12 ago 2011

Algo hay que hacer

Por John Acosta



Enrique Zuleta se despertó con el calor del techo de cinc, recalentado por el sol de las once. Se estiró hasta hacer traquear los huesos. Le dolía la cabeza. Bajó las piernas de su hamaca descolorida. Sintió el ardor de la botella vacía bajo los callos de sus pies. "Claro, volví a emborracharme con ron de caña", se dijo.


Se puso de pie. Los calzoncillos sin elástico se le cayeron enseguida. Los recuperó a la altura de los tobillos. Se los subió de nuevo, y les hizo un nudo para ajustarlos a su cintura. "Qué desgracia, ya ni eso tengo". Se puso el pantalón de poliéster desgastado que había dejado anoche sobre el único mueble que poseía: un asiento de cuero sin curtir. En medio de la penumbra del cuarto encerrado, llegó hasta el rincón donde tenía la tinaja. Sacó un pote de agua. Y al llevárselo a la boca, sintió un arañazo en un labio. Era un sapo.

No dijo nada. Tampoco quiso pensar. Tiró el pote al suelo. Cansado de andar a media luz, fue a abrir la ventana. Una señora, envuelta en una inmensa toalla blanca con un barco pintado, iba a la tienda seguramente a comprar el arroz del almuerzo ¿El almuerzo? Sí, tenía hambre. Sus bolsillos estaban limpios. Unos niños regresaban de la escuela con sus pantaloncitos cortos sucios y sus camisitas empañadas de sudor. Uno de ellos lo señaló: "Ay, miren al señor Enrique. Parece que estuviera en el cielo". Se sobresaltó.

Aunque, para qué, el niño podría tener razón. Se acababa de levantar, no había comido nada desde hacía dos días, anoche se acostó tarde y borracho, y, para colmo de males, estaba sin camisa. La fue a coger en el asiento y se la puso con una parsimonia infinita. Miraba las fotografías de periódicos viejos pegadas en el tabique de cartón que dividía a la casa en dos. Futbolistas posando en grupo. Reinas de belleza en vestidos de baño. Presidentes sonrientes entregando el poder a sus sucesores. Militares izando la bandera nacional. No quiso seguir viendo: ya se las sabía de memoria. Sí, iba a conseguir otros periódicos para renovar la decoración.

Bueno, ya estaba vestido ¿Y ahora qué? ¿Qué hacer? Tenía hambre, sí, pero ¿y qué? Pensó en "Chunflo", el hombre que andaba con un diccionario descuadernado en la mano. Aprendía palabras raras para decirlas cuando estaba borracho (es decir, casi siempre). También pensó en Marcos, con sus dientes de abajo resecos por andar con ellos pelados a toda hora, el hombre que pudo haber sido y no fue, pues dejó su sexto semestre de Derecho para sumergirse en el extravío exquisito del alcohol en las calles de ese pueblo tostado por el sol. En Julio Barrios, el más viejo del grupo, que, con sus sesenta y cinco años a cuesta, los emborrachaba a todos y se iba a acostar feliz gritando a lo largo y ancho de la calle, con todas las fuerzas de sus pulmones:"¡Viva el partido liberal, carajo!". Y pensando, quizás, en el taller de carpintería que nunca llegó a montar.

Eran sus amigos. Hombres solos. Con mujeres e hijos, pero solos, como él. Ellas se iban con todo, aburridas de salir a la calle, casi desnudas, todos los días, a deshoras de la noche, huyendo del marido enfurecido, que la quería coger a golpes porque la comida estaba fría. Hombres harapientos, como él, que se amarraban los pantalones con cabuyas de fique, también como él ¿Le gastarían ellos un plato de comida? No, qué va. Eso ni pensarlo.

Enrique Zuleta no entendía por qué ellos le gastaban ron y más ron, todo el que quisiera, pero nunca le daban, aunque sea, un mísero pedazo de yuca con un hígado frito. No más alcohol. El quería comer ¡Comer, comer, carajo! Hacía hambre ¡Pura hambre, física hambre! No debía pensar en eso: a lo mejor era una cuestión mental. Claro, pensaba que tenía hambre y enseguida la sentía. Al diablo con las cuestiones mentales: era cierto que tenía hambre y punto. Bueno, ya. Tenía que sacar esas boberías de su cabeza. (¿Boberías?).


