Por John Acosta
Infinidades de veces me vi llorando frente a
la imagen del Divino Niño que tengo en mi casa. Le encendía la vela que
permanecía al frente, echaba una o dos monedas en la alcancía de vidrio que mi
mujer había colocado allí con el fin de recoger para el pago de las misas al
Hijo de Dios, me santiguaba más esperanzado que nunca y le soltaba a Él, con
todo el resto de fuerza que aún tenía mi alma enferma, la petición de siempre: 'Ayúdame
a salir de esto, Señor", decía con los ojos inundados en lágrimas.
Mi angustia crecía cuando me daba cuenta que Dios parecía no escucharme: me
descubría en el sitio de costumbre, más trabado que nunca.
La droga me esclavizó tanto, que un día, desesperado porque no tenía el dinero suficiente
para volar por el mundo incierto de las nubes imaginadas, rompí la alcancía
para robarle al Divino Niño la plata de mi vicio.
Todo comenzó cuando dejé de ayudarle a mi padre a repartir leche en la
carretilla casa por casa y me metí a trabajar en una librería. Empecé a coger
plata por mis propios medios. Me sentí libre cuando yo mismo veía por mis
gastos: desde tercero de bachillerato, supe lo que era estudiar en la nocturna.
Esa libertad me condujo de lleno al alcohol. Era feliz en las parrandas, disfrutaba
con las mujeres de turno. Ya ni siquiera quise seguir estudiando.
Un amigo me convenció para que me retirara de la librería e ingresara al
Sena a estudiar Reparación de Maquinaria Agrícola. En las noches, mis compañeros
y yo nos volábamos del Sena y nos íbamos a parrandear a una ranchería vecina.
Regresábamos borrachos a las 3:00 de la mañana y a las dos horas sonaba el pito
para bañarnos: llegábamos al curso con la borrachera viva. Cuando nos
trasladaron al Sena de Santa Marta, era la misma cosa: entonces nos íbamos para
Gaira y los fines de semana para El Rodadero.
Al regresar a donde vivía empecé a trabajar en una distribuidora de
maquinaria. Y seguí con lo mismo. Entre el grupo de amigos, yo era el que más
quería beber, pagaba las cuentas porque así me sentía importante. Veía que se
reían de mis chistes, así fueran los más flojos, pero yo era el que pagaba.
Así fui a parar a un importante grupo de teatro. Actuaba de noche. Al
teatrero de la época le gustaba mucho la marihuana. Ahí empecé a experimentar
con la droga. Y ya no bebía sólo los fines de semana. En una de esas andanzas, conocí
en 1982 a la mujer que sería mi esposa. Era una joven sana que vivía en una
casa grande del barrio. La casa era de un familiar de ella que hacía parrandas
interminables.
Muchas veces, miré tornarse el color rojizo del amanecer en la lejanía
del horizonte, en medio de una borrachera descomunal al lado del familiar de la
mujer que me había flechado para siempre. Entonces, ella salía de su habitación
derecho para el baño. Se arreglaba, dueña del mundo, sin reparar siquiera en
los borrachos de la sala, quienes, de seguro, le habíamos hecho pasar una mala
noche con la bulla de nuestros tragos. Y salía para su trabajo como si nada.
Hasta que tuvo que descubrir en mí que si yo seguía en ese estado era porque
estaba perdido de amor hacia ella.
Nos casamos en 1983, cuando yo tenía 24 años de edad.
Después del matrimonio, empecé a consumir más droga y alcohol: de pronto,
descubrí que me había casado muy joven, que no había gozado mi soltería. Tuve
hijos uno tras otro: una niña y dos niños.
Empecé a mentirle a mi mujer, a buscar excusa por mis
largas y prolongadas ausencias: empeñaba sus prendas para el vicio; ella sacaba
las que podía con su sueldo. Cuando llegaba a la casa de mis padres, yo sentía
su desconfianza hacia mí: estaban pendiente por si me robaba algo para malvenderlo
por otro lado.
