Por
John Acosta
Mi querido padre Nacho: ya
hace más de 20 años que no sabía de usted y vine a saber hace pocos días,
cuando el domingo 2 de septiembre me senté en el balcón a leer el diario La República del día anterior, sábado
primero de septiembre: “Adiós a Ignacio Gómez Lecompte, un sacerdote ejemplar”,
me encontré de repente con ese titular y una foto suya que me sorprendió mucho:
canoso ¡y de sotana blanca! Pero, por supuesto, con esa sonrisa sincera que le
conocí en mi adolescencia. Le voy a
confesar algo, que sé que no le va a gustar, padre Nacho: se me aguaron los
ojos de ira y de impotencia.
De ira, padre, porque no era
justo que yo lo tuviera ahí, tan cerca, a menos de dos horas de distancia en
carretera y la distancia del tiempo (¡más de 20 años!) haya podido más que la
bondad lógica de vernos de nuevo. Era necesario, padre, que nos viéramos porque
no es justo con usted que se haya tenido que ir para siempre con la imagen
clavada en su alma de la tristeza y la desesperanza de ese joven que vio en mí
en mi época de universitario y no con la del profesional dedicado y feliz de
ahora, gracias a su enseñanza y al cariño que me profesó entonces.
No es justo conmigo, padre,
que la vida no nos haya cruzado de nuevo (estando tan cerca: usted en Cartagena
y yo en Barranquilla) para darle un cipote abrazo y expresarle mis
agradecimientos por haber estado usted ahí, cuando más necesité de la
orientación de un padre.
Lo único que pude hacer ese
domingo, fue cerrar el periódico, apretar con fuerza mis párpados para tratar
de conjurar la frustración y entrar a la sala con la tristeza reflejada en mi
mirada: tuvo que ser así porque, al verme, mi mujer se asustó. Y tuve que
contarle de usted, padre.
Lo conocí en la lejana y
fría Bogotá, exactamente en la Universidad de La Sabana, donde usted era el
Capellán y yo, un rebelde estudiante de Comunicación Social-Periodismo. Se lo
voy a decir ahora: usted no parecía sacerdote. No se ofenda, padre. Lo digo por
esa forma jocosa que lo caracterizaba, orgulloso de su ser Caribe y lo mostraba
por todas partes, hasta por los poros. Su amistad era tan pura y tan leal, que
aún siendo yo como era (crítico de lo que, entonces, me parecía mojigatería de
la universidad) usted siempre me defendió y me apoyó. Nunca tuve un reproche de
su parte por cuestionar, como cuestionaba, a lo que usted representaba.
Por supuesto, tuve la
fortuna de no contar solamente con usted en esa época de rebelde universitario.
Jamás olvidaré al gran David Mejía Velilla, el antioqueño que era el Decano de
la Facultad de Comunicación Social: sé que ese gran amigo mío y suyo (más suyo
que mío, obviamente, pues compartían el mismo inmenso amor por Dios y por la
Virgen, que yo descubrí en mí, algunos años después) está con usted ahora donde
merecen estar: en el cielo, disfrutando de la eternidad. Tampoco olvidaré nunca
a Carmen del Hierro Hernández, mi profesora de Historia, la pastusa más grande
que he conocido. Los tres reflejaron para mí bondad, comprensión y cariño. No
he vuelto saber de la vida de la doctora Carmen, pero donde esté, ella sabe que
cuenta con mi cariño.
Siempre lo recordé con su
sotana negra, padre. En todas partes: cruzando el parquecito de la carrera 12
con calle 70 (¿se acuerda?), en la Capilla, en clases, en su oficina, que era
la oficina de todos nosotros. También
tenía el cabello negro. Y destilaba costeñidad
por todos lados.
Hasta que vino, de repente,
la muerte de mi papá. Ahí estuvo la profesora Carmen para regalarme, de su
bolsillo, el pasaje en avión desde Bogotá a Barranquilla porque los médicos
decían que mi papá no pasaría de ese día y yo quería verlo vivo por última vez:
duró ocho días en estado de coma. No está en uno, pero esas cosas son
superiores a lo que a esa edad se pueda manejar. Sin darme cuenta, cambié: ya
no era el dicharachero que conocían todos los estudiantes de todas las
facultades. Me volví triste, solo, retraído.
Y ahí seguía usted, padre
Nacho, como siempre, dándome cariño, pues era lo único que podía ofrecerme
(¡gracias a Dios!), dada esa vida austera y humilde que siempre llevó. Y yo se lo agradecía inmensamente,
pero en silencio: nunca se lo decía. Ni se lo dije. Hoy se lo digo, padre:
¡gracias! También estaba el doctor David Mejía, por supuesto, quien me hizo una
cipote nota de recomendación, que ni yo mismo podía creerla, y con la que el
administrador de la Universidad sucumbió en seguida: me dieron el cargo de
bibliotecario, el único hombre con ese cargo, pues la biblioteca estaba llena
de mujeres. Con eso, pude continuar mis estudios.
Vino, después, lo de su
enfermedad, padre. Se lo llevaron para España, donde tendrían que operarlo de
la garganta. La profesora Carmen y el doctor David Mejía me mantenían informado
sobre su estado. Recuerdo que, en su honor, empecé a frecuentar la capilla,
cuando no había nadie en ella: me sentaba en la última silla, en silencio y
miraba al Santísimo por largo rato. Jamás olvidaré el bien espiritual que me
hacían esas jornadas, que se fueron volviendo más frecuente.
Usted regresó triunfal de su
dura batalla. Su voz se tornó bastante ronca, dificultosa, pero su sonrisa se
mantuvo incólume, lo mismo que su ánimo y su ser Caribe. Después, lo trasladaron
para Manizales, si no estoy mal. Nos comunicábamos por teléfono, con una
frecuencia que se fue diluyendo en el tiempo y no volví a saber nada de usted,
padre, hasta ese domingo que se me dio por leer el periódico del día anterior
en el balcón del apartamento donde vivo.
Le dije a mi mujer que le
iba a escribir a usted una nota de despedida. No pude ese día. Ni al otro. Únicamente
hasta hoy, padre, que cumple usted un mes de haber partido para siempre.
He terminado ¿Sabe
que ya no siento ni ira ni impotencia? Gracias, padre Nacho.
Hermoso mensaje. Sé que muchas cosas más están en tu corazón profesor, pero estas son hermosas. Qué bueno es saber que siempre en nuestras vidas hay personas que son tesoros (como dice la Palabra: "Quien ha encontrado un amigo, ha encontrado un tesoro") y que nos dan grandes lecciones, más que con palabras, con su ejemplo. Cuenta con una oración segura desde el cielo. Lo creo, creo que el padre Nacho, ahora le hablará a Dios de ti para que te siga bendiciendo. Un abrazo con mucho cariño.
ResponderBorrarQue lindo primito... y que suerte tuviste de tener tantos angeles en tu camino cuando mas lo necesitabas, Dios siempre los pone... te recomiendo que trates de ubicar a tu profesora Carmen, tiene un corazon muy grande. Un abrazo Arlette
ResponderBorrarA nombre de LA AGENCIA MUNDIAL de PRENSA, en la categoría de ESCRITORES e INTELECTUALES hemos visto por conveniente difundir tu escrito tal como va, porque consideramos que es muy importante ayudar y colaborar con los valores que destacas en el escrito y como persona.
ResponderBorrarhttp://cristinabarcelonaenlared.wordpress.com/wp-admin/post.php?post=1427&action=edit&message=6&postpost=v2
Excelente relato, lleno de cariño y respeto a quien va dedicado. Felicitaciones John, sin haber conocido al padre Nacho, se que ya leyó tu relato en su honor y se encuentra muy orgulloso de ti, como nos encontramos todos los que te conocemos.
ResponderBorrarSaludos y siga produciendo estos tipos de notas que dan ganas de leer y re-leer.
Profe hermoso mensaje. Sé que el padre Nacho se siente muy orgulloso de usted.
ResponderBorrarMi agradecimiento es principal a Dios por haberme permitido conocer a un ser tan trascendente como el Padre Nacho, aunque a él le gustaba que lo vieran como alguien normal.
ResponderBorrarMi familia, yo, el colegio donde laboro (Aspaen Gimnasio Cartagena), no lo hemos podido, ni podremos, olvidar. Cada rato se nos viene a la mente alguna enseñanza, alguna anécdota. Es de las personas que cuando ya no existe uno se lamenta de no haber estado mas cerca de él.