Por
John Acosta
Parecíamos niños haciendo
trabajos manuales. La diferencia era, tal vez, la enorme pasión que le poníamos
a nuestro quehacer. Hacíamos los levantamientos de textos en lo más avanzado que
nos ofrecía la tecnología en aquella época: la máquina de escribir. Luego,
recortábamos los trabajos, párrafo por párrafo para pegarlos en el formato que
Nubia, recursiva y creativa, había diseñado para ese número. Obviamente, internet
era algo inimaginable: el señor Google nuestro era el montón de revistas que
rebuscábamos en todas partes para poder extraer las imágenes que debían
acompañar los artículos que nuestros amigos, todos estudiantes, como nosotros,
nos habían confiado. Muchas veces, la luz natural del amanecer nos sorprendió
por la ventana de la casa de Nubia, en el barrio Estrada, o de Claudia, en La
Esmeralda. Más de una vez, a mí me tocó irme caminando, tipo dos o tres de
la mañana, titiritando del frío bogotano, hasta mi apartamento del barrio 7 de agosto porque nunca había para el taxi
y ya a esa hora no había servicio de bus urbano. Todas esas luchas las librábamos
con entusiasmo porque teníamos el más grande aliciente: la revista TINTA.