9 ago 2011

Historia triste de un carnaval feliz

Mauricio Laverde estaba feliz. A esa hora del día tenía ya el triunfo asegurado. Y apenas había gastado la mitad de los millones que su familia recaudó para tal fin. La otra mitad era suya: ganaba por partida doble. De modo que tenía razones suficientes para sentirse el hombre más dichoso del universo. A los 26 años, se perfilaba como el primer alcalde de su municipio, la segunda ciudad en importancia de esa provincia caribeña, electo por voto popular.


Sentado en su oficina política, improvisada debajo de un palo de mango de la plaza Simón Bolívar, Mauricio Laverde dirigía los detalles de su victoria. Ahí estaba el epicentro de su circo. El núcleo de su carnavalada. El corazón de su fiesta grotesca. Las mujeres, con sus domingueros vestidos de flores, hacían cola frente a las canecas llenas de guarapo. Ya habían votado: tenían derecho a una camiseta con la foto del candidato, a un vaso de jugo fermentado y a una tarjetita para que fueran al patio trasero de la casa de Mauricio Laverde a reclamar un plato de sancocho de chivo. Mil camisetas repartidas, significaban igual cantidad de votos seguros.

Los hombres mostraban su índice de la mano derecha, sucio de tinta roja, para probar que habían votado y que, por consiguiente, tenían derecho a su botella de ron. "Recuerden: una botella por dos votos", gritaba el encargado de repartir el licor a la gente que se agolpaba al frente suyo.
- Doctor, ya llegó el camión con los indios de la Sierra - dijo uno de los capitanes de mesa.
- Y qué esperan, carajo. Corran a recibirlos, antes de que los gavilanes al mando de Francisco y de Antonio los cojan para ellos - respondió Mauricio Laverde. Se refería a los otros dos candidatos, por supuesto.

Sudaba a borbotones. Miró hacia su casa, al otro lado de la placita, y vio a su padre sentado en una
mecedora, amparado en la sombra del balcón colonial. El viejo Álvaro Laverde, el terrateniente más rico de la región, senador de la República desde hacía 30 años, miraba orgulloso el desarrollo de las elecciones. "Este muchacho va a ser mejor político que yo", le gritó a su mujer. "Yo no sé qué sacan con ganar esas cosas gastando esa cantidad de plata", le contestó ella desde la alcoba. "Es la mejor inversión que existe, mujer. Pero qué vas a saber tú de esas vainas".

También él, como su hijo, estaba satisfecho. Cuando lanzó la candidatura de su primogénito, lo único que le preocupaba era Francisco Simanca, que no sólo representaba la bandera del partido mayoritario, sino que contaba, además, con una inmensa fortuna, obtenida bajo el manto ilícito del transporte de cocaína. Sin embargo, la buena suerte parecía estar del lado de los Laverde: un grupo de profesionales honorables, preocupados por la desmoralización de su agrupación política con un negro mujeriego y narcotraficante a la cabeza, decidieron dividir el partido: Antonio Ruiz, un arquitecto de buenos modales, fue lanzado como el hombre de la restauración de los buenos principios.

Mauricio Laverde miró a los indios. "Son más de cincuenta votos", contabilizó al vuelo. Sus capitanes de mesa agarraron a los nativos de un brazo, cuidadosos de que los otros capitanes de los otros candidatos no se los quitaran. Les arrebataron la cédula de ciudadanía donde los serranos puros manifestaban no saber firmar. (Ni leer. Ni nada). Los llevaron frente a las carteleras que la registraduría nacional había colgado en los palos de mango del parquecito. Buscaron el correspondiente número de mesa donde debían votar. Los condujeron hasta allá, donde los indios depositaron la papeleta sin saber qué contenía ni qué decía ni para qué servía. Y después los dejaron a la deriva, huérfanos: ya no volverían a servir sino hasta dentro de dos años, para las otras elecciones. Pero ellos fueron felices durante esas dos horas, como lo habían sido tantas veces anteriores y lo serían tantas veces futuras, cada dos años, cuando por fin los civilizados se acordaban que los indígenas existían y los llevaban a pasear en carro. "Son los votos más baratos. Lo único que hay que gastar es la gasolina del camión que los va a buscar a la sierra", pensó Mauricio Laverde. "Y eso que no es sino la traída, porque después los muy pendejos se regresan a pie".

