25 jul 2024

Los pescados de ‘La llorona loca’ vuelven a Tamalameque

Por John Acosta

Juan Salazar Romero accionó el botón que estaba en la columna de concreto e inmediatamente empezó a formarse en el inmenso pozo, una línea de varias formaciones de ondas concéntricas alrededor de las secciones de burbujas que brotaban en el agua. “Mire eso y pensar que la mayoría de ingenieros me decían que la planta de oxígeno no funcionaría aquí”, le dijo Juan Salazar al periodista del Semanario La Calle, quien anotaba juicioso lo que veía y lo que escuchaba. “Simplemente, le puse una turbina de mayor potencia”, explica. En el cielo se formaban nubarrones, cuyas sombras caían en otra parte, lejos de aliviar la intensidad de los rayos solares que parecían vengar con ira en ese lugar lo que las nubes negras le impedían hacer en otros sitios. Es el más grande de los tres pozos: tiene 47 mil metros cuadrados. “Le echo 140 mil bocachicos: se me crían unos 100 mil. Es bastante”, dice con orgullo. Y no le vende ni uno a grandes proveedores. “Les vendo todo a los moteros de aquí de Tamalameque: de 5 a 10 arroba a cada uno. Y ellos van y lo revenden en los municipios vecinos”, cuenta.

La canícula del mediodía reverberaba con frenesí en la atmósfera calurosa de la ciénaga de Zapatosa; no obstante, el periodista de La Calle aceptó el reto de Salazar Romero para caminar alrededor del pozo a esa hora. “Este terreno tiene un excelente nivel freático: no capta agua ni del río, ni de la ciénaga: sólo agua lluvia”, asegura el “sembrador” de pescado, mientras mostraba con orgullo el gajo de plátano en una de las matas. Lo mismo hizo con las guayabas, los mangos, las maracuyás, en fin, todos los árboles sembrados en la orilla de la laguna artificial. Hasta auyama, yuca, ñame.  “Voy a sembrar 4.800, todos frutales”, dice.

La gabela de los, más o menos, 40 mil bocachicos que se pierden obedece a los depredadores habituales de la zona: anguilla, garza, babilla, pato silvestre. “Y para todos hay. Aquí no matamos ningún animalito de esos”, dice Juan Salazar. Ese mediodía ardiente, ningún carnívoro tuvo el coraje de desafiar el bochorno que sofocaba a toda Tamalameque. Cuando adquirió el terreno para hacer los tres pozos, no tumbó los árboles; los dejó en medio de la laguna artificial y hoy son islotes que él protege con llantas alrededor para que la fuerza de las aguas no les erosione.

El pago por el rescate del cacique Tamalameque

El cacique mayor de los chimilas, Tamalameque, se refugió con su tropa en un islote de la Zapatosa, huyendo de la agresividad del sanguinario conquistador alemán Ambrosio Alfínger (Ambrose von Alfinger), que en 1532 pasó por la zona destruyendo todo a candela y sangre. Impulsados por la avaricia, atizada por ver el desfile, a lo lejos, de indígenas que lucían sus atuendos de oro, los europeos se lanzaron a las aguas en medios de cargas de caballería, lo que provocó la huída de los nativos. Tamalameque hizo honor a su alcurnia y se quedó solo en la isla. Alfínger, finalmente, se alzó con un enorme tesoro, producto de su ambiciosa exigencia para liberar al cacique chimila, que había cautivado.

Meque, como le decían por cariño al líder indígena, es hoy el diminutivo con que se conoce a la población de Tamalameque, la cual no quedó, finalmente, en la pequeña isla donde Ambrosio secuestró al cacique, sino donde determinó el sacerdote itinerante Bartolomé Balsera. Ese mismo caserío, San Miguel de las Palmas de Tamalameque,  fue refundado por don Fernando de Mier y Guerra para que una llorona loca asustara, con sus gritos de madre desconsolada, a los transeúntes madrugadores (o trasnochadores) en la oscuridad tropical del pueblo. La misma mujer mitológica cuya aflicción, el maestro José Benito Barros inmortalizara en una famosa canción.

Juan Salazar llega a Tamalameque

El pequeño camión Ford, modelo 79, pudo salvar la trocha cenagosa y llegó, por fin, con sus peroles de toda clase a la placita del pueblo. El joven conductor de 17 años descargó de la carrocería los enseres para la venta y los puso en círculo detrás de su camioncito. Él en el centro, con su micrófono colgado al cuello con un alambre grueso para poder usar sus manos con los objetos que ofrecía, destacaba las maravillas de cada uno de sus productos. Era la primera vez, en los dos meses de correría de población en población, que vendía todo en un solo lugar. Decidió quedarse a vivir en San Miguel de las palmas de Tamalameque.

A punta de trabajo, cumplió el compromiso adquirido de pagar los 200 mil pesos mensuales que le exigieron, sin caerse en ninguna cuota, para que el pequeño camión azul fuera suyo. Juan Salazar Romero había nacido en Ocaña, pero no era ajeno a estas nuevas tierras, pues su padre vivía, hacía un  tiempo ya, en la vecina población de El Banco, Magdalena. El vendedor del camión de esa época, todavía conserva la propiedad que compró, a un precio altísimo, en una esquina comercial de Tamalameque. A punta de tesón, logró profesionalizar a sus dos hijos mayores (una ya fue personera del municipio y otro, gerente del hospital).

Después de terminar casi carbonizado esa mañana, pero con la moral intacta, el periodista de La Calle fue con Juan Salazar al malecón de Tamalameque: se sorprendió al no ver ninguna lancha pesquera. “Ya no quedan pescados en esta parte del río Magdalena”, le dijo el anfitrión. Y le mostró las ruinas de lo que fue una próspera pescadería. “Aquí venían a cargar pescados camiones de todo el país”, le dijo. Él desea regresar esas épocas de gloria a través de sus tres pozos.

Publicada en el Semanario La Calle, el 21 de julio de 2024

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