Por John Acosta
Era la primera de la fila de elegantes
mujeres que estaban sentadas frente a la tarima del Centro de Convenciones
Anas Maí, de Riohacha, capital del departamento de La
Guajira. Había llegado de La
Junta, su remoto pueblo del sur de La Guajira, a recibir, junto con sus 21 compañeros, el
cartón que la acreditaba como licenciada en Educación Básica Primaria. Para ella, era la culminación de desvelos y apuros
por entre intrincados y pedregosos caminos en motocicleta, en burro o a pie para llevarles
educación a los niños de las veredas apartadas, que se perdían entre las estribaciones de la
Sierra Nevada de Santa Marta.
Esa noche estaba ahí, puntual y elegante,
como las demás. Su hermano, un técnico soldador que trabajaba en la mina de carbón a
cielo abierto, estaba en las filas de
atrás con su esposa. Su marido, que había llegado a Riohacha una semana
antes para instalar unas líneas telefónicas, no pudo acompañarla esa
noche en la ceremonia más importante de su vida. Pero ella lo comprendió: su
trabajo de obrero raso no se lo permitió.
Sin embargo, ella,
Isabel Cristina Acosta Gámez, seguía allí, sonriente, iluminada por el recuerdo
de los hijos que había dejado en La Junta y que, en ese momento, deberían de estar pensando en la madre ausente,
que estaba superándose en la lejana Riohacha. Muchas veces, había deseado hasta la saciedad, entre
la gritería de niños famélicos que disfrutaban el recreo brincando
como chivos en las lomas veredales, poder
alcanzar algún día la oportunidad de prepararse mejor para el ejercicio de su
labor de educadora.
Pero las paredes de barro de las casas
regadas entre el monte la devolvían a la cruda realidad: una maestra con su
sueldo no podía aspirar nunca a ingresar a una universidad. Debía resignarse a
quedar por siempre aspirando la tiza de un profesor con apenas su cartón
de bachiller colgado en la sala de
su casa.
El 24 de octubre de 1849 había nacido en
Camarones, un pueblo de pescadores y campesinos con más de 450 años de
existencia, un niño humilde que se convertiría, con el tiempo, en un destacado
guajiro, brillante educador y tribuno reconocido: Luis Antonio Robles. Las
empresas asociadas en la mina decidieron honrar su programa de educación para el
desarrollo de La Guajira, bautizándolo con el mismo nombre que
llevó con orgullo el noble patricio de camarones: "Luis A. Robles".
El Fondo Educativo "Luis A. Robles" suscribió un contrato con la una de las universidades
más prestigiosas de Bogotá, la capital del país. El objeto era contribuir al mejoramiento de la calidad de la
educación en La Guajira y otorgar
créditos a los maestros oriundos del departamento o que han vivido en la
región durante los últimos cinco años. Los créditos se conceden para el
programa de Licenciatura en Educación Básica Primaria
y son reembolsables en dinero,
pero podrán ser condonables hasta en un 45%.
El primero de agosto de 1991, recibieron el título de Licenciados en
Educación Básica Primaria los primeros 29 maestros guajiros vinculados al
programa. Isabel Cristina vio en ese convenio, la
oportunidad para alcanzar lo que siempre había deseado. El 27 de septiembre de 1996 se graduaron otros 22 profesores
de La Guajira en la promoción número 12,
mediante el mismo Fondo. En total, hasta ese año, 310 educadores se habían profesionalizado en este campo para
contribuir con el mejoramiento de la calidad educativa del departamento.
Ese 27, Cristina Isabel estaba ahí.
Porque quiso Dios que se enterara del Fondo Educativo. Escuchó con paciencia
los discursos de todos: del funcionario de las empresas mineras, del director
del fondo educativo, de la delegada de la importante universidad bogotana, de
su compañero de estudios, que dio los agradecimientos en nombre de los 22
graduandos. Y esperó con paciencia
el llamado para erizarse al escuchar su nombre y subir los cuatro peldaños de
la tarima con la emoción del niño que se levanta temprano los 25 de diciembre a
buscar debajo de la hamaca, su regalo de Niño Dios. Y llegó hasta donde estaba
la Mesa Directiva del evento a recibir, por fin, el cartón que tanto había añorado.
En ese instante
sublime, mientras su mano izquierda agarraba el diploma y su derecha saludaba a
la persona que se lo entregó, por la mente de Isabel Cristina pasaron las
imágenes de cada uno de sus estudiantes, muchachos campesinos que la esperaban
esperanzados todas las mañanas en la escuela de la vereda incrustada en las
faldas de los cerros que bordean a la sierra nevada.
Regresó a su puesto esquinero a esperar
que terminara la ceremonia para perderse entre el mar de abrazos y
felicitaciones. Esa noche fue a festejar con sus compañeros en la Escuela José
Antonio Galán, de Riohacha. Bailó abrazada a su marido, que ya se había
desocupado de sus labores y en medio del éxtasis de la música que sonaba, la
imagen de sus hijos se hizo perenne.
Publicado en el periódico Fundicar, número 8,
diciembre de 1996
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