20 oct 2011

La letra, con sangre, no entra

Por John Acosta

Hacía calor. Por los calados del curso se escurrían los gritos de los estudiantes rezagados que se habían quedado en los pasillos después del timbre que anunció el final del recreo. El salón de Décimo grado estaba de espaldas al mar de Riohacha y los alumnos debían conformarse con el aire cálido que brotaba de los dos abanicos eléctricos que pendían del techo. Todos tenían el cuaderno de química abierto sobre sus pupitres. Querían aprenderse de memoria, en aquellos últimos segundos de desespero, lo que no les permitió la negligencia juvenil en los ocho días que tuvieron de plazo para prepararse antes de presentar la prueba decisoria del segundo bimestre académico.

Se lanzaban preguntas que corrían de un extremo al otro del aula de clases y que eran acaparadas en el aire por cualquier destinatario que las tropezaba. Entonces, salían las respuestas entrecortadas, envueltas en un "carajo, se me olvidó" o en un "espérate y me acuerdo". Hasta que un silencio repentino fue opacando, como una onda concéntrica, la bulla que reinaba en el ambiente. Los muchachos miraron hacia la puerta. Ahí, de pie, con la lista de estudiantes debajo de su brazo izquierdo, las dos manos ocupadas con las tres tizas nuevas y el borrador de tablero, estaba el profesor de química, mostrando, como siempre, su sonrisa intimatoria. Entró. Los muchachos lo siguieron con la mirada hasta que el hombre llegó a su escritorio de maestro. Abrió la lista y empezó a llamar, en orden alfabético, al estudiante de turno para que hiciera su ejercicio en el tablero.

Mientras tanto, Graciela estaba ahí, segura. Era de las pocas personas que habían tenido la osadía de repasar las lecciones en su casa. Había esperado el llamado con paciencia. El profesor de química pronunció su apellido y su nombre. "Betancourt, Graciela", dijo. La joven se puso de pie. Caminó los tres pupitres que la separaban del pizarrón. Agarró la tiza y el borrador que le ofreció el licenciado. Y empezó a desarrollar el ejercicio de química dictado por su maestro. Hasta que sucedió. El hombre había apartado la mirada del tablero para concentrarse en el libro que estaba hojeando. A los pocos minutos, vio los números y letras que Graciela Betancourt iba escribiendo. Frunció el ceño en señal de desaprobación.

-Siéntese. Toda esa vaina está mala- dijo. Graciela le propinó los ocho azotes de su mirada iracunda. "No me siento porque yo sé que con este otro método me da el mismo resultado", respondió. Pero el profesor no aceptó. Se puso de pie en forma intempestiva, señaló amenazante el pupitre vacío de la joven para dar la orden de recriminación. "Siéntese", gritó. Ella sintió que se le quemaba la cara: le brotó por todos los poros su carácter de riohachera reacia. Dejó la tiza y el borrador sobre el escritorio y caminó hasta su puesto con su andar rebelde. Pero al llegar a su silla, la traicionó el dolor de su furia: soltó el llanto.

Un vago sentimiento de culpabilidad invadió al profesor. Condolido por aquella escena de impotencia, claudicó. Le pidió a Graciela que pasara de nuevo al tablero, pero ella se negó con la cabeza. Tenía el rostro sobre el brazo de su pupitre. El maestro le repitió. La joven volvió a negar de igual forma. Cansado de insistir en vano, el licenciado lanzó a los cuatro vientos su sentencia.

-Le juro que, por grosera, usted me habilitará esta materia -expresó.

Así fue. Ella le puso mucho empeño a las clases de química porque se había propuesto desbaratar, una por una, las palabras de esa frase condenatoria. Nunca supo por qué no lo logró. Graciela Betancourt pudo terminar su bachillerato en la Divina Pastora, de Riohacha, en 1984, después de haber cursado sus cuatro primeros años de secundaria en el Nicolás de Federmán, de la misma ciudad. En junio de 1989 se graduó en Lenguas Modernas, en la Corporación Universitaria de la Costa, en Barranquilla. Y en septiembre de ese mismo año, se vinculó como profesora en un colegio privado y en el oficial Helión Pinedo Ríos, ambos de la capital guajira.

El 8 de septiembre de 1994, se inició en La Guajira un seminario-taller sobre Generación de Innovaciones Educativas, en donde participan 50 profesores que laboran en 12 colegios de todos los municipios del departamento, seleccionados mediante un serio estudio realizado por el Comité del mencionado programa. "Se trata de cambiar totalmente el sistema tradicional de educación porque si se cambia algo, apenas estaríamos transformando", explica Graciela, quien fue una de las favorecidas.


En efecto, patrocinado por las empresas mineras Carbocol e Intercor, con la coordinación académica de la Pontificia Universidad Javeriana, de Bogotá, el programa busca superar los modelos existentes de educación, "en donde al alumno no se le permite disentir. Los maestros debemos darle al estudiante la oportunidad de participar en el desarrollo de la clase para evitar que se convierta en un ente pasivo", agrega Graciela Betancourt.


