meten: las aves le tienen pánico al picante.
Al pequeño Jean Carlos le fascina la berenjena. Por eso, tan pronto su madre arranca una, él se la quita de las manos y la aprieta contra su pechito. Se mantiene con ella así durante todo el recorrido por la granja. Al regreso, siempre encuentran a alguna niña de la ranchería llenando los cántaros en la "llave" que está cerca al molino de viento. Entonces, Jean Carlos corre hacia allá con su hortaliza abrazada, se mete en el chorrro y la lava dichoso.
La yuca ya casi está de arranque. Ha crecido rápido. Y el fríjol, el tomate, la col, los melones, la patilla: todo. En Aulaulia ha llovido bastante. Incluso, Efraín y Gilberto tienen que estar limpiando a pala la maleza que va naciendo. En el verano, los cultivos aguantaron a punta de reguío. Ellos comprobaron la eficiencia del sistema que les construyó la fundación
Jean Carlos está creciendo sano. La dieta alimenticia ha cambiado en Aulaulia. Y en Orroko, en Santa Ana, en Majayulumana, en fin, en todas las otras rancherías en donde han levantado granjas comunitarias. La etnia wayuu de estas rancherías ha mejorado bastante su sistema alimenticio.
Ya no toman sólo leche de cabra ni comen únicamente carne de chivo con arroz traído de Maicao. Teresa ha notado un cambio en el semblante de sus hijos. La niña que recoge el agua en la "llave", cerca al molino, nota que ese líquido es diferente al que antes tomaban en los jagüeyes. Ahora es diáfano, puro: brota del corazón de la tierra. En cambio, el de los jagüeyes es salobre, con un color amarillento, le cae todo el polvo que levanta la brisa constante de estos parajes desérticos y los burros, cabras y caballos se orinan en ellos.
La niña llena sus cántaros, los amarra en los cachos de la angarilla y echa el burro por delante. Jean Carlos corre mojado a alcanzar a su madre que, junto con Gilberto, su marido, van a casa.
El niño lleva su berenjena entre manos. Aulaulia, sin duda, es otra.
Publicado en el periódico Fundicar, número 4, julio de 1995
Qué manera tan amena de presentar una noticia acronicada profe. Un abrazoo
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