7 feb 2012

Mientras los pescados esperan en el patio


Por John Acosta

La entrevista fue corta. Cuando llegamos a la tienda, Vicente Gutiérrez atendía con afán a uno de sus clientes. Tenía prisa: en el patio lo esperaban dos docenas de pescado para escamar. Al ver las caras conocidas de los dos funcionarios de la Fundación que me acompañaban, sonrió. "Buenas", dijimos.

-Yo no estoy atrasado en ninguna cuota- dijo, en son de broma, antes de contestar el saludo.

Tenía razón. Siempre ha pagado cumplido las cuotas de sus préstamos, pero nosotros no íbamos a eso. Los funcionarios le explicaron que yo le haría una entrevista para un reportaje. "Bueno, pero se apura porque se me dañan los pescaos", aceptó con su sonrisa bonachona de hombre provinciano.

Era la una y media de la tarde. Sobre la población de Hatonuevo, en el departamento de La Guajira, se derramaban los rayos   candentes del sol. Vicente Gutiérrez dejó a Elizabeth Mendoza, su señora, en la tienda. Nos hicimos bajo el techo de zinc de una construcción sin paredes que quedaba al lado de la colmena. Al frente, y sobre el pavimento ardiente de la carretera nacional, pasaban los automóviles con placas venezolanas que llevaban pasajeros al vecino municipio de Barrancas.

Le propuse a Vicente Gutiérrez que hiciéramos las fotos primero. "Carajo, ¿así en este estado?", dijo, mostrando su vestimenta. Le expliqué que era mejor mostrarlo tal y como era él siempre. Hicimos las fotos dentro de la tienda, mientras él acomodaba sus productos en los anaqueles de madera. Cuando me tocaba esperar a que el flash volviera a estar listo, Vicente Gutiérrez ponía su cara de preocupación y lanzaba al aire su frase sincera: "Áy, hombe: pobres mis pescaítos". Su señora no quiso estar en las fotos, a pesar de mi insistencia: ''Después le daño la cámara con esta figura", me dijo.

De parcelero a tendero

 Vicente Gutiérrez contó que nació en La Peña, un caserío de La Guajira incrustado en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. Allá tenía una parcela donde sembraba yuca, maíz, patilla y "lo que diera". Se fue para Calabacito, como era conocido, en 1981, el ahora municipio de Albania, antes de que subiera de categoría con las regalías del carbón. “Me vine buscando la vida", dijo, a través de un largo suspiro. Un bus de pasajeros interrumpió por un instante el diálogo con el ruido de su motor.

Una brisa tibia inundó por un momento el ambiente. Por encima de la cerca de alambre de púas, se alcanzaban a ver dos gallinas que picoteaban en el patio. “Me vine más limpio que el talón de una lavandera", recuerda Vicente. "Adiós", contesta, inmediatamente, el saludo de alguien que pasó sudoroso en una bicicleta.

Había oído que a Albania estaban llegando muchos contratistas para trabajar en la mina de carbón a cielo abierto. Puso una tienda. Al mes de estar en el pueblo, "se vino todo ese viaje de gente", dice para referirse a su familia.  Un perro marrón llegó hasta donde estábamos. Nos olió las rodillas a los visitantes y se fue para el patio con su caminado coqueto, mientras movía el rabo en señal de amistad. Además de los artículos propios de una tienda de pueblo, Vicente Gutiérrez puso un restaurante para venderles comida a los contratistas. Elizabeth Mendoza, su señora, se volvió famosa por la exquisitez de su cocina.

Vicente Gutiérrez se convirtió en hombre de visión. Vio que en Hatonuevo no solo podía alimentar a los Contratistas de la mina norte, sino también a los de la zona central. Decidió venirse para ese corregimiento. "Quedamos como el gitano: de un lado a otro”, dice. Entonces, Vicente interrumpe el diálogo. Mira la hora en su reloj de pulsera. Se rasca la cabeza en señal de preocupación. "¿Qué más quiere que le diga, vea? Mire, los pescaos me están esperando allá afuera”, expresa señalando el patio. Había que apurar la entrevista.

La ayuda del compromiso

Cuando la Fundación llegó a Hatonuevo, Vicente Gutiérrez fue uno de los primeros en acudir por su ayuda. "Uno tiene que buscar recursos", dice. Se inscribió en el programa de Grupos Solidarios. Con el primer préstamo, compró carne, pollo y queso para agrandar su tienda."Después, perdí el rumbo. Es que ahora tengo muchas inversiones. Todo, con la ayuda del compromiso. Uno tiene que endeudarse para poder hacer algo. Eso sí: no he fallado ni un solo día. Ya llevo como cinco préstamos con la Fundación”, dijo.

El sol se hace más insoportable. El zinc rechina por el calor. Nosotros nos desabotonamos la camisa hasta la mitad del pecho. Y nos echamos fresco con la boca. Vicente Gutiérrez nunca estudió. "He sabido defenderme naturalmente. Así aprendí a sumar. Y conozco los números", comenta. En la tienda lleva sus libros de contabilidad. "Dicen que loro viejo no da la pata, pero este la  ha dao", dice sonriente.

Ha pasado más de media hora desde que llegamos.  Ahora soy yo quien piensa en los pescados sin escamar que están en algún lugar del patio. Pero no quiero interrumpir a Vicente, quien habla entusiasmado de su cumplimiento. "He sido tan responsable, que voy cualquier entidad y me presta dinero. Lo importante es quedar bien”.


Tiene dos hijos que cursan la secundaria. Los otros están en la primaria. Todos le ayudan en la tienda. "Ellos saben que todo esto es para ellos”, dice satisfecho.  El sol se ha ido metiendo a la sombra que nos protegía. Nos corremos un poco, huyéndole a los rayos candentes. "Bueno, muchachos, yo creo que ya tienen bastante para el reportaje ese”, dice mientras mira otra vez su reloj. Sí, hay que escamar los pescados que están en algún lugar del patio.

Publicado en el periódico Fundicar, número 1, agosto de 1994