Por John Acosta
Los estudiantes caminaban en fila india.
Adelante iba la banda de guerra del colegio con las bastoneras más hermosas
que había concebido el mundo hasta entonces. Habían sido escogidas entre las
jovencitas del quinto y sexto año de bachillerato, no tanto por su rendimiento
académico como por la magia estética de sus bellezas. La calle estaba sin
pavimento. Los perros, asomados en las rendijas de la cerca de sus casas, miraban
asustados el polvo que levantaban los pies de aquella marcha estudiantil.
Eran alumnos de la Divina Pastora. Iban a
la catedral a escuchar la misa anual que ofrecía ese plantel educativo en
honor al estudiante caído. Sería una ceremonia religiosa parecida a la de los
años anteriores. Los muchachos les picarían el ojo a sus compañeras dentro de
la iglesia. Algunos pellizcarían al vecino para hacerse después los desentendidos. Los más aplicados
contestarían al pie de la letra
cada uno de los requerimientos sagrados de aquel ritual cristiano. Los profesores
caminarían de un lado a otro
para tratar de imponer el orden con sus miradas inquisidoras. Mientras el
sacerdote oficiaría su misa en medio del calor infernal de las diez de la
mañana.
Siempre era así. Salían, luego, de regreso al colegio. Guardaban los
implementos de la banda de guerra. Y se iban a sus hogares en medio de los
gritos de protestas del otro plantel de bachillerato, el Liceo Padilla,
quienes desde el cementerio empezaban a lanzar consignas que condenaban la
matanza de los estudiantes, acaecida durante la dictadura del general Rojas
Pinilla.
Ese 9 de junio iba a ser diferente para
los alumnos de la Divina Pastora. Los integrantes de la banda continuaban con
su toque de guerra. Los demás compañeros, atormentados también por un sol de
guapos que les hacía más difícil mantener el compás en las cuatro filas
indias, seguían sudorosos el andar castrense impuesto por los que iban
adelante. Algunas señoras dejaban de atizar la olla del sancocho para el
almuerzo y se paraban en el umbral de la puerta de sus casas a ver pasar la
comitiva estudiantil.
La bastonera principal no siguió derecho
hasta la catedral. Hizo su escuadra perfecta en la calle siguiente para
doblar hacia el cementerio, como se lo había pedido una junta clandestina de
cinco estudiantes, formada meses antes entre los alumnos más sobresalientes
del colegio. Era un desacato a la costumbre anual de los directivos del
plantel.
Nadie
hizo nada por evitarlo. Ni los profesores, sorprendidos por aquel brote
repentino de entusiasmo juvenil. Ni los otros estudiantes, fascinados con la
idea de poder demostrarles, por fin, a sus críticos del Liceo Padilla que los
muchachos de la Divina Pastora no eran ningunos niños mimados.
Llegaron
al cementerio. Cuando sintieron el toque de la banda de guerra que se acercaba,
los alumnos del otro colegio no lo podían creer. Habían llegado desde mucho
antes a gritar, con todo el poder de sus pulmones juveniles, improperios innumerables
contra la fuerza pública que el 9 de junio de 1956 masacró a 13 estudiantes en
una avenida de Bogotá. Al ver de cerca los rostros sudorosos de los jóvenes de
la Divina Pastora, aplaudieron.
Ninguno
supo quién lanzó la primera piedra. Lo cierto fue que los estudiantes de la
Divina Pastora se vieron envueltos en aquella manifestación sin precedentes
en la historia estudiantil de Riohacha. Nadie supo de dónde salió tanta piedra.
La policía no pudo detener el ímpetu avasallador de aquel desorden con causa
trasnochada. Sólo los padres de familia, que salieron a la calle con correa en
mano a corregir a los hijos revoltosos, pudieron detener el vendaval humano
que corría sin orientación.
