Por John Acosta
Aún recuerdo cuando esta casa era de barro. En la misma época en que mi madre bajaba al río con la ponchera de ropa sucia en la cabeza. Los niños correteábamos divertidos en las playas del riachuelo, mientras las viejas se comentaban los últimos chismes del pueblo, sentadas cada una en su piedra de lavar.
Era la casa sola, íntima. Con las puertas abiertas, como todas las del caserío, pero con el misterio familiar resguardado en sus cuatro paredes. No había baños, y teníamos que ir a defecar a la orilla del río, amparados por el abrigo clandestino de las gigantescas piedras. Armados, eso sí, de garrotes para espantar a los puercos callejeros y hambrientos que insistían en devorar nuestros desperdicios sin haber terminado todavía de expulsarlos.
El frente de la vivienda permanecía constantemente lleno de burros que buscaban refugio en la sombra de los mangos. Mis hermanitos y yo nos montábamos para pasear contentos por los alrededores.
La casa era, entonces, cuatro paredes de barro con techo de paja. En el centro había un tabique de madera que la dividía en dos: la sala, donde había una mesa con sus patas clavadas al piso sin cemento, y el aposento, donde dormíamos mis cuatro hermanos y yo, junto con mi papá y mi mamá.
Pero la llegada de un hombre alto, negro y con un perturbador olor a agua de colonia cambió el sentido de las cosas en mi casa. Era un sacamuelas que recorría los pueblos vecinos visitando casa por casa con un maletín de cuero en las manos.
El hombre me examinaba la boca en la mitad del patio y bajo los rayos solares para que la claridad le permitiera ver mejor mi dentadura. Mi mamá estaba a la expectativa, parada al lado del asiento de cuero donde yo estaba sentada. Sin querer, ella le echó una mirada al pocillo vacío que tenía en sus manos, donde el dentista había tomado café.
- A usted se le extravió su reloj de pulsera hace tres días. Vaya a Pueblo Nuevo, a una casa amarilla con ventanas verdes. Usted se lo quitó para lavarse las manos y lo dejó olvidado. Allá se lo tienen guardado - dijo como si su voz proviniera de un espíritu poderoso.
El hombre se lo agradeció sinceramente. No cobró por sus servicios. Y se fue para siempre de este pueblo. Pero a los dos días llegó a nuestro rancho un campero desconocido. Los burros se espantaron con el ruido del motor. Se alejaron de los mangos para no volver más, pues en adelante permaneció el frente lleno de carros. Un señor bajito y barrigón se bajó del vehículo. Cerró la puerta con cierta parsimonia. Miró las casas de su alrededor, llenas de curiosos asomados en las ventanas. Caminó lento hasta pararse en la puerta de la calle.
- ¿Es aquí donde vive Dora, la que echa la suerte? -preguntó.
Yo estaba debajo de la enramada que hay en el fondo del patio trasero lavando los platos del almuerzo. Mi papá estaba sentado en el suelo, bajo la sombra de los mangos, limpiándose los dientes con una cerda que le quitó a la escoba de barrer los cagajones de los burros que sombreaban frente a la casa. Las únicas personas que habían en la sala eran mi mamá y mis dos hermanos menores. Ella tejía una mochila de fique con su paciencia infinita. Ellos dormían sobre el piso, chupándose el meñique de la mano derecha.
Mamá le dio una taza de café al señor. Y se lo llevó para la cocina de tablas. Yo, rodeada por la curiosidad de los 15 años de edad, me acerqué con cuidado. Asomada por una hendidura, me di cuenta de todo. "No, no lo bote. Tiene que tomárselo todo", le dijo ella. El le explicó que había venido porque le robaron un ganado y quería saber quién y dónde lo tenía.
Mi madre cogió entonces el pocillo vacío. Lo movía con cuidado ante la mirada expectante del señor. El viejo tenía el rostro bañado en sudor. Sus piernas cortas y encorvadas temblaban por los nervios. Ella analizó las figuras formadas en la taza por la gota de café. Miró al hombre de pies a cabeza.
- Mentiras, a usted no le han robado nada. El señor viene porque su esposa se fue de la casa hace una semana. Pero no se preocupe: su señora está en donde los suegros esperando que el marido vaya por ella -le dijo.
Él sacó un fajo de billetes y se lo entregó a mi vieja. Se fue feliz en su campero. Pronto se vio la casa llena de gente que venía de todos los rincones del país para saber cuál era su suerte. Maridos desilusionados, jovencitas enamoradas, empresarios arruinados, profesionales frustrados, políticos ansiosos. Mi mamá no sólo cobraba el servicio sino también la taza de café.
Una señora agradecida, que había perdido a su hijo de cinco años hacía dos días, regresó a la tarde siguiente después de haber encontrado a su pequeño, aún vivo, en el fondo de un excusado. Le dio a mi vieja tres vacas recién paridas. Atrás quedaron los tiempos aquellos en que mi madre, por celos infundados, le quemó la cara al viejo con una plancha caliente.
Llegaron los albañiles a tumbar la casa de barro. Hicieron tres alcobas, comedor y cocina. Trajeron muebles nuevos y bonitos cuadros para adornar la sala. Construyeron un restaurante, pues mi mamá no echaba la suerte hasta después del almuerzo. Y nos hicieron cambiar la tranquilidad y complicidad del monte por el frío atormentador de la taza del inodoro.
Un reportaje muy particular, ya que hoy día, las personas que se dedican o dicen echar la suerte o decirle cosas a sus clientes para el mejoramiento de sus vidas o sus relaciones amorosas, no se dedican a leer el café, si no el tabaco, los caracoles, y muchos hasta dicen que se les meten espíritus ya muertos y escriben es libretas todo lo que el cliente va preguntando, las cartas y un sin número de objetos que dicen ellos poder hacer cosas de este mundo, por eso este reportaje es algo significativo para este área en particular porque genera desde otro punto de vista la visión que hay de este tipo de personas.
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