La mojarra sudada no sabe
igual si se come con papa cocida. Eso lo sabe muy bien la señora Miriam
Fonseca: “Eso no pega”, dice, pero, de todas formas, se retira de la mesa con
el pedido extraño del cliente. Ella tiene más de 60 años de estar atendiendo turistas
en el mismo restaurante de tablas de Puerto Colombia. Lo que pasa es que ese
día no había yuca y el cliente no podía comer fritos. Ella no tuvo otra
alternativa: le trajo el pescado guisado con sus trozos de papas al vapor. Sin
embargo, eso era lo que menos le preocupaba. El gran problema es la merma
considerable de visitantes que llegan al sitio. Casi nadie quiere ir a ver
morir el agonizante muelle de Puerto Colombia.
Los que nunca lo han visitado,
no querrán ver ahora las ruinas de un pasado glorioso, de un presente indolente y de
un futuro sin memoria. La historia la
sabe todo el mundo: fue inaugurado en 1893 y construido por el ingeniero cubano
Francisco Javier Cisneros y llegó a ser, en su momento de gloria, el segundo
muelle más largo del mundo, con una longitud de 1.220 metros. Por ahí entró el
mundo a Colombia.
Miriam Fonseca atiende un
restaurante de tabla a escasos 30 metros del comienzo del muelle. Ella está
pendiente de cuanta persona llegue para ofrecerle sus platos. Su cliente de ese
día, el de la mojarra sudada con papas al vapor, empieza hacerle preguntas sobre el muelle. Miriam
Fonseca responde a medias, entre interrupciones para ir a la cacería de más
clientes o para atender los que ya tiene sentados en sus mesas. Como para
librarse del interrogatorio de ese comensal imprevisto, le trae un viejo libro
con la historia de Puerto Colombia, escrito por un hijo de ese pueblo.
El hombre saca su celular de
alta gama y va hasta la orilla para tomarle fotos al destartalado muelle. No
puede evitar que su cerebro sea invadido por imágenes remotas de su juventud de
privaciones, cuando convencía a su novia de turno para tomar el bus que los
traería de Barranquilla a Puerto Colombia, con el cuento de ver morir el sol
desde el final del muelle, mientras los últimos pescadores artesanales tiraban
el anzuelo ansioso en busca del pez que premiaría a la jornada fallida. En su
cámara recoge las tres partes que quedan de la obra moribunda y enfoca la
última, en donde ya ni siquiera quedan los fantasmas de las barandas que le
sirvieron de recostadero para retozar sus amores, cuando la oscuridad había
hecho regresar al último pescador y él había quedado solo con la novia ansiosa.
Interrumpe su viaje al pasado
por el recital que escucha en uno de los kioscos de la orilla. Y ve al hombre
flaco y blanco, con bigote de caballero medieval y peinado de gomina, que
desconoce el desprecio con que lo ignoran los clientes del sitio, y prosigue su
declamación con la historia del muelle. Se hace llamar El Poeta del Muelle. El
hombre del celular lo invita a tomarse una cerveza y regresa con él a la mesa
en donde atiende la señora Miriam. El poeta y la mujer se saludan como viejos
amigos. El canto lastimero del desaparecido Rafael Orozco suena a todo volumen en
un altoparlante cuyo único propósito es competir con otro que vocifera al
también fallecido Diomedes Díaz.
El poeta dice llamarse Ángel
Medaglia. Es de ascendencia italiana. Asegura haberse ganado el Premio Nacional
Crea Cultura en 1995, con la poesía Muelle
de Puerto Colombia. “Es como si la Torre de Pisa se cayera y no le
importara a los italianos”, dice el poeta al referirse la indolencia del estado
por la agonía del muelle.
La vieja Miriam se acerca a
los dos hombres que llegaron en una moto. Saca su fajo de billete ajeno y le
entrega uno al hombre del casco en la mano. “Como los bancos no nos presta a
los que no somos solventes, nos toca recurrir a estos explotadores”, dice. El
hombre anota algo en unos papeles que amarra con un elástico, se coloca el
casco y arranca con su compañero.
El muelle agoniza al lado de
la gente que lo quiere, que vivió de él y que también sufre por la desidia
estatal.
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