9 may 2011

Un corazón dentro del fusil

Obra Love and Peace, de Vasiliy Myazin
Por John Acosta

A
Yonaides,
claro.

"Aquel que camina una
sola legua sin amor,
camina amortajado hacia
su propio funeral",
Walt Whitman.

1
Era un hombre. Hecho y derecho: un hombre de verdad. Iba a ser grande. Sería el apoyo y el sostén de su vida cuando ya estuviera marchita. Lo vio con los ojos inundados de lágrimas, no por el dolor del parto, sino por la felicidad de quien ha cumplido con el sagrado deber de entregar al mundo un nuevo ser. Le vio su cuerpecito frágil y ensangrentado, sus piernecitas encogidas, su cabecita larga. Sintió el eco fino de su llanto tierno retumbar en todos los rincones del cuarto. Le pareció una melodía celestial. La más hermosa canción de amor. Miró cuando abrió sus ojitos. Entonces, recibió su mensaje de gratitud.


Valió la pena soportar tanto sufrimiento. El destino la premiaba ahora con el más valioso de los trofeos. Atrás quedaba su trajinar de desprecio. Su trozo de pasado suspendido en el aire húmedo del río, la tarde aquella en que Francisco Javier le arrebató para siempre el tesoro de su honradez. Nunca la olvidaba. No por las nefastas consecuencias que le traería después, sino por la felicidad indescriptible que vivió en ese momento de pasión desenfrenada. Después le había quedado la satisfacción de haberlo hecho por amor. Fue eso lo que le dio la fuerza suficiente para enfrentar a la sociedad con tanta altivez.

Desde niña fue encendiendo esa brasa sentimental que ardió poco a poco hasta quemar por completo cualquier lazo espiritual y cayó de lleno en el pastizal reseco de su cuerpo púber. Recuerda las mañanas gloriosas en las que salía con la regadera en las manos, so pretexto de remojar la calle para que el polvo no se metiera a la casa. Y lo veía pasar, como si nada, de regreso al matadero, con su libra de carne, silbando la canción vallenata de moda.

O los mediodías memorables en los que su madre la mandaba a tender la ropa sobre las gigantescas piedras del río. Entonces él estaba ahí, en pantaloneta, con la toalla amarilla de flores azules recogida en el cuello, chiflando mejor que nunca e indiferente ante ella, como siempre. O las tardes aquellas en las que dejaba de jugar al papá y a la mamá en el patio de su casa con otros niños, y salía corriendo a pararse en la cerca para verlo pasar, bien cambiadito y bañado en colonia, directo al parquecito, donde se reunía con otros muchachos a mamarle gallo a cuanta jovencita de su edad pasara por allí.

Sí, ella era entonces una niña. Tenía ocho años. Y él más de quince. Ella debía estar sometida al juego disciplinario de las muñecas. Y él, a las andanzas fortuitas de cabrón novato en los bailes de adolescentes. Era previsible, luego, que Francisco Javier no se fijara ni en su mirada infantil, ni en su sonrisa de inocente soñadora: ella no tenía nada más que ofrecerle.

Cuando a Carmen Cristina le vinieron los primeros dolores del parto, Francisco Javier estaba en los billares surtiendo de cerveza los dos enfriadores. Con un limpión rojo sacudía por encima a las botellas, antes de sacarlas de las canastas. "¿Qué quiere?", le preguntó al pequeño que había entrado de improvisto y se había parado al frente suyo, jadeante todavía por la carrera que lo llevó hasta el bar.

-Qué le mandó a decir la señora Zenobia que se vaya rápido para la casa porque Carmen Cristina va a alumbrar-tartamudeó asustado aún por la sequedad con que le fue formulada la pregunta.

Ya, era eso. Lo suponía. ¿Hasta cuándo lo iba martirizar ese problema? Creyó haber solucionado las cosas, cuando huyó del pueblo al enterarse de que los padres de su novia descubrieron el embarazo de la hija. No supo, entonces, las consecuencias aciagas de su amor cobarde.

Miguel Antonio cogió a la muchacha por una mano y la sacó arrastrando de la casa. Ella, con la cabeza gacha por la vergüenza del escándalo público al que estaba siendo sometida, se dejó llevar, no tanto por la voluntad indeclinable de su progenitor, como por las circunstancias inexorables de su destino. Atravesaron el pueblo en el preludio incandescente del medio día ante las miradas curiosas que brotaban de las hendijas de las puertas entrecerradas. Llegaron a la vivienda de Francisco Javier. "¿Dónde está el sinvergüenza ese?". Zenobia Salgado no se fijó en el hombre cargado de ira que le lanzó la pregunta. Sus ojos prefirieron escudriñar el vientre de Carmen Cristina. "Él se fue de este pueblo", respondió. "Y no me pregunte para dónde". Miró, ahora sí, a Miguel Antonio. "Ni yo misma lo sé", le dijo. Su marido, que había escuchado todo desde la cocina donde estaba almorzando, dejó el plato vacío en el mesón. Entró a la sala "¿Qué pasa aquí?", preguntó. Miguel Antonio temblaba.

-Casi nada. Que su hijo se jodió a esta boba y ahora no aparece para responder - dijo.

Zenobia Salgado leyó en la voz trémula del hombre, la amargura de quien se siente incapaz de limpiar el honor mancillado de su familia. Su marido, en cambio, no lo percibió así. Exhaló un largo suspiro. Envolvió a Carmen Cristina con su mirada de perro rabioso.

-Tenga la plena seguridad de que no lo hizo a la fuerza - afirmó.

Fue como haber firmado una sentencia condenatoria para la joven embarazada. Miguel Antonio la cogió de nuevo por un brazo y la llevó a su casa. Ordenó a su mujer que recogiera la ropa de la hija burlada. Doña Sixta, sumisa siempre a los designios de su esposo, empacó los cuatro vestidos de seda importada junto con los cinco pares de zapatos y las diez tangas de modelos diferentes en una bolsa de plástico.

Miguel Antonio tiró a la calle la indumentaria envuelta. Fue hasta la alcoba de Carmen Cristina. La cogió por el cabello y la llevó hasta la puerta de la calle. Ella debía de recordar después, regocijada frente a su hijo recién nacido, el dolor que sintió en el vientre cuando su padre la empujó hacia afuera. Aunque quizás lo padeció más en las entrañas de su alma, cuando oyó la sentencia que le gritó Miguel Antonio, con toda la fuerza de su espíritu para que todo el pueblo lo oyera, parado en la acera de su casa:

-Vaya a putear a otro lado, carajo.

Tenía diecisiete años. Había hecho todo lo posible para ocultar los cuatro meses de embarazo. Se valió de todo tipo de artimañas para desviar la atención de su madre, cuando ella notaba las acciones raras de la hija. Como la vez que sintió hundirse en las profundidades oscuras de la nada, en la mitad de la cocina, y despertó en la cama de su aposento, al lado de doña Sixta, su mamá. "Ya no se puede desayunar con huevos criollos", explicó aturdida todavía. "Cuando quebré el primero estaba empollado. Y no recuerdo más: no pude soportar el hedor a perro sarnoso: me desmayé". O el día que estaba regando el patio y no aguantó el olor a tierra mojada: se llevó un poquito a la boca. Al verse descubierta por doña Sixta, sonrió: "Quería recordar cuando era niña". Lo peor fue cuando todo el mundo empezó a notar su gordura. "Es la buena vida", decía a cada rato. Como si fuera poco la incomodidad de la ropa apretada, tenía que tolerar también la imprudencia de los curiosos.

Se había hecho el propósito de llevar el fruto de sus vísceras maternas en medio de la soledad más espantosa, desde el momento mismo en que Francisco Javier le dio la espalda. Hasta ese entonces, creyó que ese tipo de hombres sólo se encontraban en las telenovelas ridículas. Sucedió en el sitio donde dejó plasmado el sello de su virginidad vulnerada. Él la esperaba como todas las tardes, desde la primera vez hacía más de tres meses. Apenas la vio llegar se le lanzó como fiera hambrienta. La besó desesperadamente. Le abrió la cremallera de su vestido de niña consentida. La desnudó hasta la cintura, mientras le besaba los hombros, la espalda. Y llegó al sitio donde se levantaban impetuosos sus senos erguidos. Ella sintió el corrientazo que recorrió todo su cuerpo en cuestión de segundos. Entonces, brincó. Se alejó dos pasos. Miró la única nube que se deformaba en el cielo.

-Estoy embarazada - dijo.

Francisco Javier recibió el latigazo justo en la mitad de su cobardía. Fingió tener la tranquilidad que hubiera querido encontrar cuando la rebuscó desesperado entre los cachivaches monótonos de su interior machista. "¿Cuánto tienes?", balbució en forma de pregunta. "Un mes, creo". La respuesta le dio la esperanza de salir de aquel atolladero. Le sonrió: "No te preocupes: conozco a una señora que hace muy bien el trabajo". Ella terminó de vestirse. Se recogió el cabello con el gancho de plástico rojo. Y lo envolvió en el fuego de su mirada iracunda.

-Si hay plata para abortarlo, también la hay para tenerlo - le dijo.

Se alejó más segura que nunca. Estuvo a punto de gritarle que estuviera tranquilo porque ella no lo iba a molestar para nada. Pero no. Con cumplir esa determinación le bastaba. Por eso, no dijo nada a nadie. Por eso, esquivaba las inquietudes de doña Sixta. Hasta el día que le fue imposible seguir ocultándolo.
Carmen Cristina jamás podrá olvidar el almuerzo que le inició el calvario de su preñez. Estaba ahí, comiéndose su queso salado con su arroz rojo por la salsa de tomate y su plátano asado, debajo del palo de mango, donde se refugiaba a comer desde que empezó a sentir síntomas de vómito. Toñito, su hermano menor de ocho años y medio, la había seguido como lo hacía siempre en cada una de sus travesuras de pollina sin amansar.

Entonces, sucedió. Fue en el preciso instante en que Toñito miraba con curiosidad cómo se hinchaba el pecho de su hermana cuando ella respiraba. Carmen Cristina no pudo evitarlo porque no se dio cuenta, sino después de que pasó. Una gota de leche salió por el seno derecho de la muchacha y le mojó el vestido. Toñito corrió despavorido hacia donde doña Sixta. "Carmen está enferma", gritó. Doña Sixta salió. Vio la mancha reciente en la prenda de su hija y confirmó sus sospechas.
Hizo lo que tenía que hacer. Llamó al hombre de la casa. "Tienes que arreglar esta vaina ya mismo", le exigió a su marido. Miguel Antonio no necesitó preguntar para saber qué pasaba. Miró con dureza a Carmen Cristina. "¿Fue el hijueputa ese, verdad?", le preguntó. "No sé", respondió ella desafiante. Y se dirigió a toda prisa hacia la calle. Llamó a uno de los niños que jugaba trompo bajo la sombra protectora de un ciruelo.

