Álvaro Morales, en su canoa metálica |
Esa mañana no estuvo buena. Hubiera podido ser peor: por ejemplo, irse con un solo pasajero, cuando a la enorme canoa metálica le caben de 20 a 25 viajeros. Ese sábado de octubre, apenas iban tres, pero el viaje se hubiera podido salvar si no hubiese pasado nada en el recorrido; sin embargo, pasó. Álvaro Morales Arciniegas había recibido la llamada de su hermano, que era el presidente de la Asociación de Transportadores Fluviales de Chimichagua (municipio del Cesar) a las 7:20 de la mañana. “Compa, póngase pilas que estos tres pasajeros quieren irse conmigo y usted sabe que yo no los puedo llevar en la chalupa del hospital”, escuchó del otro lado. Álvaro estaba en su casa y lo llamaban desde el puerto. Tenía el turno ese día y no podía arrancar tan tarde.
El presidente arrancó a las 7:30 de la mañana con las dos enfermeras, la comunicadora del centro hospitalario y las neveras de icopor cargadas de vacunas. Iban a apoyar al personal de salud del corregimiento de Saloa, donde también se llevaba a cabo la octava jornada de vacunación contra el papiloma humano, convocada por el gobierno nacional. En el puerto quedaron el Defensor del Pueblo del área, la docente que iba a pasar el fin de semana con su abuela y el periodista que iba a verificar una denuncia ciudadana en Saloa.
Primero fue pescadorÁlvaro Morales Arciniegas nació en el municipio de El Paso en 1965, pero se lo llevaron a Chimichagua de unos ocho años. Allá vivió con ‘Dago’ (Dagoberto), su padastro, que era pescador, y su mamá. Y el pequeño Álvaro empezó a aprender el arte de la pesca con el marido de su vieja. Al poco tiempo, su abuela paterna (“ella tenía maneras”, dice él ahora) se lo llevó al municipio de Chiriguaná, donde vivía, para que estudiara y fuera un hombre de bien; no obstante, el destino se empecinó en atravesásele en su vía: tuvo que regresar a donde ‘Dago’ dejó sola a su madre con sus nuevos hermanitos. El padrastro se fue para Venezuela a buscar mejor vida.
La abuela paterna no tuvo otra opción distinta que apoyar la firme decisión del nieto de tirar su buen futuro por la borda y retroceder para velar por su familia. “Es una buena causa”, le dijo la anciana entre lágrimas; obviamente, se puso a hacer lo que su padrastro le enseñó: pescar. “No había más nada”, le dice ahora a La Calle. No tenía canoa y debía alquilarla para poder usar la primera atarraya que tuvo, que se la tejió su mamá. Buscó un socio: “él ponía la gasolina y yo, la canoa”.
Pintaba un viaje bueno
El puerto de Chimichagua |
‘Dago’ regresó
Otra vista del puerto de Chimichagua |
Pasa a viaje malo
Los primeros matojos grandes de taruya aparecieron y Álvaro Morales maniobraba ‘La Bendición de Dios’ para sacarles el zigzag con su experiencia de lanchero, pero esos islotes movedizos ya presagiaban un mal viaje: cada vez se hacía más difícil sacarle el lance a los inmensos tapones que la brisa rodaba sobre la Ciénaga Grande de Zapatosa. “Tenía como dos o tres semanas que no jodían”, les dijo a sus tres pasajeros. Hata tuvo que detenerse por unos minutos para esperar que el mismo viento le abriera paso. Aprovechó para caminar sobre la taruya. Y le entró una llamada a su celular. “Voy por Los Placeres”, le dijo a su interlocutor. Prosiguió con el motor apagado para que la hélice no se enredara con la maleza de los matojos. Y empujó a ‘La Bendición de Dios’ con su remo. “Tenemos que ir por los del hospital: están varados más adelante”, advirtió a sus acompañantes.
Encontraron la lancha del hospital entre el brusquero verde. ‘La Bendición de Dios’ la empujó un rato hasta que decidieron que el personal de salud pasara a la canoa metálica: llegaron a Saloa a las 10:00 de la mañana. El personal de vacunación se echó dos horas y media y Álvaro, hora y media, en un viaje que, en condiciones normales, es de 30 minutos.
Publicada en el Semanario La calle el martes 5 de noviembre de 2024
Excelente historia, no la conocía. Gracias
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