13 nov 2013

A propósito de la visita de la alcaldesa a la Escuela Normal Superior La Hacienda: ¿por qué tienen los niños que pagar los platos rotos de la educación pública gratuita?

Por John Acosta

Desde que inició este año, he querido escribir este texto, pero las circunstancias inexorables del destino siempre me lo impedían. El arranque más reciente lo tuve a principios de la semana pasada, cuando fui a llevar a mi hija de ocho años al colegio y vi a sus compañeritos sacando los pupitres para ver la clase afuera del salón, debajo del frondoso árbol que queda al frente: habían hecho unos arreglos eléctricos y no llegaba luz al aula. La ira, el sentimiento de culpa y la impotencia invadieron mi ser, como ha pasado a lo largo de todo este año lectivo; sin embargo, no me senté frente al computador, a pesar de que el problema duró hasta comienzos de esta semana. Esta tarde, al ir por mis dos hijas al colegio, la menor me contó que la alcaldesa iba mañana para este claustro educativo  y, entonces, no pude aplazar más este desahogue de emociones encontradas que me asfixiaban el alma de padre y aquí estoy, dispuesto a contarle a la primera mandataria de la ciudad lo que padecen nuestros hijos, los estudiantes de la muy insigne y noble Escuela Normal Superior La Hacienda.


Empecemos por la planta física y la dotación. Es posible que los niños  del ambiente social donde siempre se ha  desenvuelto Elsa Noguera, estudian en colegios con aire acondicionado. Invito a la alcaldesa a que se imagine, por un instante, qué sentirían esos pequeños de su entorno social si se fuera la luz eléctrica por un día en sus lujosos colegios. Pues bien, a nuestros hijos, los estudiantes de la Escuela Normal Superior La Hacienda, les toca vivir todos los días con el suplicio del calor quemándoles sus sueños de ser alguien en esta vida de injusticias porque en los pocos salones donde habían instalado aires acondicionados, estos aparatos no funcionan ya por el desgaste natural de diez y más años de uso. En algunos casos, los padres de familia hemos recogido dinero entre nosotros mismos para comprar abanicos eléctricos y hasta hemos donado algunos de segunda. Pero la alcaldesa debe saber que en estos terribles contextos tropicales, el aire que expelen los ventiladores es caliente y fastidioso y los niños deben recibir sus clases ensopados en sudor en los hornos crematorios que les ofrece la administración municipal para estudiar. Yo no he podido explicarme cómo soporta mi alma tantos golpes diarios de culpabilidad e impotencia al dejar a mis dos hijas en ese infierno, mientras me voy a cumplir mi trabajo en la oficina con aire acondicionado que me ofrece la empresa donde laboro. No sé si la alcaldesa me cree cuando le digo que preferiría mil y una veces que fuera al revés: dejarlas a ella estudiando en un lugar digno, bien ambientado e irme a enfrentar mis labores diarias en medio de un ardor ambiental.

Una vez fui a buscarlas, como siempre, a prima noche y estaban en educación física. Un técnico había arreglado el aire acondicionado del curso esa tarde. Un niño se adelantó corriendo de los demás, que regresaban exhaustos a buscar sus bolsos para irse a sus casas. Al llegar a la puerta del salón, el infante se frenó en seco al ver la puerta cerrada. Medio abrió y ahí conocí la felicidad en persona. Por más que rebusque en mi conciencia de escritor vulgar (común y corriente, quiero decir), no encuentro palabras para describir la alegría y emoción de aquel niño cuando se sintió envuelto por el fresco agradable que brotaba del aparato recién reparado. Se dio media vuelta, dio tres pasos afuera y gritó al resto de sus compañeros a todo pulmón: “¡Arreglaron el aire, arreglaron el aire!”. Los muchachos se olvidaron del agotamiento físico por la extenuante jornada y salieron corriendo hacia el salón, en medio de gritos de júbilo. “¡Cierra la puerta, cierra la puerta que se sale el aire!”, se ordenaban uno a otro, mientas ingresaban al aula.

Por supuesto, la felicidad no duró mucho: ni siquiera una semana. El viejo aire volvió a dañarse hasta el sol de hoy.

Mi hija de ocho años está en primaria. Y cada vez que se acuerda, me repite lo mismo que me dijo la noche aquella en que vio el informe de sus notas del primer período: “Yo no sé de dónde me sacaron el ‘Sobresaliente’ ese que me pusieron en Música, si nunca hemos dado ni siquiera una clase de ese curso”, me dice. A mí me da vergüenza con ella que, a tan corta edad, viva en carne propia, y en su mismo colegio, aquello de “meter gato por liebre”.

Mi hija de 12 años está en secundaria. Y en todo el año, no había visto la clase de Ética porque no había profesor. Cuando veníamos de regreso a la casa, al escucharle a mi hija menor que mañana iba la alcaldesa para el colegio, y me dije a mí mismo que, por mi salud mental, no podía seguir posponiéndome esta confesión que me atormentaba, le pregunté a la mayorcita si ya le habían solucionado ese problema. “Sí, papi, se me había olvidado contarte, pero ya se lo había dicho a mi mami: hace tres semana estoy recibiendo clases de Ética”, me respondió. ¡Y ya salen este viernes! Es decir, ¡en todo el año, no vieron ni un mes de esta materia tan vital!

Como si todo lo anterior fuera poco, los estudiantes de la Escuela Normal Superior La Hacienda no han podido ver la clase de Informática en la Sala de Sistema ¡porque los computadores están dañados! ¿Es justo esto? En plena era de los avances tecnológicos, el profesor debe facilitar este curso en forma teórica porque ¡los computadores no sirven desde hace tiempos!


La lista es larga, pero no me alcanza el espacio. Sé que hora, con la visita de la alcaldesa, repentinamente, reemplazarán bombillos que llevan semanas quemados, arreglarán abanicos que hace tiempo dejaron de funcionar, limpiarán baños que los muchachos dejaron de usar por sucios. ¿Y después de que se termine la visita de la máxima autoridad municipal, qué? No hay derecho.

Artículos relacionados:

Mientras Japón y Colombia acorralan a las humanidades, mi hija de 13 años gana el concurso de cuentos de su colegio

Mi hija Aura Elisa escribió su primer poema, dos años antes que yo

Carta abierta a los directivos de Fecode, de un padre de familia de colegio público




1 comentario:

  1. He leído con mucho interés su carta, desgraciadamente no es un hecho aislado en este mundo. El sistema educativo mundial está en entredicho, por supuesto existen excepciones, tal y como he publicado en mi Blog, ejemplo: la educación en Finlandia.
    El interés universal es el de siempre, la educación pública debe ser de mala calidad en si misma, solamente la elite debe tener acceso al conocimiento, al discernimiento, aquellos que guiarán el mundo en el futuro. Los demás niños, esperan, serán mano de obra barata.
    Por todo ello, querido amigo, no existe ninguna voluntad de arreglar nada. Véase la educación en España, en Chile por poner algunos ejemplos. Pero aquí en España, alumnos, padres, profesores, rectores de universidades, directores de colegios, filósofos, etc, unidos en movimientos sociales, hacemos frente a las tropelías de nuestro ministro de educación. Creo firmemente en los movimientos sociales y en las redes sociales y las comunidades virtuales para dar a conocer nuestros problemas y propuestas, unidos podremos cambiar las cosas.
    Reciba mis más cordiales saludos,
    Julia Echeverría
    Consultora en E-Learning
    educacionybiencomun.blogspot.com.es

    ResponderBorrar

Muchas gracias por su amable lectura; por favor, denos su opinión sobre el texto que acaba de leer. Muy amable de su parte