Por John Acosta
María Bolaños leía el libro de más de 300 páginas, sentada
en una banca sin espaldar, debajo del
palo de mango que estaba en la esquina de afuera del patio de Juan Pertuz,
diagonal a la entrada del único colegio de bachillerato de Casacará. Yo acababa
de salir a recreo e iba a la casa de Juan a comprar un boli de guanábana.
Conmigo iban Silvio Macea, a quien, muchos años después, asesinarían los
paramilitares en Codazzi, y Germán Ramírez. “Mira el mamenúo que nos toca leer
en cuarto”, dijo Germán, mientras
señalaba el libro que María Bolaños tenía entre sus manos. Entonces, pude ver
con claridad la carátula. Arriba estaba el título: Cien años de soledad; en el centro, la fotografía a color del
rostro, surcado por las arrugas, de una vieja centenaria, coronada con un
sombrero de copa: una campesina de los Andes colombianos, la versión cachaca de
Úrsula Iguarán, protagonista del libro; debajo, el nombre del autor: Gabriel
García Márquez.
Casacará era lo que sigue siendo ahora, cerca de 40 años
después: un pueblo abandonado a su suerte por la desidia oficial, sin ninguna
calle pavimentada, salvo el hilo carreteable que pasa por la orilla, la vía nacional
que une a los departamentos del Cesar y de La Guajira con el interior del país.
Muy parecido al Macondo que narra García Márquez en el libro que leía esa
mañana María Bolaños, ataviada con su uniforme colegial. Más parecido a la
Aracataca actual de García Márquez, que, aunque con muchas calles pavimentadas,
no tiene el servicio de agua potable, a pesar de estar rodeada de inmensos
campos sembrados de palma africana, como Casacará. Sobreviviente de la
violencia guerrillera y paramilitar, como lo fue Aracataca de la guerra entre
liberales y conservadores.
Esa mañana, ni Silvio ni yo nos preocupamos por la seria advertencia
que nos hizo Germán, confirmada por María, con una mueca de desgano. No teníamos
razón para hacerlo, pues el profesor Francisco Turizo nos preparaba, desde
segundo año de bachillerato, pasando por el tercero, con las lecturas de La hojarasca, La mala hora, Los funerales de
la mamá grande y El coronel no tiene
quién le escriba. Incluso, cuando llegábamos al cuarto año, ya algunos de nosotros nos atrevíamos a delinear las primeras letras
de nuestros propios cuentos, influidos todos por la magia garcíamarquiana.
Por supuesto, llegó el cuarto año de secundaria y, con él,
la lectura de Cien años. Tuvimos la
suerte de que ese período coincidió con la entrega del Premio Nobel al escritor
colombiano. Sí, fue un 1982 muy inspirador para el profe Turizo y sus
estudiantes. Recuerdo que ese año, entre las mil y una locuras que se escribieron
a propósito del premio, a alguien se le ocurrió escribir (y más atrevido el
periódico que se le ocurrió publicarlo) que Cien
años de soledad no era de Gabriel García Márquez. Turizo entró iracundo al
curso, blandiendo el rollo de periódico que tenía en la mano. “Cómo se le
ocurre a alguien semejante barbaridad, si Cien
años de soledad es el resumen de
todas las obras anteriores de Gabo”, nos dijo esa mañana. (Click aquí para leer sobre los métodos del profe Turizo para enseñar literatura)
Algún tiempo después, me tropecé con El viejo y el mar, del escritor estadounidense Ernest Hemingway, y
todavía hoy me tomo el atrevimiento de decir que es muy similar a El coronel no tiene quién le escriba,
siendo publicada primera, por supuesto, la de Hemingway. Debo decir, además,
que todas las obras de García Márquez me las he leído más de dos veces, menos
una, que no me leído ni una sola vez: El
otoño del patriarca, que es la obra con que él cumple con la promesa de los
escritores del boom latinoamericano de escribir sobre los dictadores de esta
región del mundo. La razón que he esgrimido hasta entonces para no leerla, es
que soy un lector flojo y esta novela no tiene muchos puntos seguidos ni
apartes: debe leerse de un tirón. Algunos críticos gringos dicen que esa es la
mejor obra de García Márquez, superior, incluso, a Cien años de soledad, considerada su novela cumbre. Tiene cómo
serlo, en todo caso, pues el escritor colombiano se esmeró para escribir algo
diferente a su exitosa obra anterior.
De El amor en los
tiempos del cólera extraje más de 25 aforismos que no dejo de recitar cada
cierto tiempo. De la publicación de Crónica
de una muerte anunciada, tengo los recuerdos de la foto donde aparece Gabo
con Mercedes, visto desde la ventanilla del carro que los llevaba al aeropuerto
El Dorado, donde los espera el avión que el entonces presidente de Panamá, Omar
Torrijos, le envió para que el escritor colombiano saliera apresurado del país,
rumbo a su exilio en México, huyendo de la política del Estatuto de Seguridad
del entonces presidente de Colombia, Julio César Turbay Ayala. Los guerrilleros
del entonces M-19, que habían sido capturados durante la búsqueda de las más de
cinco mil armas que ese movimiento
subversivo le había robado al Ejército Nacional, en el cinematográfico golpe al
Cantón Norte, le mandaron a decir a García Márquez que los hombres que los
torturaban los estaban obligando a decir que el autor caribeño era colaborador
de esta guerrilla. El presidente Turbay respondió diciendo que era mentiras que
García Márquez se iba huyendo del país, que él había salido era a promocionar
su nuevo libro. Allá murió esta semana Gabriel García Márquez.
Y, a pesar de compartir este mundo con él durante cerca de
medio siglo, nunca pude coincidir en un lugar donde él estuviera. Nunca lo vi personalmente,
ni siquiera de lejos, para tener el gusto de hacerme tomar una foto con el
autor de ese libro que María Bolaños leía esa mañana, debajo del palo de mango,
sembrado diagonal a la entrada del Colegio de Bachillerato Luis Giraldo, de
Casacará.
Artículos relacionados:
El profesor Francisco Turizo me hizo enamorar de la Literatura en Casacará
La Junta y Casacará, dos distinciones que me honran
Artículos relacionados:
El profesor Francisco Turizo me hizo enamorar de la Literatura en Casacará
La Junta y Casacará, dos distinciones que me honran
http://www.elanden.com.co/?p=3486
ResponderBorrar