Por John Acosta
El tren estaba cargado. La suave y
persistente brisa mañanera se contoneaba con libertad por el espacio, lleno de luz, de la atmósfera guajira. Traía consigo
el ruido lejano de la maquinaria pesada que laboraba en el área de la mina. El
sol había salido sin dificultad detrás de las últimas ramificaciones de la
Serranía del Perijá. Y se alzaba impetuoso, sin que ninguna nube interrumpiera
su andar monárquico. Eran un poco más de las seis.
Sin embargo, el tren no arrancaba. Los
dos ayudantes de locomotora, Roque Palacios y Adalberto Marulanda Nieves -el
más veterano de todos-, estaban en su máquina desde muy temprano. Esperaban al
Supervisor para poder partir hacia Puerto Bolívar y cumplir con el deber sagrado
de llevar el primer viaje del día. El tren estaba atrasado 15 minutos: debía
haber arrancado a las seis. Pero el Supervisor no llegó nunca.
Adalberto Marulanda Nieves no pudo
imaginar lo que pasaba. Unos gallinazos merodeaban en el horizonte azul del
cielo en busca de cualquier carroña tirada en algún lugar de la tierra.
Adalberto Marulanda escuchó la voz que salía del radioteléfono de su
locomotora.
- Ya puede salir - le ordenaron.
Quedó sorprendido. Por un momento pensó
que se trataba de una broma. Cuando alguien llegó y le entregó las llaves,
Adalberto Marulanda miró a su compañero Roque Palacios. Entonces, comprendió: lo habían promovido. Movió
la palanca. Y el tren empezó a avanzar sobre sus rieles metálicos.
Adalberto Marulanda Nieves se sintió
feliz. Jamás olvidará ese día grandioso, 18 de junio, no sólo porque su
esposa, Alma Leonor Ruiz, una terapeuta ocupacional que conoció en un festival del Dividivi
en Riohacha, capital del
departamento de La Guajira, cumplía años, sino, también, porque, a partir de ese momento, se convirtió en el primer guajiro que
operaba un tren en su propia tierra, con sus 110 vagones cargados con 90
toneladas cada uno.
UNA INFANCIA RÍGIDA
Había nacido en Fonseca en 1958. Por uno de esos designios
impredecibles del destino, fue a parar a la casa de sus padrinos en
Maicao. Entonces, era apenas un niño. Allá debió recibir la crianza
impecable de don Saturnino Hernández, su padrino, un religioso consumado para
quien la única salvación cristiana era el evangelio. Ni siquiera pudo encontrar un respiro a tanta rigidez hogareña en las
aulas de la escuela: fue matriculado en una institución cuyo rector era el
pastor del grupo donde don Saturnino iba a orar.
Adalberto
Marulanda Nieves recordará siempre los ratos gloriosos en que se escapaba de
la vigilancia férrea de su tutor para ir a enfrentarse al mundo infantil que
le prohibían. Jugar fútbol con pelota de trapo en las calles resecas de su
barrio. Tirarle piedra a cuanta lagartija se atravesara en esos breves e
intensos ratos de ocio. Cazar palomas en los potreros vecinos para asarlas
luego en la casa de un amigo. Construir carritos de madera para arrastrarlos
por los callejones solitarios que encontraba en sus recorridos de aventuras imaginarias.
Y regresaba cuando ya calculaba la hora de llegada de su padrino. Así terminó
sus estudios primarios.
Volvió
a su tierra natal. Empezó a estudiar en la Escuela Normal de Fonseca. Quería
ser profesor. Veía cómo les había ido de bien a los que terminaban allí su
bachillerato y se iban a perfeccionar sus estudios en Barranquilla. Eran
magníficos maestros: ¿por qué no intentarlo él también? Cuando estaba en el
segundo año, sucedió lo inesperado: nacionalizaron el colegio.