El viejo Álvaro Laverde había puesto en práctica su experiencia política. Cuando con sus artimañas profesionales logró dividir al partido opositor, se ocupó de conseguir el dinero necesario para poder competir con las arcas poderosas de Francisco Simanca. Pensó en la posibilidad de gestionarle un autosecuestro al hijo, "así mataremos dos pájaros de un solo tiro: los más ricos de la comarca harían una colecta generosa dizque para pagar por la liberación. Y, por otro lado, se explota al máximo la sensibilidad de la gente, que, en solidaridad con Mauricio, correría en masa a las urnas a votar por él", había dicho entonces. De no haber sido por la decisiva oposición de su esposa, a quien no le cabía en la cabeza que su marido fuera capaz de semejante riesgo sólo por la ambición política, y por la cobardía de Mauricio, quien temía morir en su propia farsa, el plan se hubiera llevado a cabo.

Al senador no le quedó otra alternativa. Reunió a sus dos hermanos agricultores. A la hermana ganadera. Al dueño de las siete droguerías que estaban regadas a lo largo y ancho del municipio. Al gerente de la embotelladora municipal de gaseosas. Al presidente de la Cooperativa Regional de Almacenistas. A las tres de la mañana del sábado 21 de enero, en medio del furor del alcohol importado, se definió el presupuesto millonario que debía llevar al poder a Mauricio Laverde.

En la tarde de ese mismo día, en la misma casa de campo, de amplios ventanales verdes, se asignó la partida para cada uno de los detalles de la campaña. Para las camisetas chinas traídas de contrabando por Maicao. Para las cajas de ron barato. Para el sancocho, lo cual incluía el pago a las cocineras. Para cuestiones tan simples como el guarapo que debía repartirse a quienes habían votado sin interés. Y tan importante como el pago a los camperos que irían a recoger a la gente de casa en casa para llevarla al parquecito. Lo fundamental: el dinero en efectivo para la compra directa de votos, que era lo definitivo.

Sí, Mauricio Laverde tenía sobradas razones para sentirse ya, sentado debajo del palo de mango de la placita, el primer alcalde de su municipio elegido por la voluntad popular. A esa hora, a las doce y media del día, el alboroto de las elecciones había perdido su encanto inicial. Las cuatro calles que daban al parque pequeño estaban más despejadas. Únicamente se veían las patrullas del ejército con sus soldados caminando desesperados por los andenes de las casas buscando protegerse de los inclementes rayos del sol. Hasta los encargados de las mesas de votación, profesores de las escuelas y colegios oficiales que obtendrían del gobierno un día libre por trabajar ese domingo, tuvieron la oportunidad de tomarse un refresco. Algunos borrachitos gritaban vivas al candidato que les había dado, a pesar de la ley seca decretada en todo el territorio nacional, el alcohol para sus parrandas. Los policías los arrestaban entonces por violar el decreto, y, en medio de los gritos de súplicas de "Llamen al doctor que él si puede salvarme", los llevaban a que pasaran la borrachera amontonados en las dos celdas de la cárcel municipal.

- Lo único que estamos haciendo aquí ahora es perder el tiempo - dijo Mauricio Laverde a sus capitanes.

Se puso de pie. Se secó el sudor con su pañuelo perfumado. "Vamos a la casa a comer algo, porque
necesitamos fuerzas para más tarde", dijo. Miró a su alrededor. Sus contrincantes, tostados por el sol, trataban de coger un segundo aire, sentados bajo los palos de mango. "Hubo bastante trajín en la mañana", le recalcó uno de sus ayudantes. "Sí, pero lo que nos espera es peor. No olvidemos que la gente siempre deja estas vainas para última hora". Caminó veinte pasos. Sus hombres lo siguieron. Dio media vuelta. "Aunque mejor se quedan unos tres, por si acaso", dijo.

