27 abr 2015

El compañero Miguel Mejía salió ileso del terremoto de Nepal, gracias a Dios

Por John Acosta

Miguel Mejía Bedoya llegó a la oficina con su hoja de vida y la impresión inmediata que dejó, apenas lo vi, es que era buena gente. Ese día tenía una camisa mangalarga por fuera de su pantalón morado ajustado a su cuerpo y su larga cola de caballo en la cabeza. Me cayó bien, pero, en ese momento, no había vacante, pues ya teníamos la profesora de teatro. De todas maneras, me quedé con su currículo. Al semestre siguiente, tuvimos la forma de darle la oportunidad, no por horas, sino mucho mejor para él: como profesor de tiempo completo.

Así entró al Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma del Caribe. Facilitaba el curso de Literatura.  Tenía estudios de doctorado en dos disciplinas, pero no había obtenido el título en ninguno porque estaba en los procesos de tesis. Además, cursaba una maestría en Cooperación Internacional para el Desarrollo, en Cartagena. Viajaba todos los fines de semana a la Heroica a cumplir con esta responsabilidad.


El profesor Miguel es un bohemio por naturaleza y un lector empedernido. Sus compañeros de trabajo solíamos mamarle gallo y él se ponía rojo: poco a poco fue perdiendo esa timidez y entró también en la dinámica caribeña del grupo. Al final, era él quien solía mamarnos gallo a todos. Su preocupación constante siempre fue la apatía de los jóvenes de hoy hacia la lectura: una vez llegó asombrado a mostrarme unos trabajos que le habían hecho sus estudiantes. “No puede ser que el mundo investigativo de ellos sea solo Wikipedia”, me dijo ese día.

Miguel Mejía mantenía muy pendiente de su madre, que vivía en Antioquia con un hermano del profesor. Cada vez que tenía oportunidad, iba a visitarla. En realidad, esas oportunidades se le presentaban frecuentemente y él las aprovechaba sin dudarlo. A veces, llegaba alarmado a la oficina a contarme alguna anécdota reciente relacionada con su mamá en Antioquia y viajaba enseguida a su tierra a poner las cosas en orden.

Una vez llegó a la oficina con una dualidad de sentimientos encontrados. Sentía una enorme alegría porque tenía la posibilidad de realizar uno de sus sueños: viajar a Nepal a hacer unas pasantías de intercambio y vivir de cerca el budismo. Pero también sentía una vergüenza tremenda tener que dejarnos, pues había hecho una buena liga con todos nosotros. Le dimos ánimos para que se decidiera a cumplir lo que siempre había añorado y, entonces, no lo pensó más.

Empezó a hacer las diligencias del viaje. Vendió todo, incluso el carro, menos su tesoro más apreciado. “Necesito que me hagas el favor de guardarme mis libros”, me dijo. Sé que era un acto de confianza que no se permitía con todo el mundo, pero en mi casa no había espacio para una biblioteca de no menos de 50 millones de pesos en libros. Tuvo que dejarla donde otro amigo. Fue a Medellín a despedirse de su madre y se fue en marzo a perseguir lo que le gustaba.


Nos alegró mucho constatar que salió ileso en el trágico terremoto que enlutó recientemente a Nepal. Gracias a Dios, los 23 colombianos que estaban en este país, al momento del sismo, aparecieron sanos y salvos. Afortunadamente, no tuvieron entre los más de 4.000 muertos que dejó esta devastadora sacudida de la tierra. El “profe Migue”, como lo llamamos por cariño, sigue disfrutando del logro de uno de sus sueños.

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