Desde tiempos inmemoriales, a los niños del sur de La Guajira y del norte del Cesar les ha rondado un fantasma que los atemoriza en cada Semana Santa: no deben bajar a bañarse al río porque se vuelven pescado. Los pueblos de esta zona tienen el privilegio de estar ubicados en un extenso valle que se desprende de dos enormes fabricantes de agua cristalina: la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá; de manera que no hay una sola población de estas que no esté cercana a un río, en cuyo lecho se hace en invierno un pozo profundo en donde los infantes aprenden nadar. Casi siempre, la Semana Mayor coincide con las primeras lluvias de abril; es decir, la tormenta espiritual que sienten los muchachos de estos pueblos al ver ese pozo natural recién hecho y no poder lanzarse a disfrutar de esas aguas profundas porque justo o es Jueves o Viernes Santo y nadie quiere volverse para siempre una criatura acuática, con aletas de colores y escamas brillantes; sin embargo, ya le sucedió a una niña desobediente en la ciudad de los Santos Reyes, Valledupar.
La sentencia desobedecida
La pequeña Rosario Arciniegas salió de su casa, ubicada en el barrio Cañaguate, a visitar el río Guatapurí, a la altura de Hurtado. Apenas estaba empezando la tarde de un Jueves Santo y la niña, caprichosa y muy bella, no contaba con el permiso de sus padres, lo que, de por sí, ya era grave en esa época. Rosario sabía que no debía meterse al río y menos después de medio día, pero la provocación de las aguas del pozo que dejó la creciente del día anterior fue superior al temor de que se cumpliera en ella la sentencia: se quitó la ropa en un desconocido ritual que rodeó cada una de las piezas de tela que iban cayendo al suelo. Y cedió a la tentación de entrar a la profundidad de las frías corrientes.La sirena de agua dulce
Lo que sucedió después lo cuenta el filósofo Simón Martínez: “Cuando se sumergió en el agua comenzó a sentir que su cuerpo se estaba transformando y se dio cuenta que sus piernas comenzaron a tomar una forma única. Ya no eran dos sino una sola y en vez de pies tenía una figura de aleta. Y ella se convirtió en sirena”. Eran las dos de la tarde. Al notar su tardanza, la madre fue a buscarla allá, donde le habían prohibido que fuera, pero no la encontró. Entonces, sus vecinos y muchas otras personas la acompañaron en una búsqueda en vano por toda la ribera del Guatapurí. Sólo la vieron al día siguiente, el Viernes Santo, cuando Rosario Arciniegas salió a tomar el sol mañanero, con su inmensa cola de brillantes escamas, sobre la misma piedra de donde se lanzó al río la tarde anterior. Desde ahí, se despidió de todos y se lanzó nuevamente al agua para siempre. La leyenda dice que todos los jueves, el pez humano Rosario Arciniegas canta sus melodías para que, quien la escuche, se sumerja hasta donde ella está.
La estatua que inmortalizó la nueva figura de Rosario Arciniegas
En 1994 se inauguró, en ese mismo lugar, una escultura dorada de fibra de vidrio, de dos metros de ancho por cuatro metros de alto. El maestro Jorge Maestre inmortalizó, de esta manera, la figura que los lugareños de la época vieron en la mañana de ese Viernes Santo, posada en la roca más alta del río Guatapurí, la de la niña desobediente y bella, convertida en pez por darle rienda suelta a sus antojos.
Publicada en el Seamanrio La Calle, el 14 de abril de 2025
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