Miguel
Bueno López supo, entonces, que las travesuras de esa edad no conducían a
ninguna parte. Había formado parte del grupo de alumnos de la Divina Pastora
que tuvo la ocurrencia de desviar el desfile hacia el cementerio. El rector del
colegio, un cura italiano que salió de su país con la misión cristiana de
evangelizar al mundo, se negó a cumplir la determinación de la Secretaría de
Educación de expulsar a los líderes estudiantiles. Sin embargo, Miguel Bueno no
pudo escapar al castigo severo de su padre.
IZANDO BANDERA
Había
crecido en la Riohacha que llegaba hasta la calle 14. No existían sino dos
barrios. El Arriba y el Abajo. Miguel Bueno López nació en el primero, a
orillas del río Ranchería. Todos los días se iba a nadar con los demás niños de
la cuadra. No podía bajar hasta el mar porque ese era un derecho permitido sólo
a los chiquillos del barrio Abajo. Debía conformase con las tiradas al río
desde el puente de madera que estaba cerca de su casa.
Hizo
sus dos primeros años en la Escuela Rural de Varones de Riohacha, hasta que
las peleas de gallo de su padre le permitieron pagar el resto de su primaria en
la Divina Pastora. Fue siempre un buen alumno. Salía de la casa con su mochila
atestada de cuadernos bien forrados. Hacía la fila india que los curas
obligaban a formar por cursos, antes de iniciar clases, para rezar el Padre
Nuestro y la Ave María en voz alta con la mirada fija en el cielo. Regresaba
envuelto en el sol tropical del medio día. Se quitaba el uniforme sudado para
ponerse un pantaloncito corto y esperaba ansioso la tarde para ir a
"echarse" un partido de fútbol en la mitad de la calle. Hacía las
tareas en la noche, bajo la luz tenue de una lámpara de petróleo.
Una
vez lo incluyeron entre los más destacados de sus cursos para que izara la
bandera de Colombia. Era una mañana de sol. Mientras él tiraba despacio la
cuerda que elevaba el tricolor, sonaba el himno nacional; Miguel Bueno notaba
cierto tono burlesco entre los alumnos que formaban alrededor suyo. No puso
atención: siguió orgulloso con su deber patriótico. La bandera llegó al final
del asta, justo cuando quitaron el himno. Miguel Bueno volvió a ocupar su lugar
en la fila. Un profesor se le acercó y le murmuró algo al oído.
-
Tiene los zapatos al revés - le dijo.
Quiso
morirse de la vergüenza. No veía la hora en que aquella ceremonia fatal
terminara de una buena vez por todas, para irse hasta su casa y desahogarse en
su propia torpeza.
Llegó
el bachillerato. Miguel Bueno López formó su grupo de estudio con un grupo de
jóvenes inquietos. Su disciplina académica no lo exoneraba de las
impertinencias propias de la juventud, como la de aquel 9 de junio. O se volvía
cómplice de las pilatunas de sus compañeros. Un día colocaron al revés el
escritorio del curso, donde se sentaba el profesor de turno a dictar su clase.
El
maestro de Biología entró, dio sus buenas tardes y siguió derecho hasta donde
estaba su silla. Se sentó como se la habían puesto, de espalda a sus alumnos,
mirando hacia la pared. Duró así cinco minutos. "Hoy venía dispuesto a
realizar una previa, pero como no veo a ninguno en el salón me toca ponerle un
cero a todos", dijo. Se puso de pie y se retiró. Nada ni nadie pudo
convencerlo de que ellos estaban en el salón, pero del otro lado. Se quedaron
con el cero.
IR A LA UNIVERSIDAD
Miguel
Bueno López estaba destinado a estudiar Ingeniería de Petróleo en la
Universidad Central de Venezuela. En ese país tenía una tía que le había
ofrecido su casa para que él pudiera terminar su carrera. Pero.en uno de esos
arrebatos humanos, Miguel Bueno terminó embarcado en un viaje con su grupo de
estudio hacia Barranquilla. La idea era seguir juntos, aunque en distintas universidades,
por lo menos en la misma ciudad.
