Por John Acosta
Empiezo a escribirles esta
carta a las 6:00 de la tarde porque, después de terminar mi jornada laboral, no
quiero llegar a mi casa. Otras veces, no veo la hora en que llegue el final de
la tarde para ir a compartir con mi familia; sin embargo, hoy es diferente. La
razón es triste y contundente: se me cae la cara de la vergüenza al ver a mis
dos hijas a los ojos. No sé cómo explicarles por qué ellas son las únicas del
conjunto residencial donde vivimos que llevan más de una semana sin poder
asistir a clases porque sus profesores están en paro. Un medio día de la semana
pasada, uno de los vecinitos que acababa de llegar de su colegio privado, se
topó con mi hijita menor. Su asombro fue enorme: “¿Qué te pasó?, ¿por qué no
fuiste hoy al colegio?”, le preguntó a mi pequeña hija, cuando la vio sin
uniforme. “Es que estamos en paro”, le respondió ella con resignación. Quise
que me tragara la tierra cuando el inocente niño preguntó todavía más
extrañado: “¿Y qué es paro”?