Tenía que salir de esa situación. Debía hacer algo inmediatamente. Cualquier cosa ¿Pero qué? Llevaba treinta y tres años tratando de hacer algo. Y no había hecho nada. Antes, por el contrario: había deshecho. Ni siquiera sabía leer o escribir. Los trancazos de la vida le habían enseñado a duras penas a contar y a conocer el valor de los billetes. Enrique Zuleta recogió el pote del suelo. Le sacudió la tierra y sacó agua de la tinaja. Se mojó la cabeza (el dolor era cada vez más intenso). Se lavó la cara. Y la boca. El sapo brincó en busca del líquido que caía.


Hacía calor. Se puso sus chancletas de caucho. Descolgó la hamaca de un lado, la enrolló y la amarró del otro. Iría donde "La chupaflor", la mujer más apetecida del bar Así es la vida. Ella le daría de comer. Aunque no: así fuera martes, jueves o cualquier día. No iría. No iba a ir más. Si algo tenía que comenzar a hacer era, precisamente, eso: dejar de deshacer.

Agarró el sombrero de paja que estaba enganchado en unos cachos de cabra incrustados en la pared de barro. Se lo colocó a medio lado, como lo usaba siempre. Cerró la ventana. Cruzó el tabique. (Ah, sí: los periódicos para renovar). El sapo lo siguió. Abrió la puerta de la calle y sintió la brisa caliente en su rostro. El sol ardía más que nunca. Salió, amarró la puerta en la argolla de uno de los marcos. Y se fue. Tenía que hacer algo.

La calle estaba sola a esa hora del día y con semejante sol. Brisaba. Los remolinos de arena que se levantaban, lo golpeaban con fuerza en el rostro. Era un aire caliente, reseco. Enrique Zuleta se sostenía el sombrero con su mano zurda para que no se le cayera. Algunas mujeres se asomaban en las ventanas, miraban la vía desierta de norte a sur, y se perdían en el interior de sus casas. Ni siquiera los perros salían a ladrar: buscaban fresco debajo de las camas, de donde los sacaban a garrotes, con el palo de la escoba, cuando el hedor penetrante de sus tripas ventosas invadían por completo la casa.


Fue, precisamente, ahí, caminando solo en la mitad del universo, bajo los efectos hirvientes de un astro jodido, a una hora en la que los peces saltan a la playa sombreada huyendo de las aguas incineradoras del río, donde se le ocurrió lo que dirigiría para siempre los destinos de su vida.

Había vendido tomates en un balde de plástico rojo, yuca y plátano en un saco de fique, de casa en casa, con una balanza de madera en su hombro derecho, sorprendiendo a todo el mundo con sus cuentas exactas, un hombre que se había ganado en el pueblo la reputación de loco porque hablaba solo y bajaba al río a bañarse de noche.

Llegó a la vivienda del señor Antonio Sierra. Preguntó por él a la indiecita haraposa que salió a atenderlo. "El señor no está", respondió la joven. "Dígale que es una cuestión de vida o muerte". "Qué mensaje importante va a traer un pobre hombre como tú", dijo la señora Ana Rosa de Sierra, altanera como siempre, con sus brazos salpicados de las pintas clásicas de la vejez y con su frente arrugada. Pasaba, en ese instante, con un vaso de limonada para su marido. "Anda, ábrele el portón", ordenó, sin embargo, a la indiecita. Así es que Enrique Zuleta entró por donde entraban los pobres a esa casa: por el portón para que no ensuciaran las baldosas de la sala.

Y llegó al patio trasero. Matas que colgaban de corredores inmensos. Jardines floridos. Pensó en Tránsito, la indiecita que lo atendió. Se la imaginó regando paciente a ese pequeño bosque de colores. Vio al señor Antonio Sierra acostado en una hamaca de ricos debajo de una enramada. Lo envidió. Pero se arrepintió enseguida, sin saber por qué. Se percató, entonces, de los perros inmensos que jadeaban debajo de la hamaca. "Mierda, señor Antonio, ¿esos animales no morderán?".