- Vaya corriendo a la casa de Francisco Javier. Y le dice que se largue pronto de este pueblo porque en mi casa acaban de descubrir la cosa.

El muchacho no entendía. "Ay, hombre, dígale así, que él ya sabe", le dijo ella. Regresó a su casa. Su padre estaba en la sala con el sombrero en la mano. Lo enfrentó con la altivez de una vaca recién parida. Quiso ganar tiempo: "¿Para qué quiere saber si es él?". Miguel Antonio no aguantó más. Se puso el sombrero y agarró a la hija por una mano. La sacó arrastrando.

-Ahora mismo va a saber ese desgraciado lo que es mantener a una mujer - dijo.

2

La señora Rafaela, partera del pueblo, cortó el lazo de unión biológica entre Carmen Cristina y su pequeño hijo. En medio de su dolor, la nueva madre se hizo el propósito de que esa atadura ahora iba a ser invencible. Más fuerte. Más firme. Iba a ser sentimental. Vio cuando le lavaban la sangre con agua hervida que habían preparado en la bañera de plástico. Lo miró manotear cuando lo secaban. Se limpió las lágrimas con el dorso de su mano izquierda. Se sintió grande. Inmensa. Creyó encontrar los límites de su felicidad infinita. Se lo pusieron en sus brazos maternales. Por fin. La señora Rafaela lanzó al aire la misma frase de siempre: "Se parece a su papá", dijo. Carmen Cristina lo sintió más su hijo. Le dio un beso en su frente arrugada. Y de inmediato se fue con él al centro del mundo. Era un lugar maravilloso, de donde podía ver con orgullo el desarrollo del amor con el que procreó a su criatura.

Vio en la cinta cinematográfica de sus recuerdos a la adolescente enamorada del mismo hombre que la martirizó en las noches de insomnio, en los momentos en que se revolcaba loca de amor en la cama mil veces orinada por su niñez volcánica. La ubicó ahí, frente al espejo de su cuarto, el día que descubrió desnuda los capullos de los que serían sus senos inmarcesibles. Entonces se dio la vuelta y apreció la forma de su cadera admirable, el torno perfecto de sus piernas enloquecedoras, la estrechez de su cintura. Era como si el espejo reflejara la imagen de otra Carmen Cristina: más bonita aún que las señoritas que llegaban anualmente al pueblo a disputar el título de Reina del Festival Folklórico del Fique. Iba a cumplir los catorce. Y lo primero que le cruzó por la mente fue la figura deseada de Francisco Javier.

Se sintió mujer. Hecha y derecha. Empezó a aborrecer los vestiditos llenos de encajes de su vida infantil. Su ropa era ahora más atrevida. Sus zapatos, más altos. Los hombres de las cantinas le gritaban cosas bonitas al verla atravesar con su andar de yegua de paso. Se valía de cualquier pretexto para toparse siempre con Francisco Javier. Gozaba cuando lo veía estremecerse de admiración, muriéndose de las ganas de decirle algo: ella lo paraba en seco con su indiferencia. Porque se hacía la importante: apenas pasaba cerca de él, sacaba su pecho prominente y meneaba con gracia sus caderas de pato: caminaba más altiva que de costumbre.

Salía todas las tardes. Para esa época, Toñito había cumplido los cinco. Y se convirtió, en la inocencia de su infancia, en cómplice de las andanzas de su hermana. Ella lo sacaba a todas partes como una carta de garantía para que nadie, ni siquiera Francisco Javier, sospechara cuáles eran sus verdaderos propósitos. Lo llevaba al parquecito, donde se encontraba con otras jovencitas que también salían con sus hermanitos. Allí estaba él, Francisco Javier, con los amigos de su edad, cantándole versos de amor. Ella se ruborizaba. Y llena de ira consigo misma, le torcía los ojos: le colerizaba su propia cólera. Se desquitaba con Toñito. Le pegaba cuando él salía de pelea con los otros niños.

No le dirigía la palabra por nada en el mundo. Ni siquiera cuando ella misma pasaba frente a la casa de él, hasta seis veces al día, con la excusa de ir a la tienda. Francisco Javier se paraba en la puerta y le echaba los piropos más rebuscados de su vida mujeriega. Carmen Cristina sentía quemarse enseguida en las llamas de su enojo. Agarraba más fuerte a Toñito. "Apúrate, carajo", le gritaba. Sentía derretirse por él, y admitir esa realidad la enfadaba más aún. Porque le molestaba pensar que esa galantería no era únicamente con ella. Por eso, no le daba oportunidad a que él la abordara: preferiría mil veces hundirse en la inmensidad de su amor silencioso.

Hasta que Francisco Javier no pudo más. Habían pasado más de dos años desde que Carmen Cristina descubrió su cuerpo de mujer frente al espejo de su alcoba. El día que el joven galán del pueblo decidió declararle su amor, ella había resuelto arrancar para siempre esa locura de su alma. Y si fue a la tienda, no lo hizo por pretexto, como otras veces: ese día las dos indiecitas que trabajaban en su casa se revelaron porque hacía casi un año que no les daban ropa vieja. Era el único pago que recibían por trabajar como burras. Y no porque la familia de Carmen Cristina fuera tacaña. Sino que era una costumbre de las cinco castas ricas del pueblo: bajaban de la serranía a las jovencitas nativas con el argumento de civilizarlas, las mostraban ante sus parientes citadinos como las sirvientas obedientes de una partida de arruinados que aparentaban riquezas, las engañaban con los vestidos pasados de moda que sus hijas aborrecían, y las arreglaban a las carreras cuando se enteraban que sus padres llegaban de la tribu a visitar a sus retoños civilizados.

Ese día, Francisco Javier la esperó a que regresara del granero La Economía. La interceptó ahí, justo al frente de su casa. "Usted no se va de aquí hasta que no me escuche", le dijo. Ella quiso morirse. O desaparecer como un fantasma ¿O acaso no era ese el fantasma que la había acompañado desde niña? Miró a Toñito. Sí, ya estaba grande y podía entender cualquier conversación de ese tipo. No podía arriesgarse a ser acusada ante el carácter fuerte de Miguel Antonio, su padre. "Vaya por los vueltos, rápido", le ordenó a su hermano. Y enfrentó a Francisco Javier. Disimuló su turbación lo mejor que pudo.

- ¿Qué quiere?

Francisco Javier comprendió que tenía que ser directo. Ir al grano, como lo había hecho tantas otras veces con otras mujeres.

- Que desde hace tiempo quiero proponerle que sea mi novia.

Se sintió ridículo. A esas alturas de la vida, y él proponiéndole a una mujer que acepte ser su novia. Cuando lo usual era cogerla en una fiesta o en un paseo en el río o en el parque ya oscuro o en la cita clandestina amparados por el manto negro de la noche. Y darle un beso. Sin más allá y sin más acá: sin mayores explicaciones. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que las cosas no estaban saliendo bien.

A Carmen Cristina no le pareció ni el sitio, ni la hora, ni el momento para hablar esas cosas. Estaban parados en la mitad de la calle. Eran las dos de la tarde de un día ardiente. Además, era la primera vez que hablaban y le parecía un atrevimiento esa conversación prematura. Sin embargo, se sintió feliz. Aunque no se lo demostró.

- Querrá decir una más de sus novias - le dijo.

- No sea mal pensada, usted sería la única.

Toñito regresaba. Carmen Cristina se dio cuenta de que tenía muy poco tiempo para seguir hablando. Con mucho gusto le gritaría que sí, que lo aceptaba: era lo que había esperado siempre. Pensó en las monjas del colegio. En el padre que les dictaba moralidad. En las historias tergiversadas de los amoríos de sus padres. No: eso era indigno de una joven de su categoría. Además, Francisco Javier podría pensar que ella era una mujer fácil. Le dijo exactamente lo que tenía que decirle:

- Déjeme pensarlo.

- Le doy diez días máximos.

Fueron los días más desesperados en el trajinar de Francisco Javier. No comía. Ni dormía. Ni tenía tranquilidad. Ni nada. Era como si fuera la primera novia, un hombre que desde los ocho años se lanzó a la palestra amorosa, cuando jugaba al papá y a la mamá o a la vaca y al toro con las muchachitas de su pueblo. Pero no era para menos. Estaba a punto de conseguir a la señorita más apetecida del caserío, desafiando aún la decisión de doña Sixta: ella había dicho que su hija jamás se casaría con un hombre de ese poblado: allí no existía caballero para su niña. Era el sueño de todas las mamas de las cinco familias arruinadas con deseos de riquezas. Y, engañadas con esa determinación, terminaban fabricando matrimonios con aparecidos de otras tierras, que lo único que hacían era regresarles a las hijas, verdes del hambre, para que los sostuvieran a ellos, a la esposa arrepentida y a los nietos de las abuelas equivocadas.

Francisco Javier no vio a Carmen Cristina en esos diez días de martirio. Ella hizo todo lo posible para esconderse. No fue a la tienda: mandaba a Toñito con un papelito en el que anotaba la lista de compras, cuando las indiecitas no podían salir por ocupaciones domésticas. Dejó de acompañar a doña Sixta al río: se bañaba en la mitad del patio. El parquecito no volvió a brillar con el resplandor de su presencia: se ponía a regar las matas todas las tardes.

A los diez días exactos recibió su carta lacónica. Se la mandó con una de sus amigas. "Está bien, lo acepto. Pero nunca se le ocurra besarme", decía. Tuvo que conformarse con eso. Al fin y al cabo, Carmen Cristina era la mujer que había ocasionado muchas peleas entre la muchachada que se disputaba a patadas el honor de ser siquiera su pretendiente silencioso. La veía en la placita. Ella en su silla, rodeada por su grupo de jovencitas que salían sin sus hermanitos porque ya ellos estaban grandecitos, y él allá, en otra silla, revuelto con los demás de su condición, haciendo locuras para llamar la atención de Carmen Cristina.

Francisco Javier se aburrió. No tanto por el martirio de soportar las ganas desesperadas de tocar a la mujer que la naturaleza había premiado con irresistibles atributos físicos, como por la humillación de recibir a diario el azote discriminatorio de las burlas de sus camaradas, quienes no le podían perdonar el hecho de mantener una relación tan anticuada en tiempos tan modernos. "Parece un amor medieval", le decían muertos de la risa.

Tenían razón. En una época en la que las adolescentes no esperaban ver crecer por completo el bosque incipiente de su pubis desértico para arriesgarse a probar las caricias desesperadas de amantes novatos en el monte cómplice de la orilla del río, una relación como la de Francisco Javier y Carmen Cristina era vista con los mismos ojos con que se señalaban las cosas ridículas.

Francisco Javier tuvo que enfrentar esa situación. Y lo hizo como lo haría cualquier hombre que haya sentido vulnerar la vanidad de su machismo. Aprovechó el único día del año que había misa en el pueblo: el 29 de junio, en homenaje a los patronos del caserío, San Pedro y San Pablo.