Hasta que me enteré de que habían llegado unos reclutadores
de una importante empresa minera. Nos presentamos más de quince personas y,
después de un difícil examen, sólo pasamos los que teníamos méritos para ello:
dos personas. Dios me puso esta empresa en mi camino para que me salvara del
vicio. A los dos meses me llegó el telegrama: debía viajar a hacer el curso a
Barranquilla. Mi mujer me consiguió para el pasaje. El 22 de abril de 1986
firmé mi contrato. El pesado curso, que duró seis meses, lo pasé gracias a mis
aptitudes porque de lunes a viernes me dedicaba de lleno al entrenamiento. Pero
bebía todos los fines de semana.
Estaba feliz con mi trabajo. Vivía en las barracas. Los
sitios de recreación los cerraban a las 10:00 de la noche. Pero un grupo de
amigos y yo buscábamos la forma de llevar vicio a nuestras barracas.
Trabajábamos bastante, pero también consumíamos. En mis descansos, hacía lo
mismo; si no tenía plata, me fiaban: yo trabajaba en la mina de Cerrejón y eso
era garantía de pago. Metía droga todos los días. Me convertí en un padre proveedor,
pero nunca di afecto. Apenas llegaba a mi casa, me transformaba en un ogro: era
el mecanismo para que mi mujer no me reclamara nada.
Ya no me importaba el alcohol, sino la droga. Comencé a
faltar mucho en el trabajo. Y para justificar mis repetidas ausencias, compraba
la incapacidad. En las estadísticas de ausentismo, yo era el primero. Frente al
supervisor, me nació de nuevo el actor que llevaba en mí: le lloraba diciendo
que tenía un hijo grave. Así enfermé de mentira a toda la familia.
Teníamos una casa abandonada a donde nos íbamos a meter
vicio. Comprábamos una botella de aguardiente que nos duraba hasta 12 horas: era
el plante para hacerle creer al que pasara por allí que estábamos bebiendo solamente.
Todo el mundo se iba y yo era el último en irme: me iba para la casa sin plata,
descamisado, hediondo, como si estuviera viviendo en un mundo diferente al
real.
Cuando mis
compañeros de trabajo pasaban por mi casa en el carro a recogerme para ir a
trabajar, mi mujer salía sorprendida. "¡Cómo, si él no ha regresado desde
que se fue con ustedes!", decía. Y tenía razón: yo había convencido una
vez más al supervisor con mis aptitudes actorales y él me enviaba de regreso al
hospital a acompañar a mi pobre madre moribunda. O a cualquiera de mis hijos. O
a mi mujer: al enfermo que se me ocurriera poner en cama con mis mentiras de
vicioso. Y volvía a mi antro de perdición.
Hasta que en una oportunidad llegué a trabajar el último de
mis cuatro días: ya había perdido los tres primeros. Entonces el supervisor me
llamó con cara de angustia. "Ya no respondo. Todas tus incapacidades las
están investigando", me dijo. Ese día el Divino Niño me escuchó. Conté mi
problema y dije que quería acogerme al programa de rehabilitación de Alcohol y
Droga que ofrece la Compañía.
Me dieron los viáticos para viajar a la clínica en
Barranquilla. Y cometí la última torpeza de mi estado de postración: me bebí
esa plata. Mi mujer me dio el dinero esperanzada en que mediante ese programa
podría recuperar el marido que nunca tuvo. Duré dos meses con un suero
conectado en la vena. Comencé a sentirme importante: atener verdaderos amigos,
sin comprarlos con trago o con droga. Descubrí que la mañana es más hermosa si
no se mira borracho.
Ya tengo tres años en mi nueva vida. Sé que jamás podré ser
el mismo de antes, cuando estudiaba de tarde porque en las mañanas ayudaba a mi
padre en la venta de leche: siempre seré un alcohólico y drogadicto en
recuperación. En la esquina está el peligro. Pero yo sé que puedo salir
adelante, y que jamás volveré a quebrar la alcancía del Divino Niño.
Publicado
en la revista Intercor 60 Días,
número 20, noviembre de 1996
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