Por
John Acosta
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El profesor Francisco Turizo |
La sonora carcajada de los
estudiantes invadió todos los rincones del salón de clases, salió por los
calados de la pared del frente, atravesó la carretera aún sin pavimentar y fue
a morir al mercado público del corregimiento de Casacará, donde, a esa hora de
la mañana, Gilberto vendía las tres últimas libras de carne de cerdo. Al
escucharla, el profesor Francisco Turizo se frenó en seco. No sé si él, en ese
instante, supo de qué nos reíamos: nos burlábamos de su inglés. No porque fuera
bueno o malo, sino porque era la primera vez que nosotros escuchábamos a
alguien hablar en un idioma distinto a nuestro burdo español. “¡Ajá!, ¿cuál es
la vaina de ustedes?!”, nos calló el profe.
Jamás he podido olvidar las
dos frases en inglés que el profe Turizo nos repetía esa mañana. Casi nunca
recuerdo qué traducen al español, pero la imagen de él instándonos a corear “¿Do
you want to go?” y “I want to go downtown”, con su piel morena, su bigote
abundante y su barriga incipiente quedó por siempre grabada en mi memoria.
Casacará era, entonces, un pueblo algodonero que, con sus calles destapadas y
sus casas de tablas, atraía gente del todo el país para rebuscarse la vida con
todo el proceso de siembra, cosecha, recogida y desmote de este producto
agrícola. Era un pueblo de inmigrantes. Y los que estábamos ese día en el salón
de clases, éramos hijos de esos hombres y mujeres curtidos, que habían llegado
allí en busca de oportunidades de subsistencia.