En septiembre de 2021, los medios de comunicación locales y nacionales registraron la noticia que puso feliz a la comunidad de Valledupar: la ciudad estrenaba un súper tanque de agua con una capacidad de 20 mil metros cúbicos , lo que le garantizaría el suministro del líquido a 187 mil habitantes de las comunas 3, 4 y 5. Con una dimensión de 72 metros de ancho por 72 metros de largo y cinco metros de alto, es el segundo tanque de almacenamiento de agua tratada más grande de Colombia. Tuvo una inversión de $24.875 millones de pesos, aportados por el Gobierno Nacional, mientras que el municipio participó con la donación del lote donde fue construido. Cinco años después, esta megaobra, lamentablemente, no ha cumplido su fin.
30 sept 2024
23 sept 2024
Medio siglo después, Soño revivió en Bruno
Por John Acosta
La primera (y, quizás, única) vez que habló del perro de su infancia, lo hizo a los 40 años. Fue en Barranquilla, cuando dos estudiantes universitarias de su clase de redacción, le preguntaron si le gustaba las mascotas. “No me disgustan, la verdad”, respondió, en ese momento; entonces, ellas fueron más directas y le preguntaron si alguna vez él había tenido un perro. “Sí, claro: cuando era niño”, volvió a contestar. “¿Y cómo se llamaba?”, insistieron las dos aprendices. Y el profesor no pudo evitar remontarse a los albores de su vida, allá en La Junta, donde había sido criado por su abuela paterna. No encontró, en los recovecos de su memoria, mayores episodios al lado de ese animalito que olvidó por completo en el transcurrir de su existencia.
Un binomio de maldad se ensañó con los Wayúu para ponerles nombres burlescos
Por John Acosta
Zaida Maritza Hernández Pushaina llegó esa mañana a la ranchería. Era otra de sus visitas que ella hacía con pasión en su ya larga experiencia como profesional social, atendiendo siempre a su raza Wayúu. “Me recibió con mucho cariño una señora ancestral”, le contaría después al Semanario La Calle. Una vez terminado el protocolo cultural (el vaso de chicha, el pocillo de tinto, en la enramada) de la visita, Zaida Hernández procedió a realizar su estudio de caracterización social e identificación; obviamente, pidió la cédula a la legendaria señora. Y volvió a sorprenderse con el nombre, a pesar de que no era la primera vez que le sucedía cuando tenía el documento de identidad en sus manos: Aspirina Ipuana, decía llamarse la señora; entonces, la trabajadora social de la Universidad de La Guajira hizo lo de siempre.
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Zaida Hernández |
para qué sirve la aspirina? Me respondió que no. Le dije que era un medicamento, que sirve para el dolor. Y me dijo: ‘No, es que esos son los arijunas. Yo le dije cómo era mi nombre’. Es que ella lo pronuncia y lo interpreta como lo hacemos los Wayúu”, le explica Hernández Puchaina a La Calle. Ya enterados de lo que representa el nombre que le pusieron, algunos desearían resarcirse. “Y también me dicen cómo hacemos nosotros para cambiarnos esos nombres”, cuenta Zaida Maritza.
16 sept 2024
El Hombre Caimán que envejece en Valledupar, como el líder de Adultos Mayores
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José Francisco Benítez Lara |
Su papá había comprado una finca en El Difícil, donde llegó a vivir cuando se vino de Corozal, Sucre, a buscar mejores oportunidades. Allí empezó con la Singer y le fue tan bien que lo pusieron a distribuir en esa región desde Plato, una boyante población de la zona. En esos ires y venires del negocio a la granja, su hijo José Francisco conoció a la dificilera que sería su esposa. El acoso que sufrió en la tierra de su compañera de vida por la finca heredada, lo obligó a venirse, con su señora y su pequeña hija, a Valledupar. En la tierra del folclor vallenato, José Benítez empezó a trabajar en lo que su padre dedicó su existencia: la venta a crédito puerta a puerta.
