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Montado en su bestia, revisa los trabajos que hacen en su finca |
Por
John Acosta
El señor Navas (mi suegro) y
yo acabábamos de entrar al corral, donde dos trabajadores ordeñaban las vacas.
Sixta Tulia, una de sus hijas (la bacterióloga: le dicen La Doctora), ya estaba
en la puerta que unía al cercado de los terneros del de sus madres. Cuando uno
de los ordeñadores se lo solicitaba, ella entreabría el portón y dejaba salir uno de los jóvenes
animales para que fuera a amamantar a su progenitora. “¡Otro!”, le pedían los
obreros del monte al terminar de sacarle la leche a la cuadrúpeda de turno. El
sol comenzaba a calentar ya con una furia inusitada, como para recuperar la
fuerza perdida con un temporal de lluvia que duró toda la tarde anterior y que
apenas se manifestó en la prima noche con un leve aguacero. El señor Navas
saludó como saludan los hombres rudos de finca: “¡Ajá!”, dijo. Y los dos
empleados le contestaron de la misma forma. El suegro hizo dos o tres preguntas
y volvió a salir. A su hija y a mí nos extrañó que se fuera tan rápido, pues la
felicidad de él consistía, precisamente, en eso: la ganadería. Más tardamos
Sixta y yo en salir del asombro, que el señor Navas en regresar con una soga,
lista para enlazar, sostenido entre su hombro y brazo izquierdos. “Ajá, ¿y usted piensa amarrar algún animal
ahora?”, le pregunté alarmado. “Vaquero que se respeta no debe entrar nunca al
corral sin su rejo”, me respondió.