16 sept 2024

El Hombre Caimán que envejece en Valledupar, como el líder de Adultos Mayores

José Francisco Benítez Lara
Por John Acosta

Ese oficio que aprendió de joven en el almacén de su papá en Plato, Magdalena, es el que le ha servido para sostener su casa y su orgullo, ya de adulto mayor, en Valledupar: técnico de electrodomésticos. Terminó su primaria en el pueblo del Hombre Caimán, donde José Francisco Benítez Lara nació el 23 de marzo de 1949, ya adolescente, que era como se terminaba antes los primeros años de estudios básicos; entonces, José Benítez empezó a curucutear las máquinas de coser Singer, que su padre distribuía en la región y ya nadie le ganaba en reparar cualquier daño que estos legendarios aparatos tuvieran. Puso el taller al lado del negocio de su progenitor y fue tan floreciente que no pensó dos veces en vivir de ese quehacer cuando se vio obligado a emigrar a la próspera capital del Cesar, en 1979, donde viviría su ancianidad feliz como líder de sus congéneres.

Su papá había comprado una finca en El Difícil, donde llegó a vivir cuando se vino de Corozal, Sucre, a buscar mejores oportunidades. Allí empezó con la Singer y le fue tan bien que lo pusieron a distribuir en esa región desde Plato, una boyante población de la zona. En esos ires y venires del negocio a la granja, su hijo José Francisco conoció a la dificilera que sería su esposa. El acoso que sufrió en la tierra de su compañera de vida por la finca heredada, lo obligó a venirse, con su señora y su pequeña hija, a Valledupar. En la tierra del folclor vallenato, José Benítez empezó a trabajar en lo que su padre dedicó su existencia: la venta a crédito puerta a puerta.

9 sept 2024

Lo que sucede en los buses de los conjuntos vallenatos

Por John Acosta

La primera versión la escuchó el hoy periodista del Semanario La Calle, cuando era un adolescente. La contó Libardo Gutiérrez: resulta que Diomedes Díaz llegó a desayunar al restaurante que la esposa de su paisano Libardo, Marina Moreno, tenía en Casacará, corregimiento de Codazzi (Cesar). Es de suponerse que el cantante de La Junta (La Guajira) vendría de regreso de alguna presentación en algún pueblo cercano y se acordó que el también juntero Libardo tenía esa venta de comida en ese lugar; entonces, el marido de Marina le espetó a Diomedes la pregunta que le carcomía el alma. “Vee, Cacique, ¿y tú de aonde sacaste esa canción?”, le dijo.

Libardo Gutiérrez le contó al adolescente que Diomedes le había dicho que la compuso en el vuelo hacia Barranquilla, a mediados de febrero de 1984; por supuesto, había una imprecisión en lo de ‘el vuelo’, pero lo sustancial era que El Cacique de La Junta había sacado esa composición en un corto trayecto. Joaco Guillén, el gran amigo del cantante juntero, entregaría, después, más detalles. Habían salido ese día en bus, de Valledupar a Barranquilla, a cumplir con seis compromisos en el Carnaval de ese año. No tenían previsto presentarse en el Festival de Orquesta y Acordeones para ganarse el codiciado  Congo de Oro porque “no tenía música nueva”, según cuenta Guillén que le dijo el Cacique, mientras disfrutaba el jugo en la frutera de Ciénaga donde siempre se detenían cada vez que pasaban por ahí.

2 sept 2024

El mecánico de motos que no pasó por Valencia, cogió la sabana y se quedó en Caracolicito

Javier Horta, en su taller

 “Paso por Valencia, cojo la sabana, Caracolicito y, luego, a Fundación”: Rafael Escalona, El Testamento

Por John Acosta

Javier Enrique Horta Ortiz tenía todo en la vida para ser un exitoso campesino de El Copey, su pueblo querido. Estudiaba en la Institución Educativa Agrícola de su municipio, cuando tuvo que salir huyendo con su familia. Había nacido en esa población en 1976 y nunca había salido de ella. En el Agropecuario, como conocen a su colegio en El Copey, aprendía lo básico para cultivar la tierra. Es posible que hubiese terminado trabajando en fincas o parcelas de otros, pero su empuje le hubiera dado para conseguir su propio pedazo de terreno para trabajarlo como Dios manda; sin embargo, a los 15 años de edad, tuvo que abandonar a sus estudios, a su pueblo del alma y la que había sido su casa hasta entonces porque la violencia guerrillera y paramilitar de entonces no escatimaba esfuerzos para arrasar con cualquiera. Y, entonces, sus sueños de compartir para siempre con sus amigos de infancia y de juventud, mientras se tomaban un tinto, compartiendo las mismas añoranzas, con el cabello cenizo por el pasar del tiempo, se esfumaron. Y lo condenaron al destierro, a un mundo desconocido, donde debía iniciar de cero con sus padres y hermanos.

Corría 1991. Y, mientras el país se refrescaba esperanzado en un nuevo y promisorio porvenir, estrenando Constitución, Javier Horta y su familia llegaron a Fundación, en el vecino departamento del Magdalena, a tratar de arañarle al destino una vida, por lo menos, llevadera. Horta Ortiz no volvió a saber de estudios, pues debía ocuparse en ayudar al sostenimiento de su casa. Y él, que lo más adelantado que había manejado hasta entonces era bicicleta prestada por sus amigos en El Copey, empezó a trabajar en el taller El Pistón, allá en el nuevo municipio a donde fue a parar con sus padres y hermanos: pasó de potencial campesino a mecánico automotriz.