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Eduardo Zedán Acosta, sentado en medio de su hija, su nuera y su nieta. Su esposa Iris los observa y su hijo Brian lo respalda de pie |
Por
John Acosta
El primer recuerdo que tengo
de él es, por supuesto, en La Junta. Allá vivíamos los tres primos montunos que
la vieja Aba, la abuela, criaba junto a su esposo, El Tone, el abuelo. Y todas
las vacaciones llegaban los primos del lejano y próspero municipio de Agustín
Codazzi, en el vecino departamento del Cesar, así, sin tilde en la e. Venían
los mayores que nosotros, como él, los de la edad de nosotros y los menores de
nosotros. Era una romería bulliciosa que nos alegraba el espíritu rural de
niños inocentes con sus decencias urbanas, pero nos partía el alma cuando ellos
debían regresar a su tierra y nos dejaban huérfanos de sus aventuras.
Hasta hoy había pensado que
él no debía firmar sus cuadros como los firma sino con el apelativo con que lo llamamos
cariñosamente en la familia: Tato. Sin embargo, pensándolo bien, sus pinturas
no son producto de las vivencias familiares; sus trazos recogen la cotidianidad
de su tierra amada y debe firmarlos como lo conocen sus coterráneos: EZedán. La
primera letra tímida de su nombre precede el apellido árabe reconocido en su
pueblo. Se trata de Eduardo de Jesús Zedán Acosta, mi primo el pintor.