Poco antes de que se cerraran las votaciones, inició
la ráfaga de fusil. La gente empezó a gritar y a correr horrorizada. Yo era
testigo electoral y estaba en los pasillos del único colegio de bachillerato
del pueblo, esperando la hora del cierre para iniciar mis labores de
supervisión en la mesa asignada. Los policías se daban órdenes entre sí y
buscaban sitios estratégicos para ubicarse. No recuerdo haber visto disparar a
alguno de ellos, lo que me pareció una sensatez, pues eso hubiera elevado el
miedo en la población. Fue una escaramuza: no duró sino unos diez minutos, lo
suficiente para que se decidiera llevar las urnas del lugar para hacer el
conteo de votos en la cabecera municipal. Los disparos habían venido del
montículo que rodea al arroyo que queda cerca al colegio. Es posible que
hubieren sido dos o tres guerrilleros vestidos de civil que una vez creada la
confusión, escondieran sus armas en el monte y salieran a camuflarse entre la
gente asustada. Eran los tiempos en que las Farc habían obligado al Estado
sacar a la policía de las poblaciones y dejar al garete a los habitantes
rurales: los agentes del orden solo llegaban a cumplir misiones especiales como
la de garantizar un día de elecciones. Tengo grabada en mi alma, cada uno de
los episodios que he vivido en todas las elecciones en que me ha tocado viajar
a votar a Casacará, Cesar, a más de cinco horas de donde vivo, por más de
veinte años, en los que la Registraduría Nacional del Estado Civil me ha
obligado a ser un trashumante electoral.
En otra ocasión, me tocó quitarme los zapatos y
llegar a la mesa de votación con los pantalones regazados hasta las rodillas
porque el tremendo aguacero que se desgajó había inundado al colegio
departamental Luis Giraldo. Unos 15
años atrás, me había tocado desafiar a un policía atrevido que no me dejaba
entrar a ejercer mi derecho al sufragio: “Si se cree tan valiente, quítese el
uniforme y salga a demostrármelo en la calle”, le dije en esa, mi época de
joven rebelde; el militar no salió y su superior me dejó entrar a depositar mi
voto. En las pasadas elecciones, pude llevar mi carro hasta el pueblo y lo
brindé para llevar votantes, desde sus casas hasta el colegio, en un intento
fallido por derrotar la maquinaria del candidato presidencial contrario al mío.
En las elecciones del próximo domingo, sin embargo,
no puedo hacer el viaje para ir a votar porque el presupuesto familiar no me
alcanzó para pagarme ese derecho. Es un enorme pesar para mí, que no me había
privado de ese deber ciudadano desde que tengo la mayoría de edad, desafiando,
incluso, la insistencia de la Registraduría en obligarme a desplazarme dos
departamentos más allá de donde resido actualmente para participar en una
elección popular.
Voté en Bogotá cuando estudié mi carrera allá. La
primera elección popular de gobernadores la voté en Barranquilla, donde era
redactor político del diario El Heraldo, pero el 28 de agosto de 1994 inscribí
mi cédula en el único puesto de votación que hay en el corregimiento de
Casacará, en el departamento del Cesar: el ahora colegio nacionalizado Luis
Giraldo, donde tuve el placer de cursar de primero a cuarto de bachillerato.
Había fijado mi lugar de residencia allí porque me había salido un contrato en
la División de Comunicaciones en la vecina mina del Cerrejón.
Una vez culminado ese contrato, regresé a
Barranquilla. Y, desde entonces, he inscrito mi cédula en esta ciudad, cada vez
que abren inscripciones para las distintas elecciones que se han llevado a cabo
en los últimos veinte años, con tal mala suerte que la Registraduría,
elecciones tras elecciones, elimina las cédulas inscritas en la capital del
departamento del Atlántico dizque por trashumancia electoral, una conducta
punible por el artículo 389 del Código Penal, con pena de 4 a 9 años de
prisión. Este delito es conocido como “trasteo de votos”. Y soy el primero, no
solo en condenarlo, sino también en aplaudir que se hagan todos los esfuerzos
posibles para eliminarlo de nuestro sistema democrático.
No obstante, lo curioso es que, por evitar la
trashumancia, la Registraduría me ha condenado a ser trashumante en los
últimos veinte años de mi vida ciudadana. Mis dos hijas menores nacieron en
Barranquilla, trabajo en esta ciudad y resido en ella desde hace muchos años,
pero no puedo elegir a quienes rijan los destinos de la Puerta de Oro porque no
tengo las charreteras políticas del ahora senador Horacio Serpa, a quien la
Registraduria le acaba de enmendar el error que cometió con él hace unos
cuantos meses, que es el mismo que ha venido cometiendo conmigo en los últimos
veinte años: a Serpa le habían eliminado la inscripción de su cédula para votar
en Bogotá, acusándolo, como a mí, de trashumancia, pero ya se la volvieron a
inscribir. Mientras tanto, yo me veré obligado a privarme de ejercer mi derecho
al voto porque en estas elecciones no tengo el presupuesto para subsidiarme mi viaje de
Barranquilla a Casacará.
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