26 feb 2012

Dios quiera que llueva en la ranchería


Por John Acosta

El sol parecía un gran bombillo intermitente que pendía de la mitad del cielo. Una nube gigante y oscura surcó el espacio aéreo, tapó de nuevo, por unos cuantos segundos, los rayos solares y desapareció después en el horizonte lejano. Luego, pasó otra y otra: ninguna se detenía. Sin embargo, la amenaza de un aguacero permanecía latente. En el tercer hilo del alambre de púa que cercaba aquel pedazo de tierra desértico, un pajarito inquieto, llamado "Sangre e Toro" por su color rojo, cantaba con insistencia. Una lagartija se arrastró con soltura sobre la arena reseca. Hacía calor. En realidad, cada nubarrón que pasaba mitigaba un poco el bochorno de las dos de la tarde.

Más allá, debajo de la pequeña enramada del vivero, Francisco Ipuana inspeccionaba los alrededores de la granja con su mirada de preocupación. Hacía muchos días que no llovía y, aunque siempre regaban los sembrados, la tierra necesitaba con urgencia el agua de lluvia. Afuera, una anciana indígena lavaba unos trapitos al lado de la alberca que les construyó alguna fundación de beneficencia. Quizás eran sus nietos, pero niños en todo caso, los que disfrutaban con el baño. La inocencia de sus escasos cinco u ocho años no les permitía imaginarse siquiera lo valiosa que era para sus padres la escasa agua que lograba succionar el molino de viento en la aridez del suelo.

Francisco Ipuana escuchaba sus gritos de alegría. Es difícil sacarle una cosecha de algo a esas tierras estériles; él lo sabe. Pero es su tierra, la misma de sus antepasados y la de su familia. De modo que, aunque suene contradictorio, él es feliz resignándose a vivir por siempre en esos parajes desérticos. La de su raza, la emblemática etnia wayuu, es una historia de lucha constante contra las inclemencias de un clima seco la mayor parte del año. Eso le ha dado una voluntad férrea que le permite, incluso, pararse debajo de aquella enramada a esperar con paciencia un aguacero esquivo.

Anoche creyó que iba a llover. La luna no pudo brillar con la lucidez de siempre y los relámpagos y truenos presagiaban una tormenta sin fin. Francisco se acostó en su chinchorro con la esperanza más viva que nunca y le tocó despertarse este otro día con el mismo verano. Hace poco, el molino de viento se dañó. Y Francisco Ipuana, junto con los otros cuatro compañeros de grupo, lo arreglaron con la colaboración de la ong.

Leoncio Montiel, Arineo González, Ramiro Ipuana, José Domingo Uriana y Francisco Ipuana forman en la ranchería Orroko un grupo solidario, al que la fundación les prestó para que organizaran su granja comunitaria. Además de la alberca, se les construyó un sistema artesanal para regar los cultivos con manguera. Así, han logrado implantar (en una tierra en donde solo se conocían tunas, cardones y trupillos), tomate, pimentón, patilla, melón, maíz, ahuyama, col.

Las mangueras las utilizan para los sembrados más retirados, pues los que están alrededor de la enramada son regados con vasijas. Esa tarde, le tocó el turno de reguío a Francisco Ipuana. Después, vendrá otro de ellos.

Francisco Ipuana no esperó más la lluvia. Cogió las dos canecas de plástico que había adaptado para aquellos menesteres. Fue hasta el pequeño depósito de agua, contruido también por la fundación, llenó sus vasijas y regó la huerta en donde está el pimentón. Todos los cultivos están verdes. Pero la tierra necesita un aguacero. Ya la ong les ha ayudado con la siembra, Dios los ayude ahora con las lluvias.


Publicado en el periódico Fundicar, número 4, de julio de 1995

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