Optó
por cambiar de profesión: sería arquitecto. Desde niño, había descubierto su
habilidad para dibujar. Ya en Fonseca ganaba dinero dibujando de vez en cuando
las carteleras que los profesores ponían a hacer a sus alumnas para conmemorar
algún día especial. De modo que no le sería difícil levantar los planos que su
futura carrera le exigía.
Nunca
dejará de recordar la época de su bachillerato. Las juveniles bromas, muchas
veces pesadas, con sus compañeros de curso, como aquella que culminó en
trompadas limpias con su mejor amigo, en la mitad del salón de clases: sólo
duraron dos días sin mediar palabra. "Eran cosas de pelaos",
recordaría después. Las serenatas inolvidables que él y sus amigos les ponían a
las jovencitas del pueblo, confundidos en el manto oscuro de la noche, sin más
instrumentos que una grabadora cuya única misión en el mundo parecía ser la de
no tocar música diferente al vallenato. Los líos casuales con los docentes,
como cuando tiró un limón al grupo de estudiantes que se amotinaron alrededor
del profesor de filosofía para averiguar la nota del bimestre, con tan mala
suerte que la fruta cayó justo en la nariz del maestro. Afortunadamente,
Adalberto Marulanda Nieves tocaba la tumbadora en el grupo musical que
organizó el filósofo y había asistido con él a las parrandas interminables que
amenizaban en los pueblos vecinos.
Llegó
el día del grado. Era costumbre que la ceremonia se celebrara en las
instalaciones del colegio. Pero los graduandos de ese año habían pedido que les
dejaran recibir su diploma en la iglesia. Los directivos del Colegio Nacional
Mixto no aceptaron tal solicitud. Adalberto Marulanda Nieves se vio obligado
a proferir ante sus compañeros la sentencia que había maquinado si se presentaba
aquel momento.
-
O los grados son en la iglesia o yo no asisto a ninguna parte - dijo.
Estaba
dispuesto a recibir su cartón de bachiller por ventanilla. "Y el que me
quiera acompañar en esta protesta, bienvenido sea", agregó. Sólo lo
acompañaron los cinco camaradas de siempre: no fueron al acto del 5 de
diciembre de 1978 que se llevó a cabo en la cancha de baloncesto del colegio.
Esa actitud de reproche se mantuvo firme hasta el final, cuando fueron el día
que quisieron, en pantaloneta y con guaireñas, hasta el escritorio de la
secretaria para que ella les entregara sus diplomas, sin aplausos y sin ningún
discurso de despedida.
BUSCANDO DINERO PARA LA UNIVERSIDAD
Vino,
entonces, la incertidumbre del bachiller provinciano. Con el diploma cuidadosamente
colgado en la pared de la sala de su casa por la madre orgullosa, deambulaba
por las calles del pueblo. De billar en billar. En las bancas del parque
poniéndole sobrenombre a cuanto ser humano se le ocurra pasar delante de él y
sus colegas. Averiguando qué fiesta había esa noche para sentir el placer de gozarla.
Viendo salir el sol en las amanecidas gloriosas, con un equipo de sonido a
todo volumen y una botella de aguardiente entre manos.
Adalberto
Marulanda Nieves no pudo escapar a ese mundo de magia satírica. Aunque en cada
parranda que disfrutaba, en cada instante de diversión que pasaba, cruzaba por
su mente la viva añoranza de encontrar un trabajo que le permitiera ahorrar lo
suficiente para ir a la Universidad. Era el martirio que llenaba su mente en
muchas noches de insomnio, mientras se revolcaba una y otra vez en su hamaca
de desdichas.
A principios de 1979
vio una línea de luz en la penumbra de su esperanza. Lo llamaron de
Tomarrazón, un pueblito guajiro que por esa época empezaba a coger fama por su
gran movimiento en la bonanza marimbera. Allí reemplazó a un profesor que
estaba de licencia. Tres meses después, regresó a Fonseca.
No obstante, el destino
lo tenía señalado para vivir en Maicao. Uno de esos familiares benefactores
que a nadie le falta en algún momento de la existencia, lo llamó para que le
atendiera los negocios que tenía en ese municipio fronterizo. "Fui el
encargado de llevar la contabilidad", contaría después.