9 sept 2024
Lo que sucede en los buses de los conjuntos vallenatos
La primera versión la escuchó el hoy periodista del Semanario La Calle, cuando era un adolescente. La contó Libardo Gutiérrez: resulta que Diomedes Díaz llegó a desayunar al restaurante que la esposa de su paisano Libardo, Marina Moreno, tenía en Casacará, corregimiento de Codazzi (Cesar). Es de suponerse que el cantante de La Junta (La Guajira) vendría de regreso de alguna presentación en algún pueblo cercano y se acordó que el también juntero Libardo tenía esa venta de comida en ese lugar; entonces, el marido de Marina le espetó a Diomedes la pregunta que le carcomía el alma. “Vee, Cacique, ¿y tú de aonde sacaste esa canción?”, le dijo.
Libardo Gutiérrez le contó al adolescente que Diomedes le había dicho que la compuso en el vuelo hacia Barranquilla, a mediados de febrero de 1984; por supuesto, había una imprecisión en lo de ‘el vuelo’, pero lo sustancial era que El Cacique de La Junta había sacado esa composición en un corto trayecto. Joaco Guillén, el gran amigo del cantante juntero, entregaría, después, más detalles. Habían salido ese día en bus, de Valledupar a Barranquilla, a cumplir con seis compromisos en el Carnaval de ese año. No tenían previsto presentarse en el Festival de Orquesta y Acordeones para ganarse el codiciado Congo de Oro porque “no tenía música nueva”, según cuenta Guillén que le dijo el Cacique, mientras disfrutaba el jugo en la frutera de Ciénaga donde siempre se detenían cada vez que pasaban por ahí.
2 sept 2024
El mecánico de motos que no pasó por Valencia, cogió la sabana y se quedó en Caracolicito
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Javier Horta, en su taller |
“Paso por Valencia, cojo la sabana, Caracolicito y, luego, a Fundación”: Rafael Escalona, El Testamento
Por John Acosta
Javier Enrique Horta Ortiz tenía todo en la vida para ser un exitoso campesino de El Copey, su pueblo querido. Estudiaba en la Institución Educativa Agrícola de su municipio, cuando tuvo que salir huyendo con su familia. Había nacido en esa población en 1976 y nunca había salido de ella. En el Agropecuario, como conocen a su colegio en El Copey, aprendía lo básico para cultivar la tierra. Es posible que hubiese terminado trabajando en fincas o parcelas de otros, pero su empuje le hubiera dado para conseguir su propio pedazo de terreno para trabajarlo como Dios manda; sin embargo, a los 15 años de edad, tuvo que abandonar a sus estudios, a su pueblo del alma y la que había sido su casa hasta entonces porque la violencia guerrillera y paramilitar de entonces no escatimaba esfuerzos para arrasar con cualquiera. Y, entonces, sus sueños de compartir para siempre con sus amigos de infancia y de juventud, mientras se tomaban un tinto, compartiendo las mismas añoranzas, con el cabello cenizo por el pasar del tiempo, se esfumaron. Y lo condenaron al destierro, a un mundo desconocido, donde debía iniciar de cero con sus padres y hermanos.
Corría 1991. Y, mientras el país se refrescaba esperanzado en un nuevo y promisorio porvenir, estrenando Constitución, Javier Horta y su familia llegaron a Fundación, en el vecino departamento del Magdalena, a tratar de arañarle al destino una vida, por lo menos, llevadera. Horta Ortiz no volvió a saber de estudios, pues debía ocuparse en ayudar al sostenimiento de su casa. Y él, que lo más adelantado que había manejado hasta entonces era bicicleta prestada por sus amigos en El Copey, empezó a trabajar en el taller El Pistón, allá en el nuevo municipio a donde fue a parar con sus padres y hermanos: pasó de potencial campesino a mecánico automotriz.