Por John Acosta
La calle estaba recién pavimentada. Los muchachos recogieron con pala la arena que los contratistas del municipio habían echado para fraguar el concreto. Eran las 2:00 de la tarde de un día caluroso. A esa hora, el sol había aparecido con toda la intensidad después de una mañana nublada que mantuvo amenazado a todo el mundo con la inminencia de un aguacero que nunca llegó.
Los muchachos habían estado planeando el partido desde muy temprano, pero el amago constante de la lluvia hizo posponer el juego a cada rato. El sol salió en el momento que empezaron a hacer toques de calentamiento con el balón en la calle de siempre. Las interrupciones por el tráfico de vehículos obligaron a buscar una alternativa diferente a la de aquel sitio. Fue entonces cuando surgió la idea salvadora.
-Juguemos en la calle nueva- dijo alguien.
Fue una frase aprobada en el acto. La calle recién pavimentada era la ideal, pues tenía piedras de contención
en las entradas para evitar el paso prematuro de vehículos. El único problema consistía en la tierra regada por los contratistas: un resbalón podría significar la caída fatal. De modo que el joven no terminó de expresar su idea cuando aparecieron dos palas para recoger la arena. César, el más bajito de todos, llegó con las dos pequeñas porterías metálicas que algún vecino había fabricado para tener el gusto de prestarlas a los jugadores casuales del barrio. Eran portátiles y tenían por malla un costal de plástico.
Todo estaba listo. Sólo faltaban las dos alineaciones. «Somos once», se escuchó de pronto. «Bueno: cinco contra cinco. Y que alguien se quede esperando a que aparezca otro», expresó el recién motilado.
Ya iba a empezar el partido. El de la portería de abajo arrancó a correr hacia el centro de la cancha improvisada. «Un momentico, un momentico», gritaba. Llegó hasta donde estaban los dos jugadores dispuestos a hacer el saque inicial. Cogió la inmarcesible pelota de trapo, se secó el sudor de su frente con el pulgar de su mano derecha. Los envolvió a todos en el torbellino de su mirada.
-Ajá, y qué vamos a apostar- dijo en forma de pregunta.
Todos se miraron entre sí. El sol quemaba más que nunca y ya los vecinos habían sacado sus mecedoras para ver el juego desde la sombra de sus almendros. Una señora, que se escudaba del sol con una toalla de flores moradas, cruzó la calle en ese momento con una mano de guineos para el almuerzo atrasado. «Juguemos la canasta de cerveza», propuso otro.
Era lo más sensato. Después de un partido de fútbol con semejante sol encima, lo más que se podría desear para calmar la sed era una cerveza helada. Por eso, nadie dudó un instante en aceptar sin condiciones aquella propuesta justa. El partido empezó. La pelota iba y venía en una serie de toques precisos. Los cuerpos de los muchachos parecían a punto de explotar del calor, envueltos en las empapadas camisetas chinas traídas de contrabando por Maicao. «¡Mano!», se oía de repente. Todos paraban el partido. Uno cobraba lo cantado y el juego seguía. Cuando la bola iba al andén, el contrario hacía el saque respectivo.
Hasta que llegó el primer gol. Los compañeros del autor aplaudieron la jugada desde sus puestos estratégicos. Vino el segundo del mismo equipo: faltaba solo uno para ir a tomarse la cerveza sin pagarla. Entonces metieron el descuento. Pero el sol quería recobrar en la tarde todo el tiempo que perdió en la mañana. «Bueno, hasta aquí el primer tiempo», sentenció uno de los jugadores, atolondrado por el bochorno. Sin embargo, fue una inspiración robada al desespero.
No terminó de decir la última palabra cuando salieron hacia las llaves, instaladas para regar los jardines de las casas vecinas: tomaron agua y se mojaron la cabeza. Obedecieron a la orden tácita de quitarse las camisetas para exprimirles el sudor y se echaron en los andenes sombreados por los almendros callejeros: estaban bombardeados de calor.
Comentaban las jugadas fallidas cuando llegó el vendedor de raspao con su bicicleta de tres llantas. «Apareciste como una bendición de Dios», dijo alguien. Y le pidieron los once raspao para pagarlos con los billetes mojados de sudor.
Apenas habían jugado quince minutos, pero el calor hacía creer que era una eternidad. «Si así es el infierno, prometo ser bueno desde ahora», comentó el vendedor, azotado también por el ardor de la calle. Nadie se rio con el chiste: sus clientes imprevistos estaban demasiado atormentados por el sol como para andar festejando apuntes ligeros.
El partido se reinició a los diez minutos. Los muchachos que no podían soportar más la deshidratación, eran reemplazados por quienes iban llegando. A los pocos minutos, reingresaban a la cancha parcialmente recuperados para solidarizarse con otro compañero en pena. Hacía más de cinco meses que no se juntaban a jugar fútbol en la calle. Pero la vanidad los obligó a volver a la rutina de todas las tardes cuando empezaron a notar una prominente barriga.
Un taxista inoportuno sorteó como pudo las piedras de contención y tuvo la increíble ocurrencia de cruzarse por allí, justo en el momento en que se iba a producir el gol del empate. «¡Carro!», se escuchó. Los que estaban cerca de las porterías corrieron a apartarlas de la calle. Los demás, aprovecharon aquel instante supremo para robarle a cualquier sombra un segundo de frescura. El carro pasó. La canasta de cerveza volvió a ser disputada por los muchachos sedientos. El gol del empate nunca llegó. Primero anotaron el del triunfo: tres a uno.
Crónica inédita escrita en 1994 como tarea del taller literario Entre el Sol y el Carbón, de Mushaisa (Albania), La Guajira.
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