Tan bueno resultó para
esos menesteres que el mismo familiar lo mandó a los pocos meses a La Junta,
un corregimiento de la antigua Provincia de Padilla donde realizan anualmente el Festival Folclórico del Fique. Allá, Adalberto Marulanda Nieves debía
supervisar los cultivos de la "mala hierba", como llamaría Juan Gossaín
a la marihuana, que tenía su pariente en esa región. Fue una época de derroche.
Las parrandas se acompañaban con el wisky más fino que podía conseguirse en la
región. "Había mucha plata", recuerda Adalberto. Por supuesto,
siempre dejaba para el próximo negocio el ahorro de su futura universidad.
Las cosas no podían quedar
ahí. Tenía que suceder algún imprevisto que sacara a Adalberto de ese marasmo
mental en que se encontraba sumergido. Sucedió. Un juez de San Juan del Cesar,
también pariente suyo, le consiguió una entrevista en el recién creado
Instituto de Carreras Intermedias de esa localidad. Pasó. Adalberto Marulanda
Nieves tuvo que olvidarse para siempre de su arquitectura y ponerse a estudiar
Tecnología de Minas.
No alcanzó a terminar
su carrera. Una de las condiciones que le pusieron fue que sacara su libreta
militar antes de graduarse. Cuando estaba en el tercer semestre vio la oportunidad
de cumplir con ese requisito jurídico un día en que llegó el ejército a
reclutar jóvenes en Fonseca. Lo citaron para que se presentara en el batallón
de Riohacha: salió apto. Adalberto Marulanda Nieves empezó a prestar el servicio
militar en la capital de La Guajira hasta que un destello de suerte lo mandó a
formar parte del Batallón Colombia que fue a prestar sus servicios de paz en el
Sinaí. Se vio obligado de convencer a su madre que lo que ellos iban a hacer en
el exterior era exactamente lo contrario a la guerra. En esas lejanas tierras bíblicas,
entre el mundo casto de los egipcios y la vida de bares en Israel, transcurrieron
los días de soldado de Adalberto.
POR FIN, UNA
ESTABILIDAD LABORAL
Adalberto Marulanda
Nieves terminó su misión militar. Su familia se había ido a vivir a Maicao.
Fue allá donde escuchó decir que una empresa minera necesitaba vincular personas
para su operación carbonífera. Ahí vio la oportunidad de su vida. No quiso
desperdiciarla. Presentó su solicitud de empleo en las oficinas de Riohacha. A
su casa le llegó el telegrama donde lo citaban a entrevista. Se presentó
exactamente a la hora prevista.
No puede olvidar ese
día. Fue clave para sus aspiraciones humanas de encontrar un empleo digno. Al
llegar al quinto piso del edificio Ejecutivo, se encontró con que él no era
el único. No le importó: los demás también tienen derecho a aspirar. Se sentó
entre el grupo de muchachos nerviosos. Esperó a que lo llamaran. Lo que más
recuerda de ese diálogo fue cuando le preguntaron que qué quería operar, si
camiones "Wabco" o trenes. Entre la pregunta y la respuesta no transcurrió
ni una centésima de segundo. Adalberto Marulanda no vio ningún problema en
responder con la sinceridad en el alma.
- Cualquiera de los
dos- dijo-: de todas formas, no conozco a ninguno
Lo mandaron para
ferrocarriles. Hizo dos meses de entrenamiento teórico. Estuvo cuatro meses en
el Puerto aprendiendo a maniobrar las locomotoras. Hasta que lo llamaron para
que operara el tren vacío desde Puerto Bolívar hasta la Mina. Fue un día
grandioso, pero nunca comparable con aquel 18 de junio, cumpleaños de su
esposa, en el que por primera vez un guajiro conduce un tren lleno de carbón en
su propia tierra.
Publicado en la revista especial
coleccionable Intercor en sus manos, número
4, junio de 1992
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