Pasó
en la Universidad del Atlántico. Siempre tendrá presente la tarde aquella en
que fue a darle la noticia a su padre. El viejo se encontraba entrenando un
gallo de pelea en la mitad del patio de su casa, debajo de un palo de dividivi.
Estaba en compañía de su hermano, otro gallero profesional. Miguel Bueno vio
en la cara de angustia de su padre, la impotencia de un hombre que no tiene
cómo sostener a su hijo en una ciudad diferente a la suya.
El
padre le insistía que se fuera para Venezuela. Era obvio: allá no tenía que
pagar ni arriendo ni comida. El tío de Miguel Bueno, un hombre con una
mentalidad positiva, le insistió a su hermano para que mandara al hijo a
estudiar en Barranquilla.
-
Si Dios le da a la hormiga, cómo no le va a dar al hombre - decía.
No
fue necesario decir más nada. Miguel Bueno López tuvo que cambiar su baúl
casero de madera por la maleta' 'Echolac'' blanca que lo acompañaría durante
toda su carrera. Para esa época, la troncal del caribe ya estaba construida.
Pero había que hacer cola en la orilla del río Magdalena, en medio de nubes de
zancudos y de los gritos de los vendedores ambulantes ofreciendo todo tipo de
chucherías, para poder subir al "ferry boat" que tranportaba hasta el
otro lado.
Llegó
a Barranquilla. Y se dedicó a sacar adelante su carrera de Ingeniería Química.
Para ir a la Universidad debía caminar catorce cuadras diarias, desde el
apartamento donde vivía con sus ocho compañeros de bachillerato. Fue una etapa
inolvidable. Placeres, tragos, mujeres y estudio. La espera del giro, pequeño
pero seguro. Cancelar las deudas. Quedar otra vez sin cinco centavos. Volver a
pedir prestado para pagar con el próximo giro. Compartir con los amigos el
suero, la yuca, los plátanos verdes y el queso salado que le mandaba la madre
esperanzada, en una caja de cartón que amarraba con una cabuya de fique.
Ser
el primero del curso. Los cuatro primeros semestres no los pagó. Vino, entonces,
el papel de líder estudiantil. Las responsabilidades como miembro del consejo
directivo de la facultad. Perdió la beca. Miguel Bueno López tuvo que sacar 298
pesos de su bolsillo de estudiante varado para pagar su primera matrícula.
Llegaban
las vacaciones. El reencuentro con su gente. Los amigos de infancia gastaban
las parrandas al joven que había tenido el coraje de salir de su pueblo a
disputarle al destino un título universitario. Las jovencitas coqueteándole al
futuro profesional. Las amanecidas frente al mar de su Riohacha, ahora sí con
la permisividad cómplice de su padre. La comida preparada en casa por la mamá
hacendosa. Todo lo vivía intensamente para que, después, los recuerdos le
permitieran sobrellevar la nostalgia que lo embargaba en la Barranquilla lejana
de esa época.
El
regreso a la Universidad. Las discusiones bizantinas en la cafetería, al son
de un tinto y envuelto en los espirales de humo de cigarrillos. Caminar por los
pasillos en los ratos libres, piropeando a cuanta mujer se le atravesara. Los
agradables ratos de estudio en la biblioteca.
Se
enamoró de Dorina, una joven de Astrea, Cesar, que vivía en el camino del
apartamento a la Universidad. No fueron amores pasajeros de estudiantes en
tránsito. Se casó con ella cuando aún estaba en el octavo semestre. Con el
consentimiento de su padre, quien debió subir las apuestas de los gallos en
Riohacha para poder cumplir con la doble responsabilidad en Barranquilla.
TRABAJAR EN LO SUYO
Municipio de Manaure, donde está la segunda sal más pura del mundo |
Volvió
a Riohacha. Con su título profesional, su esposa del alma y su primer hijo:
José Luis. Tenía que enfrentar ahora el reto de encontrar un trabajo. Hizo
contacto con Eduardo Abuchaibe, entonces gobernador del departamento de La
Guajira. Claro, la política. Esa noble actividad que en Colombia han convertido
en un monstruo terrible a donde los profesionales desempleados deben recurrir
a buscar un puesto.