El señor Antonio Sierra se incorporó. "No seas tan pendejo, hombre", dijo. Y concluyó con la misma ridiculez de los dueños de los perros: "Ya esos mordieron hace tiempo". "¿Y qué es lo que te trae por aquí con semejante sol encima?", preguntó haciéndose el serio, que era su forma humorística de tratar la gente.

-Vengo a que me fíe una vaca vieja.

Enrique Zuleta fue directo, sin preámbulos. Se sintió feliz, descansado: tenía que hacer algo, y ya había empezado. El señor Antonio Sierra disimuló muy bien su sorpresa:
-¿Y esa vaina?
-Para cuchillo, señor Antonio.


El señor Sierra seguía aparentando tranquilidad. Se volvió a acostar. Miró las gotas de sol que se escurrían por el follaje de la enramada. Pegó un suspiro largo y decidido antes de hablar.

-Ni loco que yo estuviera: te metes la plata en ron y yo quedo como un buen marica - dijo.

Enrique Zuleta se acercó a la hamaca. Y lo miró. Era el mismo hombre que se había perdido en una de sus fincas hacía solo cinco años. La información llegó al pueblo como todas las malas noticias: nadie supo jamás quién la llevó. Lo cierto fue que en menos de quince minutos, una caravana compuesta por todos los carros del caserío, que no eran más de diez, atascados de voluntarios, partió hacia la finca del señor Antonio Sierra.

Entre los pasajeros fortuitos de cada uno de los vehículos se iban tejiendo distintos desenlaces. Que al montarse a un árbol a coger alguna iguana se había quebrado una rama, provocándole la caída fatal. Que lo había mordido una culebra altamente venenosa. Que se le dio por pegarse un baño en una de las acequias y se había ahogado.

Ninguna de las versiones lo daban por vivo. No eran especulaciones. Tres años atrás, el capataz de una de las haciendas que rodean al pueblo encontró a su patrón muerto en el monte. Le había dado un paro cardiaco cinco horas antes y tenía media cara comida por las hormigas. Esa noche, no fue así con Antonio Sierra, afortunadamente. Los del primer carro divisaron, bajo la luz de la luna llena, el campero del señor Antonio Sierra que venía de regreso con su cargamento de iguanas para regalárselo a los indios. Inmediatamente, los pitos de júbilo ahogaron con su fuerza el canto de las chicharras nocturnas. "Tanto alboroto por una simple perdida", dijo el hacendado en ese entonces.

Aunque era apenas el comienzo. En el pueblo lo recibieron con pólvora, con un conjunto vallenato y con varias cajas de whisky de contrabando. La parranda duró hasta el día siguiente, cuando las mujeres se llevaron a sus maridos hasta sus casas, arrastrándolos por la borrachera que tenían.


Todos atribuyeron el caso a un milagro de la Santísima Virgen del Carmen: esa noche, el señor Antonio Sierra se reconcilió con su única hija, a quien no le dirigía la palabra desde hacía cuatro años y medio, cuando supo que se había casado con dos meses de embarazo. Enrique Zuleta estuvo en la verbena. Y fue uno de los voluntarios que se ofrecieron para la búsqueda. Por eso, no alcanzaba a creer que ese hombre de la hamaca fuera el mismo de entonces. Tomó fuerzas. Había empezado y no iba a quedar en la mitad del camino.


- O me la fía o le pego un tiro ahora mismo - dijo.

Estaba cansado de aguantar hambre. De acostarse muchas veces sin haber probado un bocado de cualquier cosa. De pasar noches enteras haciendo planes que nunca se cumplían. De aguantar humillaciones de todo el mundo, incluso de sus amigos, porque era un pobre diablo a quien el destino se negaba frenéticamente a favorecer. Cada plato de comida que conseguía, era como el más grande de los trofeos obtenido en las tremendas guerras de la vida. Y lo devoraba, más que con el ansia del hambre, con la satisfacción del triunfo parcial. Estaba harto de los trabajos casuales que no le dejaban sino desgaste físico y muy poca remuneración.