Llegaron a la casa del senador Álvaro Laverde. Un conjunto vallenato, contratado exclusivamente para animarles el almuerzo a los electores, tocaba una vieja canción tropical en el patio trasero. Mauricio Laverde caminó por entre las personas que se habían sentado en el suelo para saborear el sancocho. Saludó con palmaditas en la espalda a los que tropezó en su camino. Cruzó el corredor interior y fue directo a la cocina. Varias mujeres sudorosas les servían la sopa a la multitud que se agolpaba en la ventana. "¿Y ustedes ya votaron?", preguntó. "Claro, doctor: desde que se abrieron esas cosas", respondió la que parecía ser la jefa del grupo, una mujer flaca y negra de unos cincuenta años con una pañoleta mojada de sudor en la cabeza y con un cigarrillo metido en la boca por el lado encendido. "Por usted, doctor", dijo otra.

Mauricio Laverde entró al comedor familiar. Prendió el abanico eléctrico que pendía del techo. Se sentó en la mesa. "Ni hambre tengo", dijo. "Son los efectos del triunfo", respondió el senador que entraba en esos momentos seguido por su esposa. "No le veo los méritos, después de haber gastado tanta plata", replicó ella. La negra cincuentona apareció en el umbral de la puerta.
- Al doctor Mauricio lo necesita Patricio Villanueva - dijo.
- ¿Qué quiere?
- Dizque el señor Rafael Cotes dijo que no iba a votar por ninguno.
- Dígale a Patricio que le diga al viejo ese que le mando a decir yo que si lo que quiere es ver a su hijo sin la beca - sentenció el candidato bastante alterado.
- Ya le dije eso, doctor - Patricio Villanueva entró sin pedir permiso (estaban en elecciones y en esa época los políticos no le reprochaban nada a nadie).
- Y qué te respondió.
- Que esa plata no salía del bolsillo de usted, sino de los impuestos que pagaba el pueblo.
- Habla como los comunistas - dijo el senador. Había roto su silencio.
- También le dije eso, doctor Álvaro.
- Y qué te respondió - esta vez fue el senador quien preguntó.
- Que no le extrañaba que se lo dijera dizque porque en este país tildaban de comunista a todo el que gritaba la verdad a los políticos.
- Esas vainas tiene que estárselas enseñando el hijo, porque es lo único que esos maricones aprenden de los profesores de ahora - el senador perdió por completo la sonrisa de hacía un momento.
- Bueno, que siga así, con eso va a ganar mucho - dijo el candidato.

A las dos y media de la tarde, la placita parecía otra vez un hervidero de gente. Los niños participaban de aquella democracia peculiar con las banderitas rojas o azules en sus carritos de madera. Los vendedores de paletas, empanadas o carne frita se hacían al lado de los candidatos para obligarlos a que les gastaran a sus electores. Los camperos llegaban cargados de mujeres y viejos recogidos en sus lechos de enfermos y los dejaban a merced de los capitanes de mesa. Grupos de jovencitas hermosas coreaban canciones de triunfo a sus candidatos, con la esperanza puesta en un puestito en la alcaldía. Los soldados, agobiados por el calor, daban vueltas en los alrededores.

Fue a esa hora cuando sucedió lo improvisto. Un torrencial aguacero implantó el desorden que los jefes militares esperaban que implantara la guerrilla. Nadie supo explicarse de dónde provenía tanta agua. Nunca antes había estado el cielo tan azul y el día tan radiante. Algunos se lo atribuyeron a la furia de Dios, quien, como lo hizo en el diluvio universal para acabar con tanta corrupción terrenal, le ordenó a San Pedro que vaciara todas sus reservas de agua para limpiar tanta putrefacción política. Aunque para muchos no era una explicación descabellada, el padre Miguel Estrada la descartó de inmediato por una razón muy sencilla: Dios no se mezclaba en esas cosas.

La lluvia duró poco. Fueron los veinte minutos más difíciles que habían vivido los tres candidatos. La normalidad de las elecciones volvió a implantarse después de una hora. Cuando cayeron las cien primeras gotas, todos tuvieron la certeza de que se avecinaba un señor aguacero. Y a pesar de los gritos que clamaban tranquilidad, la confusión fue total. Todos querían ayudar y enredaban más las cosas. Las órdenes salían de muchas bocas y se perdían en los laberintos inciertos de la contradicción.

