Por John Acosta
Carmen se agarraba desesperada de la
cabecera metálica de la cama de mi abuela. Una de las mujeres le ungía algo en
la frente con un trapo. Otra le agarraba las piernas tensas. "Ay, Dios mío", se quejaba ella con la
voz entrecortada. "No seas cobarde, carajo: puja más es lo que debes
hacer", recibía como respuesta. Hasta que su mirada, que buscaba con
ansiedad un punto de apoyo en el espacio del cuarto, se topó de repente con mi
rostro pálido y estupefacto. "¡Saquen a ese muchacho!", gritó
restablecida por un instante en que el dolor paró.
No fue necesario. Cuando las demás mujeres dieron la vuelta para mirar
en la puerta que unía el aposento con la sala, ya yo estaba en un rincón del
patio tratando de reponerme de la impresión. Carmen había sido traída de urgencia
en una hamaca colgada en un palo atravesado, que dos hombres se echaron al
hombro para bajar desde Fundación, la finca de mi abuelo, hasta La Junta, el pueblo del alma, por un camino pedregoso y a pleno sol
caliente. Llegaron al pueblo antes de las 11:00, deshidratados y bañados en
sudor, después de una hora de caminar desesperados. Y recluyeron a Carmen en el
aposento de mi casa.
La curiosidad de niño inquieto me hizo
asomar por entre la cortina que separaba la sala del cuarto para saciar mi
incertidumbre sobre lo que ocurría al otro lado del trapo colgante. Fue la
fracción de segundos en que Carmen me descubrió. Al poco rato escuché, desde mi
refugio en el patio, el llanto del bebé recién nacido: es el mismo primo con el
que ahora parrandeo cada vez que voy a La Junta.
Eran otros tiempos. Los servicios de
salud llegaron poco a poco a los pueblos remotos. Y, al principio, los médicos
recién graduados tuvieron que luchar para convencer a la gente que era mucho
mejor recurrir a sus servicios profesionales
que buscar la ayuda incierta de los rezanderos o de las parteras
curtidas en su oficio.
Entonces, las personas tímidamente empezaron ir a
los puestos de salud. Pero pronto un agravante se interpuso entre el interés
creciente de la gente de acudir a la ciencia y el alto costo del servicio: no
todo el mundo puede gozar de la atención de médicos especialistas, ni mucho menos internarse en clínicas
eficientemente dotadas. Para que esto termine de cambiar en un futuro lo más
cercano posible, el gobierno colombiano creó la ley 100. Al menos, eso se pensó
cuando se promulgó con bombos y platillos.
No obstante, la que parecía ser la
solución, con el tiempo se convirtió en el peor de los males. Las Empresas Prestadoras
de Salud (EPS) se han olvidado de que la salud es un servicio social y la han
convertido en un negocio. Conozco el caso de una EPS, donde mi hermana médica
trabajó hasta que la echaron sin justa causa. Al menos, eso decía la carta de
despido. Pero ella y nosotros, que somos su familia, sabíamos de sobra cuál era
la “causa justa”: sus clientes (los pacientes, obvio), la preferían a ella a
los demás médicos de esa EPS.
Por supuesto, que si los pacientes
sacaban sus citas con ella era por una razón específica: mi hermana no le hacía
caso a las exigencias que la empresa donde ella trabajaba le forjaba: no podía
formular medicamentos que sobrepasaban los míseros 10 mil pesos por paciente,
ni podía enviar a especialistas sino a un reducido número de pacientes por
semana. Eso, como es natural, disgustó a sus jefes hasta que la despidieron. El caso sucedió en Valledupar, capital del departamento
del Cesar, pero es una triste realidad que se repite en cada rincón de la geografía
colombiana.
Por eso, los que pueden
han decidido acudir a la medicina prepagada, ofrecida, en la mayoría de los
casos, por las mismas EPS que prestan el mal servicio en el Plan Obligatorio de
Salud (con el propósito, claro, de que crezcan sus clientes –que no pacientes-
en su servicio prepagado). Quienes tienen la facilidad económica de acudir a
este servicio exclusivo, lo hacen para ir directamente al especialista, sin
pasar por el filtro tortuoso del médico general: también les permite no pasar
por la desgracia de esperar, mientras se revuelcan de dolor en los pasillos de
un hospital, a que desocupen una cama para poder ser atendidos, como nos toca a
los afiliados a las EPS.
De manera que, en pleno siglo XXI, los enfermos
colombianos debemos vivir las mismas dificultades que vivió Carmen a mediados
del siglo pasado
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Excelente que buena critica, lastimosamente este es la triste realidad. Creo que si hoy en día algunos médicos pensaran como su hermana tal vez esto no estuviera sucediendo.
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