El señor Antonio Sierra se incorporó de nuevo. Cubrió a Enrique con su mirada irónica. Dejó esbozar una sonrisa de picardía. Y se pasó la mano derecha por la cabeza, tranquilo, sereno, fresco.

-Me lo irás a pegar con el culo porque tú ni siquiera tienes donde caerte muerto - dijo.

Llamó a Tránsito. Le ordenó que le llevara papel y lápiz. "Y le traes algo de comer a este hombre". Escribió un mensaje lacónico al capataz de una de sus haciendas. Se lo dio a Enrique Zuleta: "Entrégaselo a Toño en La Esperanza. Al fin y al cabo una vaca que se me pierda no es nada para mí". Se volvió a acostar con la cabeza para otro lado. "Será como quitarle una de las espinas a un cactus", agregó.


Por primera vez en su vida, Enrique Zuleta se sintió inmensamente feliz. Por fin, le habían dado una oportunidad. Ahí estaba el resquicio de luz que nacía en medio de la espantosa oscuridad de su fatalismo. No la dejaría apagar por nada en el mundo. Tenía que restregarle a la sociedad, en su propia cara para que le doliera, que él sí era capaz de sostenerse a sí mismo. Le devolvió el plato vacío a la indiecita. "No tiene necesidad de lavarlo, nena: te lo dejé bien limpio", le dijo.


Y se fue. No le dio la gana de salir por el portón. Pasó por el medio de la sala con sus rajadas chanclas de caucho, con su pantalón viejo amarrado a la cintura con una cabuya de fique, con su camisa de flores descoloridas, con su sombrero de paja puesto a medio lado y con su frente en alto: salió por la puerta principal. Dio tres pasos y miró hacia atrás: Tránsito le guiñó un ojo de complicidad.

Fue por la vaca. La embarcó en el camioncito destartalado de "Barrigaquemada", un andino residenciado hacía diez y ocho años en el Caribe colombiano. De regreso al pueblo, el carro se atolló en los arenales del arroyo El Guacamayo. Eran las tres y media de la tarde. Y solo entonces, Enrique Zuleta cayó en cuenta de que aún no se había bañado.

Lo hizo plácidamente, abrumado por la felicidad, en una pequeña caída de agua fresca. Desnudo, al aire libre, sin jabón. Se restregó la mugre del sudor en la piel con la arena refinada que encontró en la orilla. Al vestirse, no le quedó ni el más mínimo vestigio del dolor de cabeza que lo había atormentado durante el día. Se sintió renovado, vigoroso, lleno de vida, jovial: era otra persona.


"Barrigaquemada" insistió por todos los medios mecánicos para sacar el carro. Lo único que consiguió fue enterrarlo más. Enrique Zuleta, que no había tomado conciencia de la magnitud del problema, cavó con sus propias manos alrededor de las llantas. Removió la tierra y, a cambio, colocó piedras y troncos para que las ruedas tuvieran más firmeza. Empujó con todas las fuerzas de su cuerpo y de su voluntad. Todo fue inútil.


-Detenerme aquí ahora sería como no haber hecho nada, después de haber hecho tanto - dijo.

De modo que bajó la vaca. Le amarró una soga en los cachos y la echó por delante. El pueblo estaba a dos kilómetros de allí. No le importó. Ni el sofocante sol. Ni el polvo levantado por el animal en su trote desenfrenado. Ni el mismo trote. Ni los quemones de la soga en sus manos. Nada. Fue directo a la Inspección de Policía. "Vayan a ayudar a sacar un carro atollado en El Guacamayo", les dijo a unos jóvenes que trataban de organizar un partido de fútbol en la calle. Ató al cuadrúpedo a un poste del alumbrado público. Entró a la oficina. Sudaba a borbotones. Se quitó el sombrero y se abanicó con él. La secretaria estaba trancando las ventanas.

