23 abr 2012

La juntera que se graduó de licenciada


Por John Acosta

Era la primera de la fila de elegantes mujeres que estaban sentadas frente a la tarima del Centro de Con­venciones Anas Maí, de Riohacha, capital del departamento de La Guajira. Había llegado de La Junta, su remoto pueblo del sur de La Guajira, a recibir, junto con sus 21 compañeros, el cartón que la acreditaba como licenciada en Educación Básica Primaria. Para ella, era la culmina­ción de desvelos y apuros por entre intrincados y pe­dregosos caminos en motocicleta, en burro o a pie para llevarles educación a los niños de las veredas apartadas, que se perdían entre las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Esa noche estaba ahí, puntual y elegante, como las demás. Su hermano, un técnico soldador que trabajaba en la mina de carbón a cielo abierto, estaba en las filas de atrás con su esposa. Su marido, que había llegado a Riohacha una semana antes para instalar unas líneas telefónicas, no pudo acompañarla esa noche en la ceremonia más importante de su vida. Pero ella lo comprendió: su trabajo de obrero raso no se lo permitió.

Sin embargo, ella, Isabel Cristina Acosta Gámez, seguía allí, sonriente, iluminada por el recuerdo de los hijos que había dejado en La Junta y que, en ese momento, deberían de estar pensando en la madre ausente, que estaba superándose en la lejana Riohacha. Muchas veces, había deseado hasta la saciedad, entre la gritería de niños famélicos que disfrutaban el recreo brincando como chi­vos en las lomas veredales, poder alcanzar algún día la oportunidad de prepararse mejor para el ejercicio de su labor de educadora.

Pero las paredes de barro de las casas regadas entre el monte la devolvían a la cruda realidad: una maestra con su sueldo no podía aspirar nunca a ingresar a una universidad. Debía resignarse a quedar por siempre as­pirando la tiza de un profesor con apenas su cartón de bachiller colgado en la sala de su casa.

El 24 de octubre de 1849 había nacido en Cama­rones, un pueblo de pescadores y campesinos con más de 450 años de existencia, un niño humilde que se convertiría, con el tiempo, en un destacado guajiro, brillante educador y tribuno reconocido: Luis Antonio Robles. Las empresas asociadas en la mina decidieron honrar su programa de educación para el desarrollo de La Guajira, bautizándolo con el mismo nombre que llevó con orgullo el noble patricio de camarones: "Luis A. Robles".

El Fondo Educativo "Luis A. Robles" suscribió un contrato con la una de las universidades  más prestigiosas de Bogotá, la capital del país. El objeto era contribuir al me­joramiento de la calidad de la educación en La Guajira y otorgar créditos a los maestros oriundos del departa­mento o que han vivido en la región durante los últimos cinco años. Los créditos se conceden para el programa de Licenciatura en Educación Básica Primaria y son reembolsables en dinero, pero podrán ser condonables hasta en un 45%.


El primero de agosto de 1991, recibieron el título de Licenciados en Educación Básica Primaria los primeros 29 maestros guajiros vinculados al programa. Isabel Cristina vio en ese convenio, la oportunidad para alcanzar lo que siempre había deseado. El 27 de septiembre de 1996 se graduaron otros 22 pro­fesores de La Guajira en la promoción número 12, mediante el mismo Fondo. En total, hasta ese año, 310 educadores se habían pro­fesionalizado en este campo para contribuir con el me­joramiento de la calidad educativa del departamento.

Ese 27, Cristina Isabel estaba ahí. Porque quiso Dios que se enterara del Fondo Educativo. Escuchó con paciencia los discursos de todos: del funcionario de las empresas mineras, del director del fondo educativo, de la delegada de la importante universidad bogotana, de su compañero de estudios, que dio los agradecimientos en nombre de los 22 graduandos. Y esperó con paciencia el llamado para erizarse al escuchar su nombre y subir los cuatro peldaños de la tarima con la emoción del niño que se levanta temprano los 25 de diciembre a buscar debajo de la hamaca, su regalo de Niño Dios. Y llegó hasta donde estaba la Mesa Directiva del evento a recibir, por fin, el cartón que tanto había añorado.


En ese instante sublime, mientras su mano izquierda agarraba el diploma y su derecha saludaba a la persona que se lo entregó, por la mente de Isabel Cristina pasaron las imágenes de cada uno de sus estudiantes, muchachos campesinos que la esperaban esperanzados todas las mañanas en la escuela de la vereda incrustada en las faldas de los cerros que bordean a la sierra nevada.

Regresó a su puesto esquinero a esperar que ter­minara la ceremonia para perderse entre el mar de abrazos y felicitaciones. Esa noche fue a festejar con sus compañeros en la Escuela José Antonio Galán, de Riohacha. Bailó abrazada a su marido, que ya se había desocupado de sus labores y en medio del éxtasis de la música que sonaba, la imagen de sus hijos se hizo perenne.

Publicado en el periódico Fundicar, número 8, diciembre de 1996

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