Por
John Acosta
A uno le gustaría salir
jubiloso y gritar alborozado que ganó la paz, que el pueblo colombiano votó a
conciencia y lo hizo por los políticos honestos que sacarán las localidades y
regiones adelante; sin embargo, todo el mundo, en este bendito país, sabe que
eso no es así: desde el ciudadano común (que vendió el voto o conoce a alguien
que recibió dinero o mercado o material de construcción para mejorar su
vivienda por su sufragio) hasta el funcionario de más alto rango de este país,
que le toca salir a esconder la afrenta contra la democracia diciendo que la
gente, en estas elecciones del pasado 25 de octubre, apoyó masivamente las
conversaciones de paz en La Habana. Nadie desea que continúe la zozobra de esta
guerra cincuentenaria (así muchos se empeñen en encasillar como guerreristas a
quienes critican aspectos puntuales de los diálogos de paz), pero el votante
mayoritario ni siquiera pensó en Timochenko cuando depositó su tarjetón en la
urna: en su mente estaban los billetes de alto valor que iba a recibir una vez le
demostrara a quien lo constriñó que ya había cumplido su parte; por lo tanto,
ganó el enorme chorro de dinero compra conciencias de los contratistas de la
mermelada y, lamentablemente, volvió a perder el país. Están los casos
excepcionales de las alcaldías de Bogotá, Medellín, Cali, Bucaramanga, y la Gobernación de Sucre, que son brotes de esperanza para
que la situación mejore.
Ganaron los tres partidos que
obtienen los favores de la enorme contratación estatal, en contraprestación por
ser los facilitadores de los caprichos del Gobierno nacional en el Congreso de la
República. Y sacaron el número de alcaldes y gobernadores, de acuerdo al número
y tamaño de contratos que sus dirigentes han obtenidos de las arcas estatales. Ocupó
el primer lugar Cambio Radical, cuyo fundador, Germán Vargas Lleras, es el
ungido por el poder Ejecutivo para ejecutar el monstruo económico de la
infraestructura y las casas gratuitas. El segundo lugar lo obtuvo el llamado
Partido de la U (Partido Social de la Unidad Nacional, nombre oficial), cuyos
congresistas son prestados: militan en el partido del gobernante de turno, sin
importar la ideología, pues la visión de ellos es apoyar las políticas
oficiales para congraciarse con las monumentales partidas presupuestales del
Estado, que les permitan reelegirse eternamente. El Partido Liberal, que
también disfruta de las mieles de la torta contractual del país, aunque en menor
proporción que las dos agrupaciones anteriores, se ubicó en la tercera fuerza
política de Colombia.
El Partido Conservador pagó
cara su indecisión de apoyar definitivamente las políticas gubernamentales en
el Congreso, como lo hacen algunos de sus parlamentarios, que imitan a sus
colegas del Partido de la U, o estar en la oposición al Gobierno, como algunos
de sus dirigentes. Le fue mal en estas elecciones, ya que el dinero de los
pocos contratos de su titubeo no les alcanzó para competirle a las poderosas
arcas de los abiertamente oficialistas Cambio Radical, la U y el Liberal.
Por supuesto, perdió la izquierda
y su contraparte, el uribismo; es decir, perdió la oposición: no tenían ni un
solo contrato que les diera el dinero suficiente para posicionar a sus
candidatos ante los electores. El caso de la Alcaldía de Bogotá es sui géneris,
pues es el segundo mayor contratista oficial del país, pero los últimos dos alcaldes
de la capital del país, de izquierda ambos (al igual que el que los antecedió),
decepcionaron tanto a los bogotanos que terminaron por castigar a la candidata
que representaba a este sector ideológico, al Polo Democrático Alternativo. El
electorado de esta ciudad ha alcanzado una madurez política capaz de derrotar
el voto de los contratos. El Centro Democrático demostró que no obtiene votos
de triunfo si en la lista no aparece el nombre de su líder, Álvaro Uribe Vélez.
En este triste panorama de la
política colombiana en manos de los contratistas, como lo denunciara Gustavo
Álvarez Gardeazábal durante un conversatorio en la Universidad Autónoma del
Caribe, es reconfortante registrar casos singulares, como los de Enrique Peñalosa,
en Bogotá; Federico Gutiérrez, en Medellín; Mauricie Armitage, en Cali, y
Rodolfo Hernández, en Bucaramanga. Se lanzaron sin partidos, aunque algunos
terminaron apoyados por líderes políticos, pero conservaron su independencia.
Lo sucedido con la Gobernación de Sucre tiene un sabor agridulce, pues perdió
la candidata Milene Jarava, que es la esposa del cacique emergente de ese
departamento Jair Acuña, pero ganó el candidato del nuevo barón electoral de la
costa Caribe colombiana, la familia Char: “Al final, fuera de su alcaldía, Char
puede cobrar el triunfo del liberal Eduardo Verano a la Gobernación pues como
él mismo decía ‘se echó ese muerto al hombro’; ganó con moñona en la Guajira
con Oneida Pinto a la Gobernación y Fabio Velásquez en Riohacha; ganó en
Soledad, que es la segunda ciudad del Atlántico y la ‘caja’ donde se cuadran
los votos; ganó con Franco Ovalle en Cesar y Tuto Uhía en Valledupar; con Rosa
Cotes en Magdalena; derrotó a Yahir Acuña en Sucre con Edgar Martínez”, escribe
el portal La Silla Vacía sobre Alejandro Char”.
Ya lo había pronosticado la
periodista María Jimena Duzán, una semana antes de las elecciones, en su
columna de la revista Semana: “Gane quien gane en estas elecciones del 25 de
octubre, pierde el país. Esa es la triste verdad que se esconde detrás de estos
comicios en los que el gran triunfador no será ni la paz ni la reconciliación,
sino la política rastrera que apela a las actuaciones más innobles y a los
procedimientos más despreciables para conseguir el poder”.
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