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Diomedes Díaz y Ricardo Zedán |
Por
John Acosta
Mi primo Ricardo Rafael Zedán
Acosta siempre vivió con la obsesión de que una de sus canciones tenía que ser
grabada por Diomedes Díaz. Y no escatimó ningún esfuerzo para lograrlo. Sin
embargo, a mi primo Ricardo le faltaba el factor principal para lograr ese
propósito: jamás en su vida se ha tomado ni una gota de licor, tampoco ha
probado una sola bocanada de ningún vicio, ni siquiera de cigarrillo. Fue lo
único que no hizo para cumplir su sueño de escuchar una de sus canciones en la
garganta del llamado Cacique de La Junta. Junto con la muerte del famoso cantante
vallenato, murió también esa ilusión inconclusa de mi primo.
Cuando aún no habíamos alcanzado
la pubertad, mi primo Ricardo Rafael Zedán Acosta entraba primero a la cantina,
ubicaba la mesa en donde había más hombres tomando cerveza, aguardiente o ron,
que era lo único que se tomaba entonces, y los abordaba sin rodeos: “Miren, yo
canto y él recita poemas”, les decía mientras me señalaba. Los señores de la
mesa, encantados por el atrevimiento del niño de apenas diez años, respondían
casi al unísono: “Buenos, entonces, cante, pues”. Enseguida, mi primo Ricardo
cerraba sus ojitos y cantaba a todo pulmón dos o tres composiciones de Diomedes
Díaz, de quien se sabía todas sus canciones, en medio de la admiración de
aquellos bebedores casuales. Desde que escuchaba la primera melodía, el
cantinero le bajaba el volumen al tocadiscos y los clientes de las otras mesas
podían disfrutar de la gracia interpretativa de mi primo. En medio de los
aplausos, el pequeño Ricardo iniciaba el siguiente canto, también de Diomedes,
por supuesto, y los volvía a callar a todos. Cuando ya terminaba la última, les
decía: “Ahora mi primo les va a declamar”. Y yo los ponía a llorar con el poema
Por qué no tomo más, al estilo del
Indio Duarte, de las pampas argentinas.