Por
John Acosta
Debió haber sido a las ocho
de la noche, ya que después de esa hora era demasiado tarde para que un niño de
esa edad anduviera por fuera de su casa; sin embargo, tuvo que haber sido
pasada las siete, pues antes era imposible que comenzara un baile de esa
magnitud en el pueblo. Lo cierto era que yo estaba ahí, impávido, de pie frente
al puestecito de venta ambulante, viendo llegar a los compradores casuales, que
querían provisionarse de lo necesario afuera, que era más barato, antes de
entrar a la caseta comunal a disfrutar de la música en vivo del conjunto
vallenato que esa noche amenizaba la verbena, donde, por supuesto, “lo
necesario” era mucho más caro.
Es obvio suponer que en las
caseticas de vendedores estacionarios no se podía expender licor, pues ese era
un privilegio que solo se podían conceder
los organizadores de las fiestas.
De manera que “lo necesario” se limitaba a un paquete de cigarrillos,
una cajita de fósforo y otra de chicle. En forma esporádica, aunque cada vez
más frecuente, el vendedor devolvía al cliente ocasional un confite, como una manera
de reponerle la moneda inexistente por el vuelto. Por más increíble que
parezca, uno de esos insignificantes confites, tomados obligados y de mala gana
por los consumidores fortuitos, me marcó
a mí para siempre. Recuerdo que yo era feliz yendo a la tienda de la señora Alicia Solano a hacerles los mandados a mi abuela, solo para recibir el confite que me daban de ñapa por el paquete de fideo, la libra de yuca y los dos huevos que le compraba.
No recuerdo cómo estaba
vestido yo ese día. No creo que tuviese la pinta habitual de la que gozábamos
los muchachos de entonces en La Junta de esa época: un pantaloncito corto, a
pies descalzos y con el costillar al aire, pues estábamos en pleno Festival
Folclórico del Fique. Y eso ameritaba,
por lo menos, un pantalón largo (aunque remendado), unos zapatos a los que el
betún ya no alcanzaba a disimularles las peladuras causadas por el (ab)uso y la
camisita lullida por haber sido lavada tantas veces en tantos festivales. Es posible que, al cliente ese, le haya caído
en gracia mi apariencia. O que se haya condolido de mi aspecto. La verdad es
que jamás olvidaré el detalle que tuvo conmigo la última noche del festival.
Mi abuela debería estar en
el quinto sueño allá en la casa. Y se despertaría como lo hacía siempre, cuando
yo llegaba y empujaba la puerta de la calle, que mi vieja dejaba sin tranca y
ajustada apenas con un asiento de cuero para que su pequeño nieto travieso
entrara sin dificultad. “Ahora sí estoy yo bien jodida: trasnochándome
esperando a un muchachito de diez años, que llega tarde al rancho como si fuera
un viejo de 40”, me diría con su voz ronca por la despertada reciente. “¡Mañana
sí es verdad que arreglaremos este asunto!”, remataría amenazante desde su
hamaca, colgada en el único aposento. Y yo atravesaría la sala, iluminado
apenas por el resquicio de luz que se colaría por la solera y que provendría
del bombillo que desafiaría la oscuridad desde la pared externa de la casa. Me
acostaría feliz, a pesar de la inminencia de un castigo anunciado, pues
acabaría de recibir una muestra de ternura de un desconocido.
De eso, hace más de 40 años
y sus destellos suelen iluminarme la memoria con alguna frecuencia, como la de
anoche, cuando me fui a pie de la oficina a mi apartamento y me encontré con
ese niño famélico, de pantaloncitos cortos, zapaticos sin media y la camisita
lullida, abotonada y por fuera. Bajaba los tres escalones del sardinel de una
panadería. Ignoro si estaba pidiendo pan: no creo, la verdad, pues la altivez
de su humildad no podría permitírselo. Regresé casi medio siglo antes y me vi
reflejado en ese niño, justo la noche aquella, en La Junta, mi pueblo del alma,
y vi reflejado en mí al señor que compró el paquete de cigarrillos, la cajita
de fósforo y las dos de chicle, antes de entrar a la caseta. Yo cargaba dos confites que le llevaba a mis
dos hijas menores, pero cuando mi mirada se encontró con la de ese infante fue
como si me viera yo mismo 40 años atrás: tendí mi mano y le di el par de dulces
al niño que me miraba. El pequeño me sonrió sorprendido, aunque yo seguí mi
camino.
La noche del último día del
Festival de mi pueblo, llegó un señor a comprar “lo necesario” en la casetica
del vendedor ambulante en donde yo permanecía impertérrito, de pie. El cliente pagó y el mercader le devolvió los
vueltos. El hombre giró para retirarse,
con las manos dispuestas a guardar las monedas en el bolsillo de su camisa, e
irse a gozar las canciones del conjunto vallenato que ya bombardeaba las primeras
melodías a los cuatro vientos. De repente, se detuvo. Devolvió la mano, con las
monedas, de su bolsillo. Cogió un confite de la casetica del señor que le
había vendido “lo necesario”, unos segundo antes, y lo pagó.
No
recuerdo nada del aspecto físico de ese señor: ni su rostro, ni el color de su
piel, ni su estatura, ni la forma en que iba vestido. Lo único que quedó
grabado en mi memoria para siempre, fue la sencillez de su acto. Tengo claro
que no era del pueblo, por supuesto: en esa época, todos nos conocíamos en La
Junta. Debió haber sido uno de los muchos forasteros que suelen llegar a gozar
de las festividades anuales.
Lo
más probable es que muchos de los que lean este texto no les parecerá tan transcendental
lo que sucedió. Y, quizás, hasta se decepcionen de lo leído, pero yo sí no quiero
callar más ese recuerdo y quiero ponerlo a volar con la libertad del viento: el señor, sin conocerme y sin
yo pedírselo, me dio el bendito confite.
Mi querido maestro y amigo, siempre me llegan al corazón tus palabras. Me haces reír y hasta se me aguan los ojos cuando leo tus artículos. Doy gracias a Dios por haberme dado la oportunidad, y la gran bendición, de conocerte. Hace 40 años, yo ni por ahí, pero hoy tengo la fortuna de reír, hablar, aprender de un excelente ser humano. Dios te bendiga. Excelente escrito.
ResponderBorrarCon que esta era la historia, que escribías con tanta dedicación esa tarde. Dejame decirte algo, John, es absolutamente hermosa. Y que orgullo sentí a leerla. Y digo dentro de mi: Ese es mi maestro.
ResponderBorrarSi Anuar es el tercer mejor profesor de periodismo (Según Salcedo), tu para mi estas en el ranking de primero lugar.
Gracias por compartir esto.
Tremenda historia mi hermano, solo aquellos escritos que se hacen con el alma, llegan de una manera perecedera. Un abrazo compañero de la nevera y sus corregimientos..!
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