El
director de Instituto de Fomento Industrial (IFI) Concesión de Salinas, cuota
política de Abuchaibe, lo citó a Bogotá. Le dieron la noticia: en Manaure no
había nada. Debía irse a Upín, Meta, a una mina subterránea de sal. Se fue
solo. A una tierra desconocida. Lejana. Lluviosa. Con una montaña empinada, de
donde se desprendía una llanura extensa que comparó, sumergido en el éxtasis
de sus reminiscencias, con el mar de la Guajira. No era una exageración
poética. Para resistir la añoranza de su mundo ausente, Miguel Bueno no
vacilaba en relacionar las cosas que vivía allá con cualquier esencia que desempolvaba
de sus recuerdos. Hasta el ambiente de apuestas del coleo llanero se le
pareció mucho al espíritu gallero de su raza.
Aprendió
mucho de minería. Y sobre equipo de salvamento bajo tierra. Precisamente, a
los ocho meses de haber ido a meterse a las entrañas de la tierra en Upín, lo
mandaron a Bogotá, laq capital del país, para que hiciera un curso de director
de seguridad industrial.
Llegó
a Manaure. Por fin. Ya había nacido Maira, su segunda hija. Llevó a su pequeña
familia al municipio salino. Se sintió inmensamente feliz. El sueño de los
profesionales de estas tierras es servir a su región. En Concesión de Salinas
se empezó a desarrollar la actividad social. Hicieron un censo para detectar a
los tuberculosos. Y se construyó en Manaure un centro para atenderlos.
Conoció
mejor la cultura wayuu. Volvió a saborear con gusto el friche, que es el plato
típico de su tierra guajira. A comer queso de leche de cabra. Yuca con chivo
asado. Le daba al indígena sus elementos de seguridad. Botas, guantes, cascos.
En vano: el wayuu prefería su guaireña y su sombrero de paja.
En
octubre de 1981, Miguel Bueno asiste a un congreso nacional de seguridad
industrial que se lleva a cabo en Bogotá. Allá, bajo la atmósfera gris de esa
ciudad glacial, conoce a Oscar Humphrey, un mejicano que se desempeñaba como
jefe de seguridad de una empresa privada que, en asocio con una estatal, había
contratado la construcción del Complejo Carbonífero más importante de
Suramérica.
Ese
encuentro casual fue el primer vestigio de una carrera ascendente que empezaría
meses después, el 4 de enero de 1982, con la firma del contrato de trabajo que
acreditaba a Miguel Bueno como Analista de Seguridad Industrial de Intercor,
empresa operadora de la mina carbonífera del Cerrejón. "En esa época,
desarrollábamos manuales y módulos de entrenamiento, hacíamos las actividades
de seguridad en el Centro Ejecutivo I. que estaba en construcción en
Barranquilla", recuerda.
Duró
dos años en Barranquilla. El 3 de enero de 1984 le asignaron como base la Mina
en el sistema 4x4: cuatro días de trabajo por cuatro días de descanso. Estuvo
en Entrenamiento, sirvió de soporte en las áreas de Mantenimiento y
Producción. Viéndolo hoy, sentado detrás del escritorio de su oficina o montado
en su camioneta asignada, recorriendo las vías que están alrededor de los
tajos, nadie puede imaginar siquiera que ese hombre apacible pueda ser el mismo
que veinte años atrás promoviera, junto con otros ocho compañeros, una
manifestación diferente a la que tradicionalmente se había hecho en su colegio
de curas. Ahora, refleja la madurez de los años y el respeto que infunde ser un
Supervisor Mayor de Seguridad Industrial.
Publicado en la revista
especial coleccionable Intercor en sus
manos, número 5, julio de 1992
Ese es mi amigo de siempre. Mi Migue Bueno.
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