Por John Acosta
La primera imagen que tengo en mi memoria
de un muerto a tiros sucedió en La Junta, al sur de La Guajira. Eran las ocho
de la mañana y el pueblo había amanecido con una agitación inusual porque en la
orilla del río alguien quemó el carro de un habitante conocido y le disparó a
quemarropa al hijo más querido de una familia humilde. Yo era, entonces, un niño famélico y lombriciento que se
levantaba, todos los días, directo a la cocina a sentarse en la piedra que
estaba en un rincón, desde donde veía a mi abuela amasando el maíz para las
arepas y bollos del desayuno.
Cuando entré esa mañana al cuartico de barro localizado en la mitad
del patio, descubrí que algo grave pasaba porque mi abuela estaba temblorosa.
Vi cómo se reflejaban, más que
nunca antes, las arrugas de sus años en el rostro desencajado
por la mala noticia acabada de recibir: se veían más profundas a través de la
luz que brindaban las llamas recién encendidas del fogón de leñas. "Tanto
que se jode uno trayendo al mundo a un hijo para que venga otro y se lo arrebate
así no más", le escuché en su lenguaje habitual, creyéndose sola en la
cocina de barro. "Pobre madre, carajo",
dijo después, pensando, quizás, en la mamá del difunto. Seguía
hablando sola, sin darse cuenta de que el nieto acababa de entrar a la cocina.
"Claro, es que se creen más hombres sólo porque tienen un arma enganchada en la pretina".
Al rato, fui a la tienda a comprar no recuerdo qué
cosa y al pasar frente al puesto de policía vi mucha gente amotinada alrededor.
Mi curiosidad infantil me impulsó a averiguar qué pasaba. Las personas
trataban de asomarse por la cerca de alambres de púa que encerraba el patio de
la inspección. Me metí entre las piernas de los más altos y, entonces, pasó. Estaba tirado bajo el sol y sobre
una hoja de cinc. Su cara pálida me asustó. Fue una imagen fugaz porque alguien
gritó "¡Llévense al muchacho!" y me sacaron de allí a empujones.
Nunca he podido olvidar las ocho de la mañana de aquel día distinto. El asesino
tuvo que abandonar su hogar para huir hacia otras tierras.
Mucho tiempo después, estuvo a punto de ocurrir una desgracia
en el seno de mi propia familia. Un tío mío, hijo de mi vieja y querida abuela, y que siempre había soñado con
comprarse un revólver, llegó borracho a la cantina donde estaba un campero. "Necesito que el dueño de este carro
me haga una carrera hasta la casa", dijo.
Hacía dos meses que había cambiado una novilla por una pistola. Lo hizo aquí, en La
Junta. Y se la llevó para Codazzi, el municipio donde vivía ahora, camuflado en
una caja de cartón, en la que metió dos gallinas vivas. Le abrió unos huequitos
alrededor para que las aves pudieran respirar sin dificultad. Así, pudo pasar
todos los retenes militares sin dificultad alguna, pues los uniformados se
comieron el cuento de las gallinas y no del arma escondida. Se había convertido
el tío en el único, de los 12 hijos e hijas de mi abuela, en portar un arma en
su cintura. Era el menor de todos y el más rebelde.
"Ese campero está ocupado con estos señores",
respondió el chofer, señalando a tres personas que compartían aguardiente en una mesa cercana. El tío llevaba más de tres
días bebiendo alcohol. Pidió que lo llevaran a él mientras los señores
terminaban la botella. Los tipos se negaron porque ellos tenían el carro
contratado. Entonces, mi tío sacó su arma y empezó a disparar a diestra y
siniestra.
Quiso Dios que la
borrachera del tío no le permitiera dar con la fatalidad de un blanco
concreto. Uno de los señores salió herido en una oreja y otro, en un brazo. Esa
misma noche, la policía encarceló al agresor. El tío tuvo que vender la pistola
y tres novillas más para "arreglar por las buenas" con los familiares
de los afectados. Lo deseable hubiera sido que no volviera a usar un arma en su
vida. Pero su terquedad no le permite aspirar a tanto.
El dolor de las balas
Es que cuando el
norteamericano Samuel Colt patentó por primera vez un revólver de repetición en
1835, tal vez se imaginó las múltiples desgracias que se sucederían después, a
causa de las armas de fuego. Sin embargo, pudo más la avaricia guerrerista y
Colt se convirtió en uno de los hombres más ricos en Estado Unidos. No en vano,
su arma contribuyó para que Estados Unidos ganara las múltiples batallas de Norteamérica
contra México (1846-1848), que le permitieron anexar los territorios que más
adelante se convertirían en los estados de California, Nuevo México, Arizona,
Nevada, Colorado, y Utah.
Los primeros revólveres
salieron durante el siglo XVI, y tenían seis, siete y hasta ocho cañones;
tantos como disparos podían hacer sin ser cargados de nuevo. Sólo hasta el
siglo XIX se perfeccionó el revólver haciéndolo automático. Desde entonces, ha
servido para cometer los más atroces crímenes. En Colombia, no sólo el
revólver, sino todo tipo de armas de fuego han sembrado el terror,
la desolación, la tristeza y el miedo en todos los rincones de nuestra
patria.
La única forma de
alcanzar la anhelada paz es empezar por desarmar nuestros propios espíritus,
para convencernos de que cargar con un arma empretinada solo sirve para
causarnos problemas y dolor. Recordemos las palabras de mi abuela cuando decía
que un arma no nos puede hacer sentir más varones que los demás. La hombría la
llevamos en la sangre y en nuestro espíritu y la sentimos cuando obramos con
responsabilidad, pensando en nuestra familia.
Dejemos de sentirnos en
el Oeste norteamericano del siglo antepasado y vivamos en el siglo XXI con la
madurez de nuestras conciencias limpias.
La manera de encontrar en la realidad una magia de la que muchas veces no conocemos, pero casi todo el tiempo somos parte de ella...
ResponderBorrarA propósito, el expresidente Uribe y muchos colombianos escépticos deberían entender esto: "La única forma de alcanzar la anhelada paz es empezar por desarmar nuestros propios espíritus, para convencernos de que cargar con un arma empretinada solo sirve para causarnos problemas y dolor". Palabras que ganan contexto actualmente en nuestro país con la negociación Gobierno-Farc y el posible proceso de paz.
ResponderBorrarHombre, Acosta, muy buen escrito y con mucha razón. Gracias por compartir esas historias de vida, siempre muy interesante.
ResponderBorrarCréeme que también he conocido de este tipo de hombres que se sienten la gran cosa por estar armados y, al final, son un peligro hasta para ellos mismos.