Así, la mesa número ocho fue a parar a la iglesia. Y su urna repleta de papeletas la llevaron a la mesa tres
que apareció en el teatro El Libertador, cinco cuadras más allá. La tinta roja que le untaban a los electores en el índice de su mano derecha, se derramó toda sobre las hojas donde estaban las firmas de los que habían votado. Hubo que reemplazarla por la tinta azul y negra de los lapiceros de la alcaldía. Las carteleras, que la Registraduría Nacional había colgado alredor de la placita con los números de las cédulas inscritas, se desaparecieron. Se las encontraron a unos niños que las recogieron para hacer barquitos de papel para echarlos a navegar e n los charcos de las calles.

Los socorristas voluntarios, empapados de agua, lograron imponer el orden. El sol volvió a brillar más caliente que nunca. Y los candidatos implantaron de nuevo el carnaval democrático. De vez en cuando aparecían pequeños grupitos de indígenas que caminaban como sonámbulos por las calles del municipio, antes de partir hacia la serranía. Algunas señoras exigían, antes de introducir la papeleta, que una vez hayan sufragado las regresaran a sus casas como las trajeron: en carro, para no pasar la vergüenza de que sus vecinos las vieran regresar a pie con semejante sol, después de haber salido tan vanidosas de sus hogares, sentadas en los cojines de los camperos.

Las elecciones se cerraron a la hora prevista. No hubo poder humano capaz de convencer al delegado de la Registraduría para que pospusiera el cierre. De nada valieron los ruegos y las amenazas de los tres candidatos, quienes no se cansaron de repetir a gritos que era necesario reponer el tiempo perdido en la turbación del aguacero. "Cuando las órdenes vienen de arriba hay que hacerlas cumplir, pase lo que pase", se limitó a decir el delegado.

A las siete menos cuarto empezaron los escrutinios. La demora en el inicio del recuento se debió a la falta del fluido eléctrico. La fuerte brisa que acompañó al aguacero reventó casi todas las líneas conductoras de la electricidad. Los trabajadores de la energía no aparecieron por ninguna parte. Algunos electricistas improvisados trataron de solucionar el problema para ganarse una generosa propina por parte de los candidatos. Consiguieron pinzas, cinta aislante, escalera. Hasta el camión que trajo a los indígenas. Todo fue inútil.

Los profesores debieron conformarse entonces con contar los votos bajo la luz tenue de las velas fabricadas con cebo de ballena. Tampoco sirvió ese artificio. O sirvió muy poco. La brisa apagaba a cada instante la débil llama. Los vecinos del parquecito prestaron entonces sus lámparas de petróleo que guardaban en los rincones de las casas para sacarlas en emergencias como esa.

Antes de la media noche, el nuevo alcalde estaba festejando su triunfo. Un hombre alto, delgado, de piel morena y cabello ensortijado paseaba feliz por las calles oscuras del municipio, sentado en el capó de un campero rojo. Los pitos de la caravana que lo seguía resonaban en el estropicio de la euforia. El primer alcalde electo por voto popular hacía la V de victoria con sus brazos elevados. Sus ojos saltones se empequeñecían detrás del vidrio de sus gafas. Sus gruesos labios se separaban constantemente para darle paso a una sonrisa espléndida. Era Francisco Simanca.

No podía ser sorpresa. Había gastado el doble de lo que gastó Mauricio Laverde. Dio dos botellas de ron por cada elector. No repartió guarapo, sino jugo de guayaba con leche. Entregó a cada uno cuatro camisetas con su foto y nombre estampados en la mitad del pecho. Pagó por voto el triple de lo que había pagado Mauricio Laverde. Y no se conformó con hacer un sancocho de gallina para repartirlo en su casa, sino que, además, sacrificó tres reses para repartir carne asada a todo el mundo.

No. No era sorpresa. Lo que sí sorprendió a la gente, incluso a los propios Laverde, fue la aplastante derrota que sufrió Mauricio: Antonio Ruiz, el arquitecto de la moralización que dividió al partido de Francisco Simanca, también logró sacarle amplia ventaja al hijo del senador.