-Buenas tardes, "Seño" –saludó Enrique.
-Señorita querrá decir porque aún soy virgen, ¿oyó?
-No me consta. Mire: sea lo que usted sea, yo vengo a sacar un permiso.
-Venga mañana porque hoy ya estoy cerrando.
-Para mañana es tarde - suplicó Enrique.
-Pues más tarde es ahora porque ya son las cuatro pasadas.
-¿Y el inspector?
-Está en su casa ¿Es que acaso no ve que ya son más de las cuatro?
Enrique Zuleta salió. Dejó la vaca amarrada en el poste para evitarse a la jauría del caserío ladrando detrás del animal. Encontró al inspector en su casa, en pantaloneta y sin camisa, sentado en una mecedora de mimbre con las piernas abiertas y recibiendo el aire de un abanico eléctrico.


-Vengo a sacar un permiso.

-Estoy en mi casa. Eso es en la oficina.
-Vengo de allá.
-Pero fue después de las cuatro.
-Mire, inspector de carajo, no me venga a negar a mí lo único que sabe hacer usted en este pueblo.
-No le estoy negando nada, sólo que esa vaina no es aquí, ni mucho menos a esta hora.
-Dejémonos ya de pendejadas, Benjamín Urritia. Seas lo que seas tú ahora, para mí no dejas de ser el mismo maricón al que yo le fiaba los tomates antes de que el doctor Ariza te premiara con este puesto por haberle conseguido los votos de los indios.
-Esa es harina de otro costal, Enrique.
-Es la misma mierda. Además, si le das permiso a las putas para que vayan a enfermar hombres en el bar de doña Mercedes, a los estudiantes para que hagan bailes cada ocho días dizque para recolectar fondos para no sé que vainas, a las gitanas de turno para que vayan a explotar a la gente con sus mentiras piadosas y a los cantineros para que vendan ron hasta las doce de la noche, entonces, por qué diablos no me lo das a mí para matar una vaca y surtir al caserío de carne que hace más de veinte días que ni siquiera la huele.
-De todas formas, Enrique, yo no tengo máquina de escribir en la casa.
-Entonces mañana mato, pase lo que pase.
-Nada puede pasar. Cuando termines de vender la carne, pasas por la oficina. Yo te tendré el permiso listo. Al fin y al cabo, no es la primera vez que en este país primero se mata y después se va a pedir la orden para hacerlo.
-Si es que la piden. Porque la mayoría de las veces la vaina se queda así, como si nada.

-Bueno, de todas maneras, me guardas dos libras de cadera y una de costilla.


Enrique Zuleta salió satisfecho. Silbó, cantó. Hasta el sol pareció ceder ante tanto regocijo: en su declinar era débil, suave, tierno. La brisa, incluso, no le tumbaba el sombrero. Le pareció estar viviendo una de esas novelas ridículas que ven las mujeres del pueblo en la televisión. Quiso vivirla hasta el final, con todas las fuerzas de su alma. Había descubierto, al fin, en treinta y tres años, que también él tenía derecho a ser feliz. Se sorprendió al verse pensando en Tránsito. Le pareció la mujer más hermosa de la tierra, así, con su ropita vieja de sirvienta sin sueldo. La más pura. La recordó ahí, parada en la puerta de donde le guiñó un ojo para demostrarle su admiración por haberse atrevido a cruzar la sala de ricos. "Es un cosito bonito", atinó a decirse ahogado en su propia dicha.

Llevó la vaca al corral del matadero. Cuando regresó a su rancho, con los dos inmensos cuchillos de matarife, ya la noche estaba regada por todas partes. El sapo salió huyendo por la puerta abierta para no volver más. Enrique Zuleta guindó la hamaca del lado que la había descolgado esa mañana. Y se acostó. Estaba agotado. Era un cansancio diferente: el del deber cumplido.


Se levantaría cuando apenas empezara la madrugada. Lo primero que haría, después de agotado el último hueso del animal, sería ir a pagarle al señor Antonio Sierra, uno tras otro, todos los billetes que le debía. Para demostrarle que no se perdería la espina del cactus. Ni esa, ni las que debía seguir arrancando, complacido por el negocio floreciente.


Enrique Zuleta se durmió con la indiecita harapienta incrustada para siempre en las profundidades más recónditas de su ser.

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