Esa mañana, la buscó entre la multitud vibrante con la carrera de encostalados. Preguntó por ella a las muchachas emocionadas ante los mancebos que hacían correr a los burros en la competencia central de las fiestas. Fue a la contienda de atletismo femenino con el fin de hallarla sumergida en su racimo de amigas. Nada. No la encontró por ninguna parte. Sólo entonces cayó en cuenta de su error: una joven de su clase no podía estar mezclada con ese tipo de espectáculos.

De modo que decidió esperar la misa. Cuando escuchó los primeros campanazos, ya había perdido la esperanza de hablar con Carmen Cristina. Eran las once y media de una mañana recalcitrante. Estaba acostado en un chinchorro colgado en la mitad de la sala de su casa, maldiciendo la hora en que la cultura pueblerina impuso como norma obligatoria para las señoritas de abolengo respetable, no asistir a eventos populares. Se decía que el padre José Ignacio ya no vendría de la cabecera municipal a oficiar la misa, pues nunca antes se retrasó tanto. Los profesores, cansados de esperar el viejo campero blanco del padre, mandaron a los alumnos para sus casas. De manera que ya Francisco Javier había sido abrazado por la desilusión.

Por eso, al escuchar los primeros toques, se incorporó enseguida. Se arregló la camisa y salió a la calle. Los estudiantes regresaban corriendo a la escuela para que sus maestros los organizaran en fila india. Las beatas más ancianas caminaban con la botella de agua en una mano para que el cura se las bendijera. El calor se hacía cada vez más insoportable.

La vio. Carmen Cristina salía de su casa en medio de Miguel Antonio y doña Sixta. Las dos mujeres se protegían del sol con una sombrilla negra. El trío era seguido por las dos indiecitas que llevaban los dos asientos de cuero curtido, donde se sentarían los padres de la joven apetecida. Era un derecho ancestral adquirido por el tercer Miguel Antonio de la familia, ciento cincuenta años atrás, al conseguir construir la iglesia en una de sus empresas babilónicas.

Carmen Cristina también lo vio. Doña Sixta no sintió el temblor del brazo de su hija, en el momento en que ésta se aferró con fuerza a ella porque se entretuvo viendo encantada al Toñito de su alma que entraba juicioso al templo, ocupando su puesto en la tercera hilera de estudiantes escueleros.

Entraron. Las dos indígenas colocaron los taburetes frente al altar y se retiraron. Francisco Javier se detuvo en el umbral de una de las puertas de los costados. Carmen Cristina se separó de sus padres y se fue hacia donde se hacían las señoritas del pueblo que estudiaban en el colegio de monjas de la cabecera municipal. El padre José Ignacio les repartió las lecturas correspondientes. Los educadores estaban más pendientes de halar una oreja al escolar hablador que de la misa misma. El sol se paró justo en la mitad del cielo. Y los objetos en la tierra parecían no tener sombras. Los abanicos eléctricos, suspendidos en el techo de zing crujiente con el bochorno, exhalaban un aire caliente.

La ceremonia religiosa se terminó a las doce y cuarenta y cinco. Miguel Antonio y su esposa invitaron a almorzar al cura español. La misma costumbre centenaria, heredada por las generaciones de los Miguel Antonio de la estirpe más antigua del caserío, que se repetía todos los 29 de Junio de todos los años. Carmen Cristina se quedó en la iglesia. Francisco Javier esperó a que se retirara la gente. Entonces, entró. Se le acercó con cautela. Ella fingió no verlo y siguió prendiendo las velas, agachada frente a las figuras de yeso que representaban a los dos santos patronos, en compañía de sus amigas de colegio. "Daría mi vida entera por ser santo, al menos por un segundo, y ser adorado por estas hermosas mujeres", escuchó decirle. No le gustó la broma: le torció los ojos. Sus compañeras, en cambio, sonrieron.

Él se acercó. Se arrodilló detrás de Carmen Cristina. Ella sintió su aliento ahí, en su propio oído. Era la primera vez que estaban tan cerca en cuatro meses de amores castos. Francisco Javier vio la oportunidad de su vida en ese instante de proximidad. No la desperdició. Bastante había implorado ese día para obtenerla.

-Es el noviazgo más pendejo que he visto en este mundo - le murmuró.

Carmen Cristina se puso de pie. Su turbación inicial desapareció en fracciones de segundos para darle paso a la ira incontenible. Lo enfrentó con su altivez perpetua. "Tú siempre escoges los sitios menos apropiados para decir lo que nunca deberías decir", le dijo. Quiso salir por la puerta principal. Pero él la alcanzó en la mitad del camino. Bueno, lo había tuteado. Ya era algo. Francisco Javier se sintió dueño de la situación.

-Es verdad: en cuatro meses no nos hemos dado ni siquiera un beso - dijo.

-¿Y qué quieres que haga?

-Que nos veamos en algún sitio

-¿Por ejemplo?

-En el río

Fue la respuesta más punzante de la tierra. Por haberla dado en el centro de la iglesia. Por proponer algo tan bajo a una señorita tan respetable. Por emitirla con la arrogancia de un hombre enamorado. Por haberse tomado el atrevimiento de lanzarla. Por todo. Carmen Cristina ni lo miró. No se atrevió a decirle dentro de la ermita lo que le estaba quemando por dentro. Salió. Él la siguió. "Consígase a una que le sirva para esas cosas", le dijo ella. Y se fue. Francisco Javier comprendió que esa frase imprevista significaba la ruptura de ese amorío púdico.

3

Los clientes empezaron a llegar al negocio de Francisco Javier. Eran estudiantes del único colegio de bachillerato del pueblo que se escapaban de clases a las diez de la mañana para ir a gastarse la plata del recreo en los billares Brisas del Cesar. Francisco Javier colocó una balada en el tocadiscos. "¡Carajo, quita esa pendejada que aquí no hay cachacos!", le gritó el que estaba escogiendo los tacos. "Coma mierda, gran marica, que el dueño de esta vaina soy yo". Sin embargo, la quitó: puso un vallenato. Salió de la barra. Acomodó las bolas de la mesa. Se asomó en una de las tres puertas de la calle. Un perro orinaba la pared de la casa de enfrente. Miró hacia el cielo. Ni una nube. Cerró los ojos: hacía un sol endemoniado. Volvió a entrar.

-Y tomen algo, partida de arruinados - dijo. - A mí no me van a gastar toda la tiza por dos o tres miserables partidos.

Cruzó hasta la puerta del patio trasero. Un mango maduro cayó del palo y se espachurró contra las tablas del orinal. Francisco Javier lo cogió y lo tiró a la calle por encima de la cerca. Sintió el ruido de una bola de marfil que salió de la mesa y rodó por el piso. "Ensúcienlas, chambones de los infiernos, que es a mí a quien le cuesta trabajo brillarlas", gritó desde afuera. Recibió risotadas de respuesta. No tuvo más remedio que sonreír también.

Un estudiante retrasado entró a la sala con una bulla envolvente. Saludó con chiflidos a todos sus compañeros. Encendió los ventiladores eléctricos: "Caramba, cómo será la fiebre por el juego, que se están cocinando vivos y no sienten el calor", dijo. Tiró los libros en un rincón. Llamó a Francisco Javier. "Si pasaste lista, quítame la falla porque estoy aquí", le dijo. Siguió hasta la barra. Le bajó el volumen al equipo. Y vociferó desde allá.

-Muchachos: tenemos aquí a un nuevo padre de familia - dijo.

Francisco Javier se estremeció. Habían pasado más de dos horas desde que el niño vino a traerle la razón de Zenobia Salgado.

4

El día en que su padre la echó de su casa, Carmen Cristina vivió el viacrucis de su juventud. Se paró del suelo. Se sacudió el polvo de su vestido. Agarró la bolsa de plástico. Y se fue con la determinación de no volver a pisar la casa donde nació. Caminó sin mirar a quienes la miraban: no deseaba esas miradas de lástima. Tomaba las circunstancias del momento como cosas inevitables del destino.

Llegó a la casa de su tío Álvaro de Jesús. Gloria María, la esposa del tío, la recibió. Carmen Cristina se reconoció pecadora al sufrir las quemaduras que le propinaron los cuarenta ojos de los veinte santos, recortados de almanaques viejos, que adornaban la sala. El hermano de doña Sixta estaba en la alcoba matrimonial. Se metió la pistola a la altura de la pretina. Se puso el sombrero. Sacó las llaves del campero, que estaban en el cajón de la mesita de noche. Salió. Iba para la finca. Tenía una cita urgente con el guerrillero de la zona: iba a denunciar la serie de atracos que se estaban produciendo por los alrededores del pueblo a plena luz del día. Los guerrilleros se encargarían de limpiar el sector. Al pasar por la sala, se tropezó con su sobrina. Ni la miró si quiera.

-Cuando regrese no quiero encontrar rameras en mi casa - dijo.

Carmen Cristina se fue, con su indumentaria envuelta, al hogar de su tía Raquel Emilia. Ella la hizo pasar. Era hermana de Miguel Antonio y la estaba esperando desde que supo la noticia. Le había arreglado un cuarto y le preparó un suculento caldo de pollo. Le arregló una bata maternal que ella utilizó en su último embarazo. Lo hizo todo sin decirle nada a su esposo. Hasta alcanzó a hacer planes felices con el sobrino segundo. Su marido, en cambio, cuando vio que la joven embarazada cruzó el pasillo del patio, detrás de Raquel Emilia, dejó de hacer lo que estaba haciendo. Estaba sacando las cuentas, para el pago de sus jornaleros, con el capataz de su finca. Puso las gafas sobre el escritorio. "Un momentico, señoras", ordenó. Caminó hasta la ventana de la pieza que le servía de oficina. Se quedó serio, observando a Carmen Cristina por unos segundos.

-Aquí no se apoyan sinvergüenzuras de ninguna mujerzuela - dijo.

A Carmen Cristina le tocó salir nuevamente. Con su bolsa de plástico y su amargura. Padeció las inclemencias de un dolor agudo en su vientre hinchado. Temió un aborto involuntario. La idea la sobresaltó. Pensó en Francisco Javier. Quiso estar a su lado en ese momento. No para pedirle ayuda. Sino para auxiliarlo, pues lo sabía incapaz de enfrentar sólo a un mundo desconocido. Se lo imaginó desesperado, en algún lugar lejano, tratando de arreglárselas para poder vivir. Experimentó una especie de remordimiento: se sintió culpable por lo que le pudiera estar pasando a él.

Sus pasos eran seguros. Decididos. Aunque no tenía para dónde ir. Ni el sol de las tres de la tarde. Ni los comentarios ociosos que despertaba en las ventanas entreabiertas su travesía por la calle desierta. Ni los rebotes en sus vísceras. Nada le hizo agachar la cabeza.
Hasta ese día las cosas le habían salido bien. Incluso, el problema de la clase de Educación Física lo solucionó con una excusa médica que le consiguió una compañera, hija de un político respetable. Fue por lo único que le agradeció a su padre que la hubiese matriculado en un colegio privado de la cabecera municipal, como la hacían con sus hijos todos los ricos pobres del caserío, empeñados todavía en seguir ocultando las arcas vacías de una fortuna de antaño. Carmen Cristina no les pudo perdonar a sus progenitores el que no la hubieran inscrito en el colegio oficial del pueblo. Aunque esa vez les reconoció el acierto: en la institución del caserío no hubiese encontrado ninguna hija de ningún político venerable.

Se encontró con Zenobia Salgado. La mujer se protegía del sol, envuelta en una toalla amarilla con flores rojas. Había salido de su casa tan pronto se enteró de los padecimientos de la joven embarazada. En realidad, ella no encontró tranquilidad desde que Miguel Antonio se fue de regreso a su residencia, con la firme voluntad de echar a rodar a su hija. Conociendo el carácter de los hombres de esa tierra, Zenobia Salgado le pagó a un muchacho para que le fuera a contar de inmediato cualquier cosa anormal. "Esas son ganas de botar la plata: si algo llega a ocurrir, antes de que cante un gallo lo sabrás, sin necesidad de contratar a nadie", le dijo entonces su marido.

Tuvo razón. Cuando el muchacho llegó a informarle a Zenobia Salgado que a Carmen Cristina la tiraron a la calle, ya ella sabía que también los dos tíos de la joven le habían cerrado las puertas. "No sé con qué cara unos mujeriegos de primera categoría vienen a imponer reglas de moralidad", dijo con ironía delante de su marido. "Voy por esa pobre muchacha". Entró a su alcoba. Se quitó las chanclas de caucho y se puso los zapatos. Cruzó el umbral de la puerta de la calle. Y antes de que diera dos pasos más, escuchó la voz de su marido: "Ponte algo encima porque te va a calcinar ese sol". Se devolvió. Fue directo al patio: cogió la toalla que estaba tendida sobre el alambre donde ponía a secar la ropa.
Carmen Cristina no esperó esa actitud de su suegra. Nunca antes la trató. Sólo la había visto recostada en un asiento, tejiendo una mochila de fique frente a la entrada de su casa, en las tardes en que ella pasaba con Toñito a verse con Francisco Javier en el parquecito. O en el río, cuando acompañaba a su madre, a tender la ropa que doña Sixta lavaba. "Una mujer que lleve en sus entrañas a un nieto mío, no tiene por qué andar rodando por ahí, sin doliente”, le dijo Zenobia Salgado. La protegió con la toalla. Le quitó la bolsa de plástico y la rodeó por la cintura con su brazo derecho.

-Venga para mi casa, mija - le dijo.

5

Francisco Javier regresó. Llegó en un camión que recorrió todo el pueblo en medio de un estruendo de pitos, ladridos de perros y la algarabía de niños flacuchentos y felices. Lo mandó a estacionar justo frente a la tienda arruinada de tanto fiar a los morosos eternos, propiedad del señor Héctor Gonzalo. Le compró el local sin titubeos, al propietario empobrecido. Contrató a cinco hombres para que bajaran la carga del camión. Todo el mundo rodeó la casa para no perder detalles del espectáculo. Vieron todo. Dos enfriadores con capacidad de dos mil botellas cada uno. Cuatro mesas de billar. Cinco docenas de tacos fabricados con madera fina. Diez mesas metálicas con cuatro sillas cada una. Seis ventiladores eléctricos de techo. Un equipo de sonido. Doscientos cincuenta acetatos de diferente música. Y ya. Todo sin estrenar. No le pagó el flete al dueño del camión hasta que no le trajera el otro viaje: ciento veinticinco canastas de cervezas y setenta y tres de gaseosas.

Francisco Javier montó su billar. Cuando Zenobia Salgado y su marido le preguntaron al hijo de dónde había sacado tanto dinero, en apenas tres meses de ausencia, para montar semejante empresa, él dio una explicación muy sencilla. "Estuve trabajando para un político antioqueño", dijo.

Nunca esperó encontrar a Carmen Cristina en su casa. La vio en la mitad del patio. Con su barriga sietemesina. Y su cabello ondulado sobre los hombros. Ella se estaba comiendo un mango verde con sal y se hizo la desentendida cuando Francisco Javier llegó, siendo que al escuchar los primeros pitazos del camión, supo de inmediato que una llegada tan estruendosa sólo podía ser ideada por la cabeza arrebatada de Francisco Javier. Y mientras los perros ladraban y los niños gritaban, ella planchó su mejor vestido, se soltó la cascada que escondía su moño, alcanzó un mango de la rama más baja y lo puso en la cocina: se preparó para recibirlo. Se fue a esperarlo en la ventana.

Lo vio ordenar que bajaran la carga. Sintió ganas de ir a ayudarlo a organizar el billar, pero se contuvo: esas no eran cosas para una mujer decente. Lo vio venir hacia ella. Y no quiso que él se diera cuenta de que ella lo estaba esperando: se fue para la cocina, cogió el mango, un cuchillo, la sal, y salió al patio. Estaba nerviosa. Oyó estrellar su risa envolvente contra las paredes de la sala. Escuchó el estallido de su voz imponente al responder las preguntas de Zenobia Salgado. Lo sintió acercarse con sus pasos de caballo domado. Hasta que percibió el aroma de su presencia.

•Ajá- le hizo él en forma de saludo.

-Quiubo - le respondió ella con indiferencia.

No hablaron más nada. Francisco Javier cogió su hamaca de siempre y se fue a vivir a los billares. No volvió a su casa. Cada tres días mandaba su ropa sucia para que su mamá se la lavara. Y desde la primera vez que lo hizo, Carmen Cristina se encargó de enjuagarla. "De todas maneras, voy a tener un hijo de él, ¿no?", dijo entonces. Francisco Javier no supo más nada de ella, aunque vivían a tres cuadras por la misma calle, sino hasta dos meses después, cuando el niño mandado por Zenobia Salgado entró de repente al bar para decirle que Carmen Cristina iba a da a luz.

6

Carmen Cristina le ofreció sus senos al hijo recién nacido. Cerró los ojos para perderse en el mar inmenso de la dicha, cuando el bebé empezó a succionarle el pecho. Sólo la hizo volver de ese navegar apacible, la dicción estridente del saludo de Miguel Antonio en el corredor de la casa. "Vengan, síganme por acá. Ella está en su alcoba", le oyó decir a Zenobia Salgado.

Primero entró doña Sixta arrastrando a Toñito: el no comprendía qué podía hacer un niño de casi nueve años frente a un sobrino que acababa de nacer. Enseguida entró Miguel Antonio. Doña Sixta alzó la criatura. "Se parece a ti", le dijo a su esposo. Miguel Antonio se acercó. "Aún no se parece a nadie", dijo serio. Doña Sixta bajó los brazos con su carga tierna a la altura de Toñito. "¿A quién se te parece?". El niño se asustó más todavía: salió corriendo hacia el patio. Miguel Antonio no sabía qué hacer: se vio rodeado por un aire de estupidez. Tampoco hallaba qué decir. "Ya asustaste al pobre muchacho, carajo", le dijo a su mujer. Doña Sixta miró a Carmen Cristina. Le guiñó un ojo.

-El asustado es otro - le dijo.

Miguel Antonio se puso amarillo de la ira. No soportó semejante humillación ante su hija. "Es lo único que sabes hacer en esta vida: decir tonterías", le reprochó a su esposa. "Te espero en la casa", agregó. Y salió temblando. Doña Sixta miró a su hija. "No te preocupes: el nieto le irá ablandando el corazón", le dijo. Era cierto, desde el momento mismo en que echó a rodar a Carmen Cristina, Miguel Antonio le prohibió a su esposa que mencionara ese nombre en su presencia. "Y si se te ocurre ir a verla. Puedes quedarte de una vez con ella, porque a esta casa no vuelves a entrar tampoco", le advirtió ese día.

Y cinco meses más tarde, contra su orgullo de padre ofendido, su propia mujer lo convenció para que la acompañara a conocer al primer nieto de ambos. "Hace tiempo que esa pobre cristiana pagó sus culpas con tantos sufrimientos", le dijo ella. Miguel Antonio se cambió de ropa. "Al fin y al cabo, esa criatura no tiene culpa de nada", dijo él antes de salir.

Cuando salieron, hacía un calor insoportable. Era un poco más tarde de las diez de la mañana. De la Sierra Nevada de Santa Marta, bajaba de vez en cuando una brisa fría que pasaba por el pueblo inundando el bochorno por segundos, y se perdía en los rincones calientes de aquel valle árido. Se encontraron en la calle con los estudiantes de bachillerato que se acababan de escapar de clases para ir a jugar a los billares. Miguel Antonio los vio con desprecio. Se apoyó fuerte sobre el hombro de su mujer. Pensó en Francisco Javier: sintió un halo de odio.

- Lo único que ha hecho esa porquería es traer sinvergüenzuras - dijo.

Doña Sixta miró a los muchachos. Cambió la sombrilla de mano para agarrar a Toñito con la otra. Lo soltó. Sacó el abanico chino de su bolso de cuero. Y empezó a echarse fresco. "A tí es que te gusta amargarte la vida por pendejadas", expresó. Los muchachos saludaron. Doña Sixta les contestó. "Déjalos que sean felices", agregó. Ya habían llegado. Doña Sixta cerró el parasol. "Como si tú no hubieras pasado por esas cuando joven", arremató. Y entró.

7

Después de la ruptura en la iglesia, Francisco Javier no tuvo vida tranquila. A sus veintitrés años, era la primera vez que sentía un revolcón tan grande en las entrañas de su alma. Desde el día que vio cómo se alejaba Carmen Cristina, él buscó la forma de ganarse de nuevo su cariño. Ese 29 de junio no la volvió a ver. Se posó en la tienda ambulante que habían instalado frente a la casa de Miguel Antonio, en la otra acera, con motivos de la fiesta. Pidió una cerveza. La dueña del negocio la sacó de entre los trozos de hielo que estaban en una caneca grande de lata.

Hasta las cuatro de la tarde, que era para cuando estaba programada la procesión, la estuvo buscando entre los cristales de los tres ventanales que mostraban la calle: el de la sala que era grande y estaba en el centro, y los otros que eran los de las alcobas de Carmen Cristina y de sus padres. Sólo alcanzó a ver, entre los vidrios reflectores de la sala, hacia la una del día, dos figuras que iban y venían con los platos del almuerzo. Supuso que eran las dos indiecitas. El campero blanco del padre José Ignacio, estacionado justo bajo el palo de mango que estaba frente a la ventana de Carmen Cristina, no dejó ver bien lo que pasaba dentro de ese cuarto.

A las cuatro en punto empezaron los campanazos para llamar a la procesión. Miguel Antonio y doña Sixta se montaron en el carro del padre. Carmen Cristina no salió. Francisco Javier, mareado ya por las doce cervezas, pensó que Carmen Cristina esperaría a que la marcha religiosa pasara por allí para integrarse a ella. Decidió esperar también.

La procesión pasó. El padre José Ignacio la precedía con su rosario en las manos. Los dos santos se levantaban impetuosos, con sus miradas fijas en el horizonte, en medio de la multitud de feligreses. Algunos creyentes agradecidos pagaban su penitencia marchando descalzos por la arena caliente, con el cebo derretido de las veladoras quemándoles las manos. Los niños, cuidadosamente vestidos para la ocasión, corrían felices para tener el privilegio de alcanzar, antes que los otros, la vara de los voladores de pólvora que estallaban en el aire. Los más pequeños, se escondían llorando debajo de las camas, asustados por el estruendo de las explosiones.

La nube de polvo, levantada por cientos de pares de pies andantes, se metía por las puertas y ventanas abiertas y por los huecos de las paredes de bahareque, y se posaba sobre los objetos de las casas.

Francisco Javier esperó a que pasaran los más quedados. Hasta que pudo ver la puerta cerrada de la casa de Carmen Cristina. Se alegró. Tomó el último sorbo de la última cerveza de la tarde, y se paró tambaleando. No se arrepintió de lo que le había dicho esa mañana en la iglesia. Nunca lo hizo.

Se perdió en la masa de cristianos. La buscó como loco. Vio a sus amigos. A los amigos de sus padres. A las antiguas novias que todavía se morían por él. A las amigas de ella. A sus padres. A doña Sixta que, colgada del brazo derecho de Miguel Antonio, se protegía del polvo con un pañuelo en la nariz. A Toñito, que esperaba ansioso a que cayera la vara del último volador del momento. Vio a todo el mundo. Menos a ella.

Hasta que llegaron a la iglesia. Eran las siete. Ya había oscurecido bastante. Y acababan de prender la planta eléctrica del pueblo: aunque las redes estaban puestas desde tres años atrás, aún no habían enviado la luz de la interconexión. El padre José Ignacio arrancó hacia la cabecera municipal para volver 365 días después, el 29 de junio del año entrante.

Francisco Javier abrigó la esperanza de ver a Carmen Cristina en la verbena esa noche. La junta organizadora de la fiesta trajo desde Valledupar al más famoso conjunto vallenato de la época para amenizar el baile. El acordeonero, un negro guajiro que había ganado el trofeo del mejor intérprete del mundo después de haber tocado cuanto son pueda existir frente a un computador en Nueva York, junto con concursantes de todos los rincones del globo terráqueo, fue quien tocó la melodía celestial durante la procesión.

Francisco Javier bajó al río. Quería sacarse el sudor y el polvo del día para estar radiante en el baile. Se metió en el chorro abundante del salto con la ropa puesta aún: quería dejar ahí mismo el mareo de las cervezas. Se quitó, prenda por prenda, la vestimenta entera. Se metió al chorro de nuevo. Se enjabonó bajo la claridad azul celeste de la luna. Se lavó la cabeza con un champú traído de contrabando por Maicao. Se puso la pinta que compró para esa noche. Se echó medio frasco de agua de colonia. Quedó como nuevo.

No quiso comer. Salió a las ocho y media de la noche, cuando escuchó las primeras canciones en los altoparlantes de la verbena. Pagó la entrada con lo que le había dado Zenobia Salgado. Se sentó en una mesa con los amigos de su edad. Tenía la mirada fija en la puerta por donde entraban las damas. Le rogaba a Dios que Miguel Antonio y doña Sixta asistieron a la fiesta, pues sabía de sobra que una señorita de la categoría social de Carmen Cristina no podía darse el lujo de ir a esos eventos sin la compañía de sus padres. Le elogiaba la idea de pensar en que Carmen Cristina no estuvo en la procesión porque estaba martirizada por el dolor de la ruptura. Sonrió satisfecho.

A las doce de la noche supo que no llegarían. Convenció a cuatro de sus mejores amigos para que lo acompañaran a ponerle una serenata a Carmen Cristina. José Jaime Daza, Jairo Valderrama, Jorge Luis Peñaloza y Orlandito Dangond fueron con él hasta la casa de Zenobia Salgado. Los que no asistieron a la verbena tuvieron que haber escuchado, en la oscuridad de sus sueños, los ladridos de los perros que se asustaron con las figuras zigzagueantes de los cuatro borrachos que iban muertos de la risa por la calle.

Llegaron a la casa de Francisco Javier. El joven enamorado empujó la puerta que su mamá había dejado sin atrancar para que él entrara sin despertar a nadie. Se quitaron los zapatos para que no los escucharan. Cuando cruzaron la puerta de la pieza de Francisco Javier, escucharon la voz de Zenobia Salgado. "No se hagan los pendejos, que estamos despiertos", gritó desde su alcoba. "Ya son más de las doce", contestó Francisco Javier como diciéndoles que por qué no se dormían. "Con esa porquería de música a todo volumen no hay quien pueda dormir tranquilo", explicó su padre. Tenía razón: las canciones del conjunto se escuchaban en todo el pueblo.

Zenobia Salgado creyó que los otros cuatro muchachos habían ido a amanecer a su casa, como tantas otras veces. "Y ese milagro que se vinieron antes de que se acabara la pachanga", dijo. Nadie le contestó. Francisco Javier prendió la luz de su cuarto. "Atranquen la puerta de la calle", escuchó gritar a su madre. "Es que vamos a salir otra vez", le respondió.

Desconectaron la grabadora que estaba sobre el asiento de cuero donde Francisco Javier ponía la ropa que se quitaba por las noches. Buscaron las seis pilas en el armario donde Zenobia Salgado guardaba las prendas planchadas de su hijo. Se las pusieron al aparato estereofónico. Escogieron la canción entre un montón de casetes que Francisco Javier tenía en una mochila de fique.

Zenobia Salgado apareció en la puerta con su cabello desgreñado y su bata de lino. "¿Qué hacen?", preguntó. José Jaime, Jairo, Jorge y Orlandito miraron a Francisco Javier. "Nada", respondió él. Pero ella comprendió de inmediato. "Cuidado te metes con esa gente", le advirtió. "Déjalo: ya él está grandecito y sabe lo que hace", le gritó su marido desde la alcoba.

Los muchachos volvieron a salir. Los perros les ladraron de nuevo. Llegaron a la ventana de Carmen Cristina. Nadie dijo nada. Francisco Javier pulsó el "Play" de su grabadora. Y la canción sonó. Ahogó la música que venía de la verbena. Enterró el ladrido de los perros. Inundó de amor al aire helado de la una de la mañana. Y se incrustó de lleno el corazón enamorado de Carmen Cristina.

Los cuatro amigos esperaron los tiros hechos al aire por Miguel Antonio para ahuyentar el atrevimiento de los sinvergüenzas que se habían atrevido a ir hasta su casa a poner una serenata. Nada. Esperaron ver correr la cortina del aposento de Carmen Cristina y apreciar su sonrisa de agradecimiento. Nada. Esperaron escuchar los gritos de protesta de doña Sixta en el interior de su cuarto. Tampoco.
La canción dejó de sonar. Y el ruido de la fiesta se volvió a mezclar con el frío de la madrugada reciente. Pasaron cinco segundos interminables. Cuando los jóvenes se iban a retirar, escucharon el ruido de las persianas que se abrían en el otro extremo de la casa. Pasó apenas un instante de desespero. Hasta que escucharon la voz de Miguel Antonio. "Se le agradece a los jovencitos", dijo.

La serenata no sirvió de nada. Al contrario, Carmen Cristina debió soportar los regaños de Miguel Antonio, que hasta entonces no sabía nada. Y, como si fuera poco la dura batalla en busca de la reconciliación, Francisco Javier debía romper ahora la vigilancia estricta que montaron sobre la muchacha.

No se amilanó. Se levantó a las seis de la mañana durante los tres días siguientes para ir hasta donde ella esperaba el carro contratado para llevar a las señoritas que estudiaban en la cabecera municipal. La veía recién bañada, con su uniforme de colegiala. Hasta que por fin se decidió hablarle. Era el tercer día que la seguía. "Dejaré de venir sólo cuando usted me acepte de nuevo". Las amigas de ella se miraron. Y sonrieron con burla. Ella lo despreció con dureza. “No busque que en mi casa me sigan fastidiando por usted", le respondió sin mirarlo. No volvió a ir. Resolvió hacer lo que nunca había hecho en su vida: escribir cartas de amor. No pasó de la primera: supo que Carmen Cristina la hizo pedazos sin abrirla siquiera, y le quitó el habla para siempre a la compañera que tuvo el coraje de entregársela.
La rastreó en las nueve noches del velorio del viejo Alipio, el anciano más querido del pueblo a quien encontraron muerto en la mitad da la cocina de su casa con un gallo vasto agarrado por las patas, y con una sonrisa angelical que ni siquiera el estupor de la muerte logró borrar. Todo fue inútil: mientras afuera, las otras jovencitas se besaban con sus novios en las bancas prestadas por el dueño del que antes fuera el teatro "Upar", Carmen Cristina rezaba el rosario frente a la tumba del viejo, junto con las mujeres adultas del pueblo. Durante las nueve noches, llegó con su traje de medio luto ceñido al cuerpo. Desde antes de llegar, embriagaba el ambiente con su perfume de dama fina. Y entraba a la sala colgada del brazo derecho de doña Sixta. Francisco Javier la veía entrar haciéndose el pendejo, parado frente a la mesa de los que jugaban dominó.

La persiguió más allá del cansancio las trece noches que duró el circo en el pueblo. Desde que iniciaban a hablar por la bocina puesta en la parte más alta de la vieja carpa, dos horas antes de iniciar la función, hasta finalizado el último acto, poco después del canto del gallo de las once. Ella asistió siempre, no porque no descubriera que repetían las funciones, sino porque el animador del circo anunció, durante las últimas seis noches, que la próxima sería la última, que no se la perdieran por nada en este mundo porque iba a ser un espectáculo especial, único. Asistía, también, por el placer de verlo morirse de las ganas de acercársele. Ya para entonces, se le había pasado el resentimiento de la pelea, pero era feliz sintiendo sus galanteos de pavo enamorado. De modo que Francisco Javier tuvo que conformarse con verla sentada en la gradería de honor al lado de doña Sixta y Toñito.

Sus amigos de parranda, en cambio, se volvieron locos por las dos hermosas trapecistas que revolucionaron al caserío con sus diminutos bikinis. Los muchachos madrugaban al río, a esperar a que ellas bajaran, para ver a plena luz del día lo que los había martirizado en una hora de acrobacia durante la actuación anterior. Se escondían detrás de las piedras inmensas. Y apenas sacaban la cabeza para espiar los movimientos de las gimnastas. Ellas los descubrieron desde el primer día. Y se enjabonaban todo el cuerpo sin remilgos de ninguna clase. Antes por el contrario: más parecían rameras en una sección de "striptease" que dos mujeres bañándose al aire libre. Francisco Javier no participó en esas tormentosas embestidas pasionales: estaba ocupado en incubar con orgullo su dolor de amor.

Manuel Darío, un pobre adolescente que se la pasaba de esquina en esquina llevando los recados de los enamorados escondidos, se fue con el circo: no pudo resistir el cataclismo que sacudió cada uno de los recovecos de su ser. Tantos mensajes desenfrenados que llevó de un lado a otro le fueron formando una dimensión desconocida que sólo pudo manifestarse como real cuando vio a Flor María, la maromera más linda del mundo. Se fue detrás de su amor para regresar dos años después, muerto del hambre, con una pierna quebrada en tres partes, y con una Flor María más bella que nunca que se derretía por él, cuando las cosas en el pueblo cogieron el rumbo previsto, y Francisco Javier y Carmen Cristina vivían felices, criando a Pachito en una casa que mandaron a construir al lado de los billares.

8

La oportunidad de hablar con Carmen Cristina le llegó a Francisco Javier cuando él menos la esperaba. A las tres y media de la madrugada, en el parquecito, en medio de la desesperación y el miedo que produce una toma guerrillera, y dos meses después de la ruptura en la iglesia.

Cuando se sintieron los primeros disparos no había una sola alma despierta. Pero el estruendo de las tres granadas que estallaron en el puesto de policía despertó a todo el mundo. Nadie sabía qué pasaba, a pesar de que la toma estaba anunciada con tres meses de anticipación. Las balas caían, sin fuerza ya, sobre los techos de zing de las casas de bahareque. Los hombres daban vueltas dentro de sus viviendas oscuras, con el regalo del pánico hecho realidad maloliente entre sus piernas temblorosas. Las mujeres trataban de calmar a sus hijos horrorizados. Los perros ladraban sin esperanza. Diez guerrilleros combatían frente a los seis policías, mientras los otros insurgentes se encargaban de reunir a la gente en la placita.

A las dos horas de enfrentamiento, los agentes oficiales se rindieron: ya no les quedaba ni un solo proyectil. También fueron llevados al parquecito. Los hicieron subir a la tarima de concreto que las autoridades civiles mandaron a construir para que las candidatas del Festival Folklórico del Fique se dirigieran al público. Y arengaron al pueblo, desde la misma tarima, con un discurso marxista que cambió para siempre la actitud del hombre raso frente a los terratenientes de la región.

Antes de retirarse, los guerrilleros sometieron a los policías a lo que ellos llamaron un juicio popular. Cogieron a los uniformados del Estado y los pusieron, uno por uno, frente a la masa enardecida por las consignas revolucionarias. Le preguntaban a la gente que si el policía de turno era bueno o malo.

Un agente fue condenado por la ira general. Había formado parte de los grupos paramilitares del Magdalena Medio. Fue trasladado al caserío por el Gobierno Nacional, cuatro meses atrás, cuando las organizaciones políticas de izquierda lo señalaron como uno de los autores materiales de las masacres cuyos caudales de sangre, de más de quinientas víctimas, inundaron por completo a aquella región. La avalancha arrasó con cuanta plantación de ideas germinara en esos territorios fértiles. Y acabó con primaveras nacientes, con las rosas de jardines floridos que habían brotado de los suelos de una democracia mentirosa para adornar los corredores nostálgicos de una esperanza esquiva.

Desde que llegó al pueblo, el policía trató de imponer la ley de su carácter fascista, en un caserío donde los muchachos estaban acostumbrados a jugar interminables partidos de dominó con los agentes del orden, y las jovencitas se retorcían de amor por un uniformado de la ley.

Francisco Javier buscó a Carmen Cristina. Cuando sonaron los primeros disparos estaba soñando con ella. Soñaba que bailaba, apercollado con ella, las más recientes canciones vallenatas. Lo despertó la primera granada. Su reacción inmediata fue de extrañeza: apenas sintió crujir la madera de su ventana. Pensó en un temblor. Pero el estallido casi seguido de la segunda granada lo sacó rápidamente de esa especie de fascinación en que lo había sumido el sueño. Se levantó de la hamaca.

Salió a la sala sin prender la luz. Ya Zenobia Salgado estaba levantada. Su marido daba vueltas dentro de la casa. "Quédate quieto, carajo, que ya me tienes mareada", le dijo ella.

-¿Qué es lo que está pasando? - preguntó Francisco Javier.

- Nada: que se nos está acabando el mundo - le respondió su madre.

Francisco Javier sintió entonces los golpes insistentes al otro lado de la puerta. "Salgan a la calle, compañeros. Todos a la plaza", escuchó que gritaban afuera. Zenobia Salgado miró a su esposo. Lo vio nítido, a pesar de la oscuridad. El hombre vio a su hijo y agachó la cabeza. Su mujer comprendió. "Abre", le dijo. Abrió. Y vieron las caras ocultas detrás de pañuelos rojos.

Cuando salieron miraron a la gente que corría hacia el parquecito. Nadie le habló a nadie. Sólo se escucharon los gritos de los guerrilleros y uno que otro ladrido lastimero de algún perro que trataba de ocultar su miedo con su alarido desesperado. Y los disparos, cada vez más pausados, del puesto de combate.

La explosión de la tercera granada cogió a Francisco Javier en el parquecito. Estaba parado en la silla de concreto que donó Miguel Antonio y familia. Escuchó el discurso que pronunció el comandante con un megáfono de pilas al que se le fue la voz seis veces. Los guerrilleros habían encendido ocho mechones de gasolina para alumbrar el sector. Aunque, para ese entonces, ya el pueblo contaba con la interconexión eléctrica, la plaza Simón Bolívar permanecía a oscuras, pues cuantos bombillos colocaban allí, eran quebrados por los enamorados empedernidos para hacer más apasionantes sus citas fortuitas.

Francisco Javier vio cuando hicieron subir a los policías a la tarima. Solo, entonces, se percató de que había permanecido todo el tiempo al lado de doña Sixta y de Miguel Antonio. Buscó a Carmen Cristina con la mirada. No la encontró. Extrañó no verla junto a su familia. Se bajó de la silla.

La buscó entre mujeres desgreñadas que cargaban a sus hijos en la cintura. Entre hombres asustados que gritaban vivas a todo. Entre viejos que renegaban de las sinvergüenzuras de los jóvenes de hoy en día. Entre adolescentes felices que recordaban, en las consignas de los guerrilleros, las clases de filosofía en el colegio oficial.

La encontró cerca de la tarima, casi muerta del susto. Tenía su pijama de seda rosada. Se estremeció al verle la altivez de sus senos, libres de la atadura del sostén. Se estremeció aún más cuando descubrió la poderosa silueta de sus bragas estilo tanga debajo del pantalón transparente.

Carmen Cristina lo abrazó. Le bañó el pecho desnudo con sus lágrimas. Fue en ese instante que Francisco Javier supo que estaba en calzoncillos. No se inmutó. La rodeó con sus brazos. Le acarició el cabello despeinado con sus dedos de muerto. "Cálmate", le dijo. Se sintió su protector. Su ángel de la guarda. "Estás conmigo", puntualizó.

No debió haber dicho eso último. Precisamente esas dos palabras fueron las que hicieron caer en cuenta a Carmen Cristina que ella estaba abrazando a Francisco Javier. Experimentó una especie de traición a sí misma. Se separó de él. Se secó las lágrimas. "¿Has visto a Toñito?", preguntó. "No: debe de estar por ahí". Otra vez se oyó decir otra estupidez. Quiso enmendarla. "Necesito hablar contigo", dijo. Ella estaba más calmada: "Ya estamos hablando", bromeó con seriedad. Francisco Javier fue directo: tenía que aprovechar al máximo esa oportunidad inaudita. "Te espero hoy a las cuatro de la tarde, detrás de las piedras del salto", dijo. Carmen Cristina palideció de la ira.

- El mundo acabándose y tú pensando en esas cosas - le recriminó.

Y trató de retirarse, pero él la agarró por un brazo. En ese momento, Francisco Javier escuchó los gritos: "Que lo maten, que lo maten". Era la condena del pueblo proferida al policía que deshacía los bailes familiares, levantaba a culatazos a cuanto muchacho veía por las calles después de las nueve de la noche, se cogía a trompada limpia contra quien no tenía los documentos completos en el momento que él los pedía, y hacía bailar a punta de tiros en los pies a cualquiera que se negara largarse para la casa cuando a él le diera la gana de ordenárselo.

Francisco Javier vio vendarle los ojos. Le amarraron los brazos hacia atrás. Lo pusieron de espaldas a la pared donde se hacían las candidatas del Festival Folklórico del Fique, después de dirigirse al distinguido público. Le preguntaron cuál era su último deseo. Francisco Javier vio con asombro la respuesta del policía: una sonrisa maquiavélica puso al descubierto dos dientes de oro que brillaron con el reflejo de los mechones encendidos. Miró a los tres guerrilleros que se posaron frente al sentenciado. Oyó la orden de apunten y disparen del que se hacía llamar comandante.

Todo fue rápido. Después del estruendo seco de la descarga se hizo un silencio profundo. La gente se miraba entre sí, asustada. Nadie pensó nunca que llegaran a tanto, delante de todo el mundo. Cada uno de los habitantes del pueblo sintió un vago remordimiento que recorrió como un viento helado cada uno de los rincones de su conciencia: todos gritaron que lo mataran, sí, pero era más un acto de folklor para canalizar el odio comprimido, con el deseo de asustar al agente, que una condena fatal.

Era la primera vez que Francisco Javier veía caer a una persona muerta a tiros. El hombre dobló las rodillas poco a poco, mientras daba tres pasos, tambaleantes e inútiles, hacia atrás para caerse. Chocó con la pared. Y cayó. Francisco Javier cerró los ojos por unos instantes. Los abrió cuando Carmen Cristina se le tiró encima. Y se horrorizó aún más al ver la especie de X, formada por manchas de sangre, que tachaba el dibujo donde se apreciaba una caja, una guacharaca y un acordeón, los tres instrumentos típicos de la música vallenata, plasmado en el muro donde ajusticiaron al policía. El hombre yacía sobre el piso rústico de la tarima: echó la última bocanada de sangre de su vida.

Francisco Javier comprendió lo que le había querido decir Carmen Cristina. Y se sintió, de pronto, iluminado por el Espíritu Santo. Era un rayo celestial que se le metió por el cerebro y fue a parar directo al corazón. Le pasó la mano derecha por el cabello, con una suavidad fraternal.

- Al contrario - le dijo - : ante tanta violencia lo único eficaz es el amor.

Ella lo abrazó más fuerte. Pasaron cinco segundos. Lo soltó con ternura. "Acompáñame a buscar a Toñito", le dijo. Lo encontraron al otro lado del parquecito. Estaba junto a otros niños que prestaban atención a las indicaciones que les hacía un guerrillero sobre el manejo de un fusil. Carmen Cristina se le adelantó a Francisco Javier. Emprendió el ataque con su andar presuroso. Y jaló a Toñito por una mano: "Venga para acá, carajo". Lo llevó a la silla donde estaban sus padres. Antes de llegar, se detuvo. Le dio un beso en la mejilla a Francisco Javier.

- Está bien: hoy a las cuatro donde dijiste – le dijo.

9

El bebé dormía con sus manitas empuñadas. Tenía puesta una camisetica de tela fresca con unos patitos bordados en la mitad del pecho con hilo amarillo. Carmen Cristina dormitaba acostada de medio lado, dándole el frente a su hijo. Hacía una hora que doña Sixta se había ido a servirle el almuerzo a su esposo. Y desde entonces, Carmen Cristina se dedicó a espantar una mosca que insistía en posarse en el rostro del niño. Hasta que el cansancio la venció.

La despertó la bulla que sintió en la sala, tres piezas más allá de la suya. No distinguía las voces. Eran unos gritos de euforia que se ahogaron con la sirena de una emisora. Los bulliciosos se callaron. Carmen Cristina escuchó, entonces, el radio que tenía prendido el papá de Francisco Javier. Y supo que venía un avance importante.

El marido de Zenobia Salgado escuchaba el noticiero de la una. Carmen Cristina lo imaginó sentado en la mesa del comedor, sin camisa, sudando a borbotones, mientras se comía un sancocho humeante. Distinguió la voz nítida del locutor que informaba la noticia del día: otro poderoso carro bomba estalló en un centro comercial de la capital de la República: decenas de cadáveres mutilados estaban refundidos entre los escombros. La horripilante escena no podía ser descrita con mayor dramatismo.

Zenobia Salgado estaba en la cocina. Picaba los últimos trozos de hielo para echárselos al jugo de mango biche. La tragedia, la sexta por ese estilo en una semana de guerra inconsciente, la sobrecogió. A esa hora del día, con semejante calor encima, a veinte horas de distancia de la gran capital. Tiró el cucharón de aluminio con que hacía pedazos la cubeta de agua congelada. Se secó las manos con el delantal que tenía puesto. Se paró en la puerta que unía la cocina con el comedor. Se puso las dos manos en la cintura. Y miró a su marido con una decisión infinita.

- Apaga esa vaina, hombre de Dios - le dijo.

Entró de nuevo. Alzó el cucharón. Cogió la jarra de jugo y la llevó al comedor. Le ofreció a los recién llegados. Llenó el vaso especial de su esposo: un pote de lata con capacidad de dos litros, y apagó ella misma el radio.

- Lo único que logran esos noticieros de desgracias es quebrantar la felicidad que nos trae una nueva criatura - agregó.

Al escucharla, Carmen Cristina miró sonriente a su hijo. Le dio un beso en la frente y el recién nacido se sobresaltó. Abrió los ojitos. Pestañeó tres veces: Carmen Cristina sintió otra vez las voces de júbilo que se acercaban. Hasta que vio a Francisco Javier parado ahí, al lado de su cama, junto con los estudiantes que se volaron del colegio.

Después de ser anunciado en los billares como nuevo padre de familia, Francisco Javier se fue al patio. El suelo estaba lleno de mangos maduros. Estaban espachurrados por el golpe de la caída. Agarró la pala que tenía recostada en la pared. Los recogió uno por uno. Los echó sobre un pedazo de cinc que encontró en el rincón donde estaban los deshechos de la casa. Y los fue a botar a la mitad de la calle para que se los comieran los puercos.

Entonces vio venir a Miguel Antonio. Derramó los mangos con rapidez. Y trató de meterse enseguida a los billares. Demasiado tarde: se topó con el suegro. El hombre venía con una ira incontenible que se acrecentó aún más con la imponencia de los rayos solares: acababa de ser humillado por su esposa, delante de su propia hija, en la casa de Zenobia Salgado. Miró de reojo al muchacho asustado.

- Qué más, jovencito - saludó.

Y siguió. Francisco Javier respiró tranquilo. Observó a su alrededor: descubrió la cantidad de curiosos que se agolparon en las puertas, a lo largo de la calle, para presenciar lo que podría pasar entre Miguel Antonio y él. Sonrió con ironía. Sacudió la lámina de cinc. Entró al billar. Los estudiantes discutían por la autenticidad de una jugada. Cruzó hasta el patio.

Recostó la lámina sobre la pared. Hacía calor: no se movía ni una sola hoja de ningún árbol. Francisco Javier se limpió el sudor de su frente con el pulgar de su mano derecha. Se echó aire con la boca en el pecho: tenía la camisa desabotonada hasta la altura del ombligo. Una rama no pudo soportar más el peso de un mango maduro, y lo dejó caer justo sobre el pie izquierdo de Francisco Javier. Él lo recogió con su paciencia de burro viejo. Lo lanzó a la calle por encima de la cerca. Los gritos de los estudiantes se hicieron más intensos dentro del billar. Francisco Javier tiró la pala al suelo. Caminó hasta la puerta que llevaba al patio.

- O se callan o les quito la mesa, partida de huevones - dijo.

Se callaron. Francisco Javier fue hasta el bar. Sacó del enfriador una botella de ron de caña. Contó a los estudiantes mentalmente. Eran seis. Sacó siete vasitos de plástico de una caja que estaba en el estante donde exhibía los productos de cantina. Se acercó, con la botella y los vasitos, hasta la mesa de billar donde jugaban los muchachos. Cruzó un taco sobre el tapete verde que cubría la superficie de la mesa: acabó con el juego.

- Ahora vamos a festejar el nacimiento de mi hijo - repuso.

Se tomaron cinco botellas. Desde esa hora hasta la una de la tarde, cuando vieron pasar a doña Sixta, arrastrando a Toñito por una mano: iba a servirle el almuerzo a Miguel Antonio. Francisco Javier sirvió el último trago de la última botella. Se lo tomó sin arrugar la cara. Caminó tambaleante hasta las puertas que conducen al patio. Las cerró. Apagó los abanicos. Quitó la música.

Se sentía en otro mundo. En una galaxia donde los objetos cogían vida propia y se movían por sí solos. Le recordó la primera borrachera de su vida: tenía sólo ocho años, y Carmen Cristina no había nacido. Fue un 31 de diciembre, en una fiesta de despedida del año viejo: se metía entre las piernas de los adultos que bailaban y separaba a las parejas. Zenobia Salgado fue por él. Lo llevó a su casa jalado por una oreja. Le propinó sus buenos pencazos con un cinturón de cuero mojado. Y lo mandó a dormir. Esa noche vomitó su hamaca.

- Aja, ¿y ahora qué? - preguntó el estudiante bullanguero cuando lo vio cerrando el negocio.

- No, nada. Que nos vamos a visitar al muchachito - le respondió.

Y salieron. La calle estaba desolada. Una que otra persona se asomaba en la puerta o en la ventana de su casa, miraba de arriba a abajo, y se perdía de nuevo en el interior solitario de su casa calurosa. Los amigos iban cantando a gritos cuanto trozo de vallenatos se les cruzara por la mente. Hasta que llegaron. Estaban sudorosos: el jugo de mango biche que les dio Zenobia Salgado no les pudo haber caído mejor.

Ahí los tenía Carmen Cristina. Le hubiera gustado estar arreglada para recibir aquella visita imprevista. Lucía desgreñada. Ojerosa. Pálida. Cansada. Eran los estragos del parto reciente.

- Pobre gente ¿no? - se le ocurrió decir.

- ¿Cuál? - Francisco Javier estaba lelo viendo - Ah, sí: pobre gente.

- Pobre los familiares - corrigió uno de los estudiantes.

- Claro: ellos quedan vivos y con la amargura a cuesta - admitió Carmen Cristina.

Francisco Javier se había quedado callado. Contemplaba a la criatura recién nacida. El bebé estiró sus bracitos hacia atrás: tenía las manitos empuñadas. Alargó sus piernecitas encorvadas. Abrió su boquita de fantasía: fue un bostezo largo y profundo. La claridad del día se le metió por los ojitos cuando separó lentamente sus párpados sin pestañas: parpadeó nueve veces consecutivas.

El padre quiso que se pareciera a él: no se le parecía a nadie. Pensaba que aún estaba muy pequeño. El niño lo miraba ahora. Bostezó de nuevo. "Debe tener hambre", le dijo a la madre sin mirarla. Carmen Cristina sonrió. Se pasó la mano por el cabello alborotado.

- Le acabé de dar el seno - dijo.

Francisco Javier se sintió imbécil en medio de la borrachera. Había visto bostezar al hijo dos veces, y le salían con que no tenía hambre, que acababa de comer. No se quedaría con esa, que consideró una embestida directa a su autoridad de hombre.

- Se acabó de despertar, querrás decir - contraatacó.

Carmen Cristina no quiso seguir: conocía de sobra el carácter de su macho. Se incorporó, cuidando que la sábana no se le bajara del pecho. Alzó al bebé con su cuidado maternal. Lo llevó hasta su pecho cubierto. Recostó la espalda en la parte superior de la cabecera de su cama. Miró a los estudiantes borrachos que, salvo el bullicioso, no habían dicho una sola palabra desde que entraron a la alcoba. Ellos comprendieron el mensaje: se salieron enseguida.

Carmen Cristina se sacó un seno. Y lo ofreció con amor a su hijo. El niño se le pegó con una seguridad desconcertante, y con unas ansias increíbles en un ser tan inocente. Francisco Javier quedó fascinado con aquella escena maravillosa. Carraspeó.

- Te pido que te cases conmigo tan pronto salgas de la dieta - propuso.


10

A las cuatro de la tarde en punto estuvo Francisco Javier detrás de las piedras del salto. Estaba acostado en la playa, boca arriba, mirando a los pajaritos inquietos que volaban de rama en rama como si se temiesen ellos mismos. Y más allá, entre el follaje que se movía por la brisa, veía el azul profundo del horizonte infinito e impávido, sin ninguna nube que rompiera el himen misterioso de su virginidad absoluta.

Todo le pareció hermoso: estaba enamorado. Se olvidó de la ridiculez y de la cursilería en que podía ahogarse un hombre en su estado. Hasta silbó tres canciones vallenatas con una melodía tan preciosa que parecía emanada de las notas de un acordeón tocado por las manos más expertas del folklor.

El ruido de la cascada era sonoro: todo parecía confluir en el mismo sendero de amor que lo arrastraba. Las cosas estaban allí para servirle a él y a su sentimiento incubado. Quiso escribir la más bella poesía de amor que se haya inspirado en el mundo en todas las épocas de la cultura: no tenía ni lápiz ni papel en ese instante. No importaba. Recordó a sus amigos: le reprocharían verlo en ese remolino sentimental. Lo tratarían de anticuado y de romántico impertinente ¿Acaso el amor puro tuvo una época especial, y quien no la vivió no tiene derecho de sentirlo ahora? Al diablo con la sociedad computarizada del mundo actual: que se atore ella misma con sus propios inventos.

Francisco Javier sintió las pisadas sobre las hojas secas que estaban esparcidas en la arena del río. Los latidos del corazón se le aceleraron a un ritmo impresionante. Jamás pensó que Carmen Cristina fuera capaz de cumplir aquella cita inconveniente para una señorita de su categoría. Sin embargo, era ella. Con sus aretes inmensos y su gancho de plástico rojo sosteniéndole el peinado.

- Bueno, aquí estoy ¿cuál era tu vaina con este sitio? - dijo.

Francisco Javier quedó desarmado. En muchas ocasiones anteriores, con las mujeres de su repertorio de conquistador sin escrúpulos, fue él quien llevó la iniciativa ante unas jovencitas nerviosas por el primer encuentro a solas con el hombre de sus sueños. Entonces, las envolvía con su palabrerío de profesional en las lides amorosas. Y ellas terminaban derritiéndose de pasión en los brazos ardientes de él.

Pero ese día no halló qué hacer. Ni qué decir. Ni cómo mirarla. Recordó el atardecer aquel en que él y sus amigos de siempre iban pasando frente a la casa de Carmen Cristina. Ella, que ya había cumplido los catorce, estaba sentada en el andén, regando la calle con una manguera. "Mi amor: quisiera ser esa regadera para sentirme acariciado por tus manos", le dijo José Jaime Daza, que era el más intrépido de los cinco. La vieron palidecer de la ira. Y esperó tres horas ahí, sentada, carcomiéndose en la esencia de su enojo, hasta que los muchachos regresaron. Al verlos acercarse, se puso de pie con una sonrisa que sólo ella sabía que era fingida. Llamó a José Jaime aparte. Cuando el joven se acercó, Carmen Cristina le propinó la cachetada más célebre de su vida. "Para que aprendas a respetar a las mujeres decentes, carajo", le dijo.

Lo que más inquietó a Francisco Javier, en su primera cita con Carmen Cristina, fue el recuerdo de la noche en que le festejaron a ella sus quince años. Miguel Antonio y doña Sixta arrendaron el recién inaugurado club de Los Siete Kioscos, único en el pueblo, construido con techo de palma africana y encerrado en una altísima cerca de bahareque bien apretada para que no se viera lo que ocurría en su interior. Repartieron sobres con sus respectivas boletas de invitación que debían presentar en la entrada las señoritas y los muchachos escogidos para asistir a la celebración: era una actitud nunca antes vista en el caserío, como un baile de etiqueta en un club respetado de una ciudad desarrollada. Esa noche, Carmen Cristina, luciendo su hermoso traje rosado de encajes importados, dejó plantado en la mitad de la pista, en plena fiesta, al parejo que estaba disfrutando el placer de bailar con ella, en medio de las luces relampagueantes del "flash" que usaba Mauro Díaz en su cámara antigua.

- Yo no soy silla de montar bestias para que usted me apriete tanto – le dijo al muchacho delante de todo el mundo.

Esa tarde, en el río, Carmen Cristina estaba más nerviosa que él. Y si enfrentó a Francisco Javier con esa frase imprevista, fue porque su carácter indómito le impedía siempre delatar su rubor. Francisco Javier supo que ese día no podía ni tocarla siquiera. Prefirió hablarle de otras cosas.

Carmen Cristina aprovechó la ocasión para contarle el sueño extraño que había tenido esa mañana, después de la toma guerrillera. Soñó con el fusilamiento del policía, llevado a cabo tres horas antes. Empezó exactamente en el momento en que el comandante subversivo daba la orden de apuntar. Y cuando el jefe guerrillero gritó al pelotón que disparara, sucedió lo insólito: una descarga de corazones - no como las láminas que mostraba el profesor de biología en sus clases de anatomía, sino como los dibujos que venían en las carátulas de las fotonovelas -brotó de los tres fusiles.

- Es como si las armas actuales se convirtieran en el Cupido moderno: en vez de balas para asesinar, dispararan corazones para amar -concluyó Carmen Cristina.

A Francisco Javier le gustó el sueño. En vano: su orgullo machista no le permitía demostrarlo. Se paró. Cogió una piedra y la tiró en la mitad del río. "Esas pendejadas las sueñas por andar leyendo novelitas baratas que aparecen en las revistas de hogar", dijo. Se dio la vuelta y quedó frente a Carmen Cristina. "Esas no son vainas para una señorita de tu alcurnia", agregó.

Sin embargo, a Carmen Cristina le hubiera gustado seguir soñando. La despertó un ruido ensordecedor que salía de todas las calles del pueblo: era el crepitar incesante emitido por las llantas metálicas de las sombras ambulantes de un presente tenso que prometía extenderse en el tiempo y en el espacio para ir más allá de sus propias fronteras y envolver con sus brazos llameantes la primavera de un futuro incierto. Los tanques de guerra recorrieron el pueblo, pero ya no quedaban sino los cascarones de las balas de fusil regadas por las calles polvorientas.

En la primera cita amorosa a escondidas no pasó nada entre Carmen Cristina y Francisco Javier. Ni en las posteriores: él seguía temiendo una parada en seco de ella. Así pasaron el primer mes de citas clandestinas, para las que Carmen Cristina tenía que inventar todo tipo de pretextos en su casa, y en las que Francisco Javier debía soportar sus conversaciones de adolescente fogosa: conocía de sobra los nombres de cada una de las cincuenta y siete compañeras de ella, sus defectos y sus virtudes, lo mismo que los de sus once profesores.

Hasta que él decidió poner en práctica su experiencia de hombre mujeriego. Empezó por acariciarle el cabello, mientras ella se perdía en los laberintos de su diálogo, y le daba besitos esporádicos en su cuello de santa. Francisco Javier bajaba entonces sus dedos inquietos por el pecho de Carmen Cristina, y cuando ya le sentía su respiración entrecortada, se decidía tocarle la comisura de sus senos. Carmen Cristina se sobresaltaba y automáticamente le cogía la mano invasora de él con la mano defensora de ella: se la apartaba con delicadeza, pero sin decirle una sola palabra. Y él reiniciaba de nuevo el juego, hasta llegar siempre al mismo sitio.

A la cuarta tarde de sus adelantos pasionales, Francisco Javier quiso ir más lejos. En el momento que ella le quitó la palma de la mano de él del sitio en que nacían sus senos enloquecedores, Francisco Javier no empezó el ritual otra vez por donde lo comenzaba desde el primer día de intentos fallidos: por el cabello ensortijado. Sino que reinició la tarea en la misma parte en la cual Carmen Cristina lo había interrumpido: en la nacencia de sus mamas irresistibles.

Insistió una y otra vez por ese lado, sin ponerle ya mucha atención a las interrupciones de ella, pues sabía que Carmen Cristina lo hacía más por evitar que él pensara mal de su actitud de mujer fácil, que porque no tuviese deseo de que sucediera todo de una buena vez. Y Francisco Javier pudo sacarle, por fin, un seno por debajo del sostén: sintió sus texturas delicadas, cuando lo abarcó entre sus dedos deseosos. Le acarició con ternura de demente el pezón angelical.

Y Carmen Cristina cortó enseguida el monólogo sobre las locuras de su colegio para claudicar ante las armas exquisitas del placer: fue ella la que empezó a acariciarle la cabeza, mientras se ahogaba en su respiración acelerada.

Francisco Javier le abrió la cremallera de su vestido y se lo bajó hasta el pecho. Entonces se volvió más loco frente a la imponencia de sus senos salpicados de pecas hermosísimas. Y no resistió la tentación de besarlos: le mamó desesperado los pezones. Carmen Cristina exhaló un gemido que se transformó en dos palabras repetidas con una voz aguda que se apagaba sola.

- Pasito, papi,… pasito - decía.

Él bajó una mano hasta las piernas de ella. Y sintió el calor de su carne palpitante. Subió más la caricia intencionada de sus dedos demenciales, explorando con el tacto cada una de las curvas de sus muslos temblorosos, e imaginándoselas en su mente perversa. Hasta que llegó allá, donde se ocultaba incólume su vagina primorosa: comparó la humedad de ese triángulo peludo con la que tenía él en el bulto desesperado de su entrepierna. La acarició con más intensidad, y sintió que más humedecía la tanga de ella. No pudo evitarlo, perdió el control y quiso despojar a Carmen Cristina de su prenda íntima. Y cuando empezó a bajar el caucho que la sostenía, ella reaccionó:

- No, papito, eso no.

Carmen Cristina se incorporó. Se arregló el sostén desajustado. Cerró la corredora de su traje. Se recogió el cabello con su gancho de plástico rojo. Y cubrió a Francisco Javier con su mirada de animal felino.

- Vamos, ya está bueno por hoy - dijo.

A la tarde siguiente, Francisco Javier llegó preparado para enfrentar lo que viniera. Ya para esa época, el Ejército venía al pueblo a patrullar todos los días, y la guerrilla bajaba de la sierra a hacerlo en la noche, en un pacto tácito que si no hubiese sido por el lógico antagonismo de las fuerzas enfrentadas, se hubiera podido pensar que el acuerdo fue oficial. Así duraron hasta mucho tiempo después, cuando las cosas en el caserío cogieron el rumbo previsto, y los guerrilleros bajaron del monte para siempre a firmar una paz que añoraban, cansados ya de una guerra que no llevaba a ninguna parte.

Francisco Javier se hizo un especialista en esquivar las apariciones inoportunas de los soldados en su refugio de amor. Por eso, se vestía de colores oscuros para confundirse entre las sombras de los árboles, como en la tarde siguiente a la parada que le hizo Carmen Cristina, cuando él estaba en el punto más importante de su iniciación pasional.

Llegó primero, como de costumbre. Y se acostó boca arriba sobre la arena, esperando escuchar los pasos de ella, mientras se entretenía viendo el cielo a través del follaje. Y escuchó sus pasos. Y la vio acercarse.

- ¿Cómo te fue hoy? - le preguntó por preguntarle algo.

- Bien. Imagínate que... - le respondió ella y se metió en el bosque de su conversación.

Francisco Javier inició el proceso de seducción. Y llevó otra vez la mano donde ella tenía su cosita sedienta y sudorosa. Carmen Cristina se retorció de emoción entre sus brazos. Y él, con mucho control, fue deslizando poco a poco el elástico de la tanga, hasta que logró bajarla. Le cogió la panocha desnuda, y ella gemía ya sin ningún dominio de sí misma. Francisco Javier se desabotonó, con una sola mano, el pantalón que había llevado sin cinturón para hacer más fácil su propósito. Se lo bajó ahí, encima de ella, al tiempo que le besaba el pecho, el ombligo, sin darle cancha para que ella reaccionara. Sacó su tronco bien erguido por la rajadura que el calzoncillo traía para esos casos de emergencia. Y trató de hacerle el amor con dificultad.

Carmen Cristina sentía el pedazo de carne caliente que le rasguñaba su membrana de virgen, hasta que un hálito misterioso la hundió en un vacío sin fondo: gimió con más fuerza.

- ¿Te duele? - le preguntó él con la garganta seca.

- Si, pero es un dolor agradable - alcanzó a responderle ella.

Y se entregó a él hasta la muerte.

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