La caravana de la victoria tropezó con un incidente callejero en su segundo paso por la placita. Un joven de unos veinte años se resistía a ser detenido por la policía. En medio de la parranda improvisada al amparo de la iluminación de los mechones de gasolina, el muchacho gritó a los cuatro vientos la jugada inmarcesible que les hizo a los tres candidatos. Les vendió su voto a cada uno por separado, con la condición de que primero le cancelaban y después él sufragaba. Luego de haber recibido el dinero no votó por ninguno: lo hizo en blanco. "Para que respeten, carajo: creen que pueden hacer con uno lo que se les dé la gana, nada más porque tienen plata", dijo, después de contar su historia. Dos policías que estaban cerca alcanzaron a escucharlo y se apresuraron a detenerlo. El joven se negaba a acompañarlos: "A ellos son a los que tienen que encarcelar porque fueron quienes compraron el voto. Y no únicamente el mío, la mayoría de los que sacaron fueron comprados. Además, uno hace con su conciencia lo que se le dé la gana". En esos momentos pasó la caravana. Desde el capó de su campero, Francisco Simanca ordenó a los demás que se detuvieran.
- ¿Por qué se lo llevan? - preguntó.
- Por doble delito: vendió su derecho a elegir libremente a su alcalde e incumplió tres veces el negocio que había hecho - respondió uno de los agentes del orden.
- Ninguno de mis conciudadanos tiene por qué pasar la noche de mi triunfo en la cárcel ¿De cuanto es la fianza?
Los dos policías se miraron entre sí a través de la penumbra de los mechones encendidos. Estaban desconcertados. La música emanada de los pasa cinta de los carros se había apagado. Los borrachos, que gritaban vivas a su partido, se callaron. Una brisa seca, aunque helada, empezó a invadir de frío a la noche. Uno de los agentes, el mismo que respondió a Francisco Simanca, dio tres pasos al frente. Carraspeó y escupió.
- Usted es el alcalde, por lo tanto sabe de cuánto es - dijo. - Está bien. Que sea este el primer acto de mi gobierno: yo pago la fianza.

Mauricio Laverde trataba de recobrar la compostura. El bullicio de los que festejaban la victoria del nuevo
alcalde, llegaba hasta su propia alcoba. Después de haber conocido los resultados, se marchó para su casa con el puñal afilado de la derrota destrozándole las entrañas. Su padre, que ya se había enterado, estaba en la mitad de la sala escuchado las noticias nacionales. "No se preocupe, mijo. Perdimos aquí, pero a nivel nacional obtuvimos la mayoría geográfica", dijo. "¿Qué quieres decir con eso, viejo?" "No sé, mijo: el jefe del partido se lo acaba de afirmar a los periodistas". Mauricio Laverde dejó esbozar una sonrisa amarga. Subió las escaleras. Entró a su cuarto. Encendió la luz. Se sorprendió: ¿a qué horas habían arreglado los cables? Se paró en la ventana y vio la ciudad oscura. "Claro: prendieron la planta eléctrica de la casa", se dijo. Cerró las persianas de vidrio. Y se tiró en la cama. Estaba destrozado.

Durmió tres horas. Soñó. Era el alcalde. Lo primero que hizo al posesionarse fue cumplir los compromisos adquiridos con las personas y entidades privadas que le ayudaron a conseguir el poder municipal: declarar las alzas. Se vio sentado ahí, detrás del escritorio, firmando cuanto decreto le llevaban. Subió los precios de la carne y de la leche para favorecer a su tía, la ganadera. Elevó el valor del arroz, el maíz, la yuca y los plátanos en agradecimiento a sus tíos, los agricultores. También autorizó el aumento en el precio de la gaseosa y de las telas. Y cuando estaba gestionando el alza de las drogas con su secretario de salud, despertó.

Lo despertó el silencio repentino que se hizo en el parque cuando el incidente del joven y de los policías. En realidad, la música de la parranda había sido una especie de somnífero que lo había entregado a las estancias apacibles de la somnolencia. Abrió los ojos y se encontró con el bombillo encendido en el techo. "Un confiado de mierda: eso fue lo que fui".

Era cierto. Seguro de su victoria por la división del partido contrario, Mauricio laverde fue muy parco en sus gastos. El colmo de su avaricia lo sorprendió a la hora de más movimiento: después del almuerzo, cuando la gente salía a votar en masa. Sí, en el instante mismo en que la primera gota de agua se hundió para siempre en la tierra reseca del parquecito, el hijo del senador tomó la decisión que no debió haber tomado nunca: cerró la compra directa de votos en el momento en que más debía de invertir. Sus capitanes de mesa estaban desconcertados.
- No veo la necesidad de seguir gastando más plata cuando tengo ya la alcaldía en el bolsillo - les dijo.

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