Por
John Acosta
Miguel Mejía Bedoya llegó a la
oficina con su hoja de vida y la impresión inmediata que dejó, apenas lo vi, es
que era buena gente. Ese día tenía una camisa mangalarga por fuera de su
pantalón morado ajustado a su cuerpo y su larga cola de caballo en la cabeza.
Me cayó bien, pero, en ese momento, no había vacante, pues ya teníamos la
profesora de teatro. De todas maneras, me quedé con su currículo. Al semestre
siguiente, tuvimos la forma de darle la oportunidad, no por horas, sino mucho
mejor para él: como profesor de tiempo completo.
Así entró al Departamento de
Humanidades de la Universidad Autónoma del Caribe. Facilitaba el curso de
Literatura. Tenía estudios de doctorado
en dos disciplinas, pero no había obtenido el título en ninguno porque estaba
en los procesos de tesis. Además, cursaba una maestría en Cooperación
Internacional para el Desarrollo, en Cartagena. Viajaba todos los fines de
semana a la Heroica a cumplir con esta responsabilidad.
El profesor Miguel es un
bohemio por naturaleza y un lector empedernido. Sus compañeros de trabajo
solíamos mamarle gallo y él se ponía rojo: poco a poco fue perdiendo esa
timidez y entró también en la dinámica caribeña del grupo. Al final, era él quien
solía mamarnos gallo a todos. Su preocupación constante siempre fue la apatía
de los jóvenes de hoy hacia la lectura: una vez llegó asombrado a mostrarme
unos trabajos que le habían hecho sus estudiantes. “No puede ser que el mundo investigativo
de ellos sea solo Wikipedia”, me dijo ese día.
Miguel Mejía mantenía muy pendiente
de su madre, que vivía en Antioquia con un hermano del profesor. Cada vez que
tenía oportunidad, iba a visitarla. En realidad, esas oportunidades se le
presentaban frecuentemente y él las aprovechaba sin dudarlo. A veces, llegaba
alarmado a la oficina a contarme alguna anécdota reciente relacionada con su
mamá en Antioquia y viajaba enseguida a su tierra a poner las cosas en orden.
Una vez llegó a la oficina con
una dualidad de sentimientos encontrados. Sentía una enorme alegría porque
tenía la posibilidad de realizar uno de sus sueños: viajar a Nepal a hacer unas
pasantías de intercambio y vivir de cerca el budismo. Pero también sentía una
vergüenza tremenda tener que dejarnos, pues había hecho una buena liga con todos
nosotros. Le dimos ánimos para que se decidiera a cumplir lo que siempre había
añorado y, entonces, no lo pensó más.
Empezó a hacer las diligencias
del viaje. Vendió todo, incluso el carro, menos su tesoro más apreciado. “Necesito
que me hagas el favor de guardarme mis libros”, me dijo. Sé que era un acto de
confianza que no se permitía con todo el mundo, pero en mi casa no había
espacio para una biblioteca de no menos de 50 millones de pesos en libros. Tuvo
que dejarla donde otro amigo. Fue a Medellín a despedirse de su madre y se fue
en marzo a perseguir lo que le gustaba.
Nos alegró mucho constatar que
salió ileso en el trágico terremoto que enlutó recientemente a Nepal. Gracias a
Dios, los 23 colombianos que estaban en este país, al momento del sismo,
aparecieron sanos y salvos. Afortunadamente, no tuvieron entre los más de 4.000
muertos que dejó esta devastadora sacudida de la tierra. El “profe Migue”, como
lo llamamos por cariño, sigue disfrutando del logro de uno de sus sueños.
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