El seminario-taller, que en su primera etapa será de cuatro semestres, es coherente con la Ley General de Educación y se enmarca dentro de las sugerencias emitidas por el Grupo de Sabios convocados por el entonces presidente César Gaviria para mejorar la calidad de la educación. Este grupo identificó: la inmovilidad, la poca flexibilidad, el exceso de autoritarismo, y la falta de planeación y de proyección como los principales obstáculos hacia el cambio. El programa de Innovaciones Educativa convierte a La Guajira en el departamento pionero en este tipo de actividades. Las primeras conferencias a las que ha asistido la profesora Graciela Betancourt le han confirmado que no es cierto aquel dicho popular que dice que “la letra, con sangre, entra”. Ella se siente feliz porque tiene la certeza de que ninguno de sus estudiantes vivirá la angustia que padeció ella, la mañana aquella en que su maestro de química la pasó al tablero.

Publicado por la revista Rumbo Norte, número 10, diciembre de 1994

3 comentarios:

  1. Con sangre, no entra
    Por: Valeria Solano

    Resumen: Cuenta la historia de una joven llamada Graciela, la cual tuvo un inconveniente con su profesor de química, ya que un día cuando el llega al salón, la pasa al tablero para resolver un ejercicio, ella pasa y desarrolla el ejercicio en el tablero, pero el profesor de salida le dijo que no, que estaba malo, ella le reclama, diciéndole que lo había hecho de otra manera pero su resultado era el mismo, el profesor la humilló prácticamente, diciéndole que no, ella se va a sentar toda indignada, cuando se sienta, se pone a llorar, y, el profesor todo conmovido le dice que pase de nuevo, ella dice que no, luego de el profesor insistirle, decide que tiene que habilitar la materia, por sus groserías. Ella se propone estudiar química para hacerle ver al profesor que ella es buena, después de esto logra graduarse, en una universidad en Barranquilla, y en ese mismo año logra vincularse como profesora en un colegio privado, en ese mismo año en su ciudad de origen se inició un seminario-taller, acerca de la educación y ella hizo parte de esto. Si propuesta fue cambiar algo en la educación, tanto metodologías, como la manera de escuchar al estudiante y que no se volviera a repetir, lo mismo que le pasó a ella.

    Opinión: A mi parecer, es una buena historia, digna de reflexionar, a los maestros de hoy en día, que el estudiante también puede aportar, no solo debe ser lo que dice el docente, porque aveces el estudiante también tiene la razón y que así como el estudiante aprende del docente, igual el docente, puede hacerlo del estudiante, estuvo bien que Graciela empezara con ese seminario-taller, para hacer caer en cuenta al sistema educativo, qué hay cosas que deben cambiar en la educación, que no todo lo verdadero es lo que dice un docente, porque son seres humanos y tienen derecho a equivocarse, tampoco pienso que fue la manera adecuada del docente, tratar a la estudiante, porque la idea es incentivar al estudiante, a que estudie, a que participe, a que se interese por la clase, no ridiculizarlo en frente de todos, solo por no haber tenido la razón, y puede que la metodología que uso la estudiante pudo haber estado buena, pero por el solo hecho de que no se hizo como el docente quería, estaba malo, y en casos como estos, es donde vemos, que deben haber cambios en la estructura educativa y que “con sangre, no entra”, la educación.

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  2. RESUMEN
    Hacia calor. Por los calados del curso se escurrían los gritos de los estudiantes rezagados que se habían quedado en los pasillos después del timbre que anuncio el final del recreo. Todos tenían el cuaderno de química abierto sobre sus pupitres. Querían aprenderse de memoria en aquellos últimos segundos de desespero, se lanzaban preguntas que corrían de un extremo al otro del aula de clases y que eran acaparadas en el aire por cualquier destinatario que las tropezaba. Hasta que un silencio repentino fue opacando, como una onda con céntrica, la bulla que reinaba en el ambiente.los muchachos miraron hacia la puerta. Ahí, de pie, con la lista de los estudiantes debajo de su brazo izquierdo, las dos manos ocupadas con las tres tizas nuevas y el borrador de tablero,entró. Los muchachos lo siguieron con la mirada hasta que el hombre llego a su escritorio de maestro.Mientras tanto, Gabriela estaba ahí, segura. Era de las pocas personas que habían tenido la osadía de repasar. La joven se puso de pie. caminó los tres pupitres que la separaba del pizarron. agarró la tiza y el borrador que le ofreció el licenciado.
    OPINIÓN
    Me parece una entrevista muy completa y muy creativa, y sobre todo muy entretenida. Me gusto mucho leerla y me sentí muy a gusto haciéndolo.

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  3. Graciela Betancourt, una de las profesoras pioneras en superar los modelos de educación del país Colombiano a finales del siglo XX, es la protagonista aquí entrevistada. Desde muy joven, en su papel de bachiller en la Divina Pastora en 1984, se esforzó por receptar y comprender a cabalidad los temas que le eran impartidos y, además, criticar los métodos utilizados por sus profesores mejorándolos o, incluso, buscando mejores maneras de llegar a la verdad.

    Me absorbió la manera en que se inicia a narrar la entrevista. Pude sentir, incluso, la densa humedad del salón de clases unido al desespero de aquellos procastinadores que se castigaban por no retener, en últimas, lo más importante. Lo literario del estilo me zampó de lleno en las páginas transportándome a la clase de química, de espaldas al mar, en 1984. Asimismo, me llena de regocijo entender el paradero de Graciela; me lleva a agradecerle por la transformación en la educación de hoy.

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