Por
John Acosta
Confieso que solo veo fútbol
cuando juega la selección Colombia o cuando el Junior está en la final. Y si
van perdiendo el partido, apago el televisor o cambio de canal. Sí, ya sé: soy
un mal hincha. Tampoco veo la sección de Deportes (ni de Farándula, por supuesto)
en los noticieros, ni la leo en los periódicos. Hace muchos años que no veo una
pelea de boxeo. Así es: son las dos únicas competencias que alcanzan a llamar
mi atención. Una cosa sí es segura: ambas las disfrutaba mejor en la narración
de Édgar Perea. Es más, me acerqué a estas dos prácticas, quizás, por la
magistral manera con que El Campeón jugaba con los sentimientos de los hinchas;
sin embargo, debo admitir que hubo algo que me resintió muchísimo del gran
Édgar Perea: la traición que le pegó a lo que más sabe hacer para meterse a la
política. Ha pasado con escritores, cantantes, periodistas, en fin: cuando
dejan lo que han hecho con lujo de detalles para incursionar en un mundo ajeno
a ellos, no les sale bien.
Sucedió con el premio nobel de
literatura peruano, Mario Vargas Llosa; con el cantante panameño Rubén Blades;
en Colombia, podríamos nombrar lo casos de Andrés Pastrana y Juan Manuel
Santos, a quienes les atribuyen el haber sido periodistas antes: yo difiero de
eso, pues estos dos colombianos siempre han sido más políticos que reporteros; o
dicho de otra forma: se han movido mejor en la arena política que en la
seriedad periodística, no es gratuito que ambos sean descendientes de presidentes
de la República, en línea directa (en el caso de Pastrana) o indirecta (en el
caso de Santos); por lo tanto, no los incluiría en esta lista; María Isabel
Rueda sí cabría aquí, pues ella abandonó el mundo reporteril para hacerse
elegir Representante a la Cámara por Bogotá.
En el caso de El Campeón Édgar
Perea, tengo la impresión de que se dejó convencer por los cantos de sirena del
Partido Liberal, que andaba buscando personajes queridos por el pueblo para que
le pusieran los votos necesarios que lo sacaran del lastre en que lo había
sometido el escándalo del Proceso 8.000. Horacio Serpa, que había sido el
ministro de Ernesto Samper más salpicado por el escándalo de los dineros del
Cartel de Cali que entraron a la campaña que llevó a Samper a la Presidencia, era
ahora el candidato del Partido Liberal para ocupar el primer cargo de elección
popular de nuestro país. Y debía derrotar, precisamente, al candidato repitente
Andrés Pastrana, quien había revelado los famosos casetes con las conversaciones
que originaron el bochornoso caso.
El Campeón Édgar Perea era,
sin duda, una de las mejores opciones con que contaba el Partido Liberal para
hacer que la gente se olvidara de la pesadilla del 8.000 y revertiera sus votos
al candidato Serpa. El Campeón hizo bien la tarea: con su verbo encendido, no desperdiciaba
oportunidad para echarle agua sucia al candidato conservador, ya sea en un mitin
político, con tarima en el centro, o en la narración de un partido de fútbol o
en un programa en donde comentaba los deportes: no dejó su condición de periodista
deportivo, a pesar de que ahora era
candidato al Senado de la República; es decir, hizo la fatal mezcla de las dos circunstancias.
El 20 de julio de 1998, Édgar
Perea se posesionó como senador de Colombia, al haber sido elegido con 75.000
votos, una cantidad nada despreciable para un político nuevo. Serpa, no
obstante, perdió las elecciones ante el triunfante Pastrana: los votos no son
endosables en materia política. El 18 de julio de 2000, casi dos años después
de haberse posesionado como congresista, el Consejo de Estado despojó a Édgar
Perea de su investidura y le declaró su muerte política, en una votación de 14
magistrados contra nueve.
De acuerdo al presidente del
Consejo de Estado de la época, Mario Alario Méndez, “la decisión se produjo porque se encontró que el senador Perea
había desempeñado su oficio de locutor y comentarista deportivo para diferentes
empresas comerciales de radio y de televisión simultáneamente con el ejercicio
de sus funciones en el Congreso”. El artículo 180 de la Constitución establecía
que los congresistas no
podían desempeñar cargo o empleo público o privado. Incluso, María Isabel Rueda
renunció dos días después a su curul que había obtenido en el Senado, pues ella
no había dejado su columna en la revista Semana; en su carta de renuncia, María
Isabel Rueda dijo que el fallo “pone en juego, ni más ni menos, que la libertad
de expresión” de los parlamentarios.
De
nada valieron los argumentos de El Campeón ante el Consejo de Estado, en el
sentido que él no había recibido remuneración alguna por su trabajo de narrador
y comentarista, mientras ejercía de congresista. Ganó la tesis de que la Constitución prohíbe a los
congresistas desempeñar cualquier cargo privado, mientras ejercen su labor
parlamentaria, sin importar si cobran por ello. A Édgar Perea lo
reemplazó su segundo renglón, el neurocirujano Dieb Nicolás Maloof, natural de
Barranquilla, pero de ascendencia libanés.
La buena noticia de todo esto,
es que los hinchas de Édgar Perea recuperamos a El Campeón en lo que sabe hacer
muy bien y lo había hecho por mucho tiempo: el periodismo deportivo.
Lamentablemente, anoche partió para su viaje de no retorno, ya no podremos
volverlo a recuperar en vida, pero sí quedará perenne en nuestra memoria.