Por
John Acosta
Era una tarde extraña: un
sol que agonizaba entre la bruma de la polución, una amenaza de lluvia que se
diluía al compás de la muerte del astro y una brisa fría que desafiaba el calor
tropical de esa hora. Era domingo de Ramos y las calles de Barranquilla estaban
desiertas. Íbamos en cuatro carros: cada familia iba en el suyo. Entramos por
Barlovento, una zona a la que todavía le quedan vestigios de la desidia
oficial, a pesar de que es epicentro de un ambicioso proyecto del municipio: la
Avenida del Río.
Y fuimos a eso: a conocer la
Avenida. Obviamente, el pavimento reluciente estaba nuevo. Y la fila de postes
metálicos, con sus pantallas de cuello de cisne, le daban un aire señorial.
Menos mal que íbamos despacio porque no hubiéramos alcanzado a frenar a donde
se acaba el pavimento, sin ninguna señal previa que anuncie el fin temporal de
las obras. Hubo una decepción enorme entre nosotros: ¿apenas hasta aquí va la
obra? ¿Esto fue lo que inauguraron con bombos y platillos? Nos tocó regresarnos
por ese mismo carril. Fue cuando divisamos que el primo que venía en el carro
de más atrás, hablaba con dos infantes de marina que patrullaban en una moto.
El primo bajó el vidrio para
indicarnos, con su mano izquierda, que lo siguiéramos: después supimos que los
infantes se habían ofrecido para conducirnos por el desvío que lleva a la otra
parte de la Avenida. Entramos, entonces, por una trocha: dos carros más, de
gente que no conocíamos, se unieron a la caravana. Una volqueta venía con una
carga de arena, subió al pedazo de avenida recién pavimentada y se perdió en la
ciudad.
Nos tocó ir despacio por la
trocha, pues el tráfico vehicular ya se notaba en las bateas que se habían
formado sobre el terreno destapado. La tenue luz del sol moribundo permitía ver
la zona todavía. Unos perros famélicos se disputaban alguna presa carroñera
encontrada por esos parajes arenosos. Dos, tal vez tres, construcciones de tablas
habían permanecidos incólumes a la demolición que hizo el municipio para darle
vida a su proyecto de darle el frente al río Magdalena, después de décadas de
años de haber crecido a su espalada. Un carretillero arrastraba su herramienta
de trabajo con la resignación de quien sueña todavía con un futuro mejor.
También un carromulero azotaba a su
animal para sacarle, a la fuerza, una rapidez que su cuerpo hambriento no le
permitía.
Llegamos a otra parte de la
avenida, también recién pavimentada, que murió enseguida frente a un muro de
ladrillos. Bordeamos la pared impertinente, pasamos por encima de una vieja y
abandonada vía férrea, cubiertos por las miradas de unas tres o cuatro personas
que asomaban sus cabezas por la cerca de palos que protegía al patio de sus
casas. Entonces, lo vimos: altanero, orgulloso, permitía el paso solo por la
mitad. Era un puente recién hecho, que estaba sobre uno de los ramales
profundos que va al río.
Lo cruzamos y ahí se
desprendía la otra parte de la Avenida del Río, con sus carriles recién pintados
y su carrilera de postes metálicos, cual cuellos de cisnes gigantes. Anduvimos
por ella y encontramos, a la derecha, el parqueadero: no éramos los únicos
visitantes. Ni los últimos del día. En realidad, son muchos los habitantes de
Barranquilla que quieren conocer lo que va de este ambicioso y buen proyecto. Así
nos los confirmó uno de los agente de policía que está en uno de los kioscos
sin estrenar del imponente malecón. “Aquí montamos guardia día y noche”, dijo el uniformado.
La gente aprovechaba la
tenacidad del rojizo sol, que se negaba a sucumbir ante lo oscuridad que lo
acecha y el hollín que lo abruma, para tomarse las últimas fotos sin flash. El
olor a aguas negras que llega por oleada, hace recordar que el río Magdalena
fue convertido en la alcantarilla de Colombia, en sus más de 1.500 kilómetros
de longitud. Pero la imponencia de esa arteria fluvial vale la pena el esfuerzo
para culminar cuanto antes la obra que lo resucita para los ojos de la Puerta
de Oro de Colombia.
Lo único diferente del
regreso fue que los perros ya no peleaban por la carroña y tuvieron tiempo para
ladrar las llantas de los carros. Eso, y que hubo de prender las luces de los
carros para sacarle el zigzag a las bateas de la trocha, pues el sol había
perdido la batalla contra la noche que llegó.
Maestro!!!!
ResponderBorrarEl eterno problema de las administraciones en Barranquilla: inaugurar obras a medias.
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Emilia