Por John Acosta
Cada semana, la vieja Aba mandaba a su nieto a
la tienda de la señora Fanny a buscar fiado las cinco libras de arroz en el pote de lata en el que seis años atrás vinieron
las galletas de soda, la caneca con los cinco litros de aceite vegetal, la
barra de jabón para lavar los chismes y la otra para la ropa, los cuatro
plátanos verdes y los dos maduros del almuerzo, y el galón de petróleo para
prender la lámpara en las noches y encender el fogón en las madrugadas. En la
mochila de fique que el pequeño llevaba terciada en su hombro izquierdo para
echar las compras, estaba la libreta de hojas de cuadernos en desuso que la
vieja cosía para que la dueña de la tienda anotara en él la misma cuenta de su
libro de deudores.
Al mes, cuando cualquiera de los hijos
de la vieja Aba llegaba al pueblo, sacaba la cuenta de la libreta que
siempre coincidía con la que la señora Fanny tenía en su tienda y mandaba al
mismo nieto a pagar lo que se debía. Sólo hasta entonces, la vieja se sentía tranquila. "El
que paga lo que debe, sabe lo que tiene", repetía ella con orgullo el
viejo adagio popular. Una vez, sus hijos se demoraron más de un mes sin
ir al pueblo. Entonces, la vieja Aba, angustiada por la vergüenza de no haber podido pagar
todavía la cuenta, dejó de mandar a la tienda a fiar el mercado de siempre.
Todos los días rebuscaba lo que hubiera en su alacena vacía, ponía a hervir cualquier cosa en el fogón de leña
y engañaba al hambre con el cocido de sus inventos.
Hasta que un día apareció frente a su
casa el camioncito del señor Gonzalo, el esposo de la señora Fanny. Cuando lo
vio, desde su anticuada
máquina de coser, la vieja Aba cambió de colores: suponía, con toda
razón, que llegaban a cobrarle las compras de la última semana. La dueña de la tienda se bajó del carro, cargando ella misma una caja con las
compras que semanalmente la vieja Aba encargaba a su nieto. Colocó la caja
sobre un asiento y miró complacida a su cliente. "Una persona responsable
como usted no tiene por qué morirse de hambre", le dijo.
Fue una lección que nunca olvidaron los
nietos. Ya grandes, cada uno se internó en los diferentes vericuetos de la vida. Y cada vez que alguno de
ellos hacía un préstamo para
mejorar las condiciones del negocio que poseía, cumplía con sus obligaciones y
pagaba a tiempo las cuotas. Así garantizaba renovar y ampliar, incluso, el
monto del préstamo.
Existen
fundaciones no gubernamentales que conceden préstamos blandos a los
microempresarios y a las pequeñas unidades productivas que no tienen acceso a
las entidades financieras y que son víctimas de agiotistas
"chupasangre", como llaman los pequeños negociantes a quienes se
aprovechan de su condición. La dinámica de los créditos otorgados por estas
fundaciones depende en gran medida de la responsabilidad con la que sus
usuarios asuman su compromiso de pagar a tiempo.
Es
muy importante que los beneficiarios no desvíen la inversión del crédito porque
el buen manejo de este dinero mejora ostensiblemente el nivel de vida de
quien lo recibe. De lo contrario, al usuario le aumentarían los costos del
préstamo por el pago de altos intereses de mora, se le dificulta obtener nuevos
créditos en la Fundación, le crea dificultades a quien le sirvió como
codeudor, se expone a un cobro jurídico por el atraso, lo que le generaría más
gastos por honorarios de abogado y se expone a ser embargado en sus bienes y
los de su codeudor. Además, está comprometiendo seriamente la estabilidad de
la Fundación con la que se puede seguir beneficiando él y beneficiar a otros.
Quien
paga cumplido, sabe de sobra que tiene las puertas abiertas, no sólo en la
fundación que le sirvió, sino también en cualquier otro organismo crediticio
para que le renueven y le amplíen el monto de su crédito y le brinda la
oportunidad a otra persona necesitada para que obtenga con rapidez el préstamo
de sus anhelos.
Es
importante, pues, tener el espíritu de pago que la vieja Aba le inculcó a sus
nietos.
Publicado
en la revista Rumbo Norte, número 25, noviembre